Capítulo 56
24 de julio de 2009, 15:26 horas
No recuerdo dónde nos encontrábamos exactamente cuando me reveló aquello. Tampoco he archivado en mi memoria las casas por las que pasamos, el entorno o cualquier otra cosa que estuviera viendo. Aquella afirmación me creó tal extrañeza que el interior del vehículo se me antojó una cápsula herméticamente cerrada que nos aislaba del mundo exterior. Sin embargo, recuerdo mi reacción a aquel comentario con tal claridad que creo que, durante lo que me reste de vida, lo tendré presente como si apenas hubieran transcurrido unos días.
—¿Cogiste el coletero de su habitación?
—¿Qué?
—El coletero de Juliane. Su madre nos llamó porque había olvidado comentarte algo, y me explicó que habías vuelto a revisar la habitación de Juliane. Eso fue poco antes de que asaltáramos la consulta de Lichner y hallaras aquella bolsa en su armario.
El rugido del motor me pareció mucho más intenso que otras veces, y con cada segundo que pasaba aumentó de volumen. Tras una eternidad en la que me negué a volverme para mirar a Menkhoff, éste habló.
—Detente.
Aún restaban unos 500 metros para llegar a Zeppelinstrasse.
—No puedo parar aquí, pero ya casi hemos llegado a nuestro destino.
Resopló y no añadió nada más hasta que detuve el vehículo ante aquella vivienda inmunda. Apenas giré la llave, liberó el cinturón de seguridad y se inclinó hacia mí, obligándome con ello a mirarle a la cara.
—Nicole Klement encontró aquel coletero la mañana después del asesinato de Juliane Körprich en el interior del vehículo de Lichner, cuando el BMW se hallaba aún totalmente cubierto de barro. Era consciente de que él también lo encontraría y lo haría desaparecer en cuanto limpiara el coche. Por eso lo ocultó. Sí, Alex, y en cuanto me lo comentó la convencí para que lo colocara en un lugar en el que nosotros pudiéramos encontrarlo. Si nos hubiera entregado el coletero, sin más, el abogado de Lichner hubiera destrozado aquella prueba.
Se dejó caer hacia atrás en su asiento.
—Cuando mi hija se halle a salvo ya pensaré con más tranquilidad en lo que significa que me creas capaz de hacerle esa jugada a Lichner.
Se apeó del coche. Le seguí unos segundos después.
Menkhoff se detuvo ante la puerta de la vivienda de Lichner y sacó su pistola. Aguardó a que llegara a su altura.
—Yo a la derecha y tú a la izquierda —ordenó en voz baja.
Asentí y cogí mi pistola. Menkhoff introdujo la llave en la cerradura con sumo cuidado, apoyó la mano desocupada en el pomo de la puerta y tiró despacio de él mientras giraba la llave. Logró abrir sin apenas ruido.
Me dirigió una última mirada inquisitiva a la que respondí asintiendo, abrió la puerta por completo y penetramos con cuidado en la vivienda.
Pocos segundos después ya habíamos constatado que se encontraba desocupada. Mis músculos se relajaron y de nuevo fui consciente del olor a humedad, que me pareció más penetrante aún que la vez anterior.
—¡Mierda! —exclamó Menkhoff—. Esperaba que ocultara aquí a Luisa. Vámonos.
Recordé la habitación recién pintada intentando explicarme una vez más por qué aquella estancia presentaba un aspecto tan inmaculado mientras que el resto de aquel habitáculo parecía un vertedero.
—Voy a mirar un momento… —comencé, cuando me interrumpió el sonido del teléfono de Menkhoff. Aceptó la llamada y escuchó unos instantes. Su rostro se iluminó.
—¡Bien! —exclamó, y se me aceleró el pulso. Agradeció la ayuda prestada y dio por terminada la llamada.
—¿Qué sucede? —pregunté—. ¿Hay alguna novedad? ¡Dime!
—El padre de Wolfert lo ha conseguido. Uno de sus colaboradores ha logrado obtener de las autoridades españolas la dirección y el teléfono de la tía de Nicole. Han intentado hablar con ella, hasta ahora sin éxito. Me pondré a ello en cuanto volvamos a la comisaría.
Nos hallábamos frente a frente y fui consciente de la transformación en su mirada. En el modo de mirar de Bernd Menkhoff siempre quedaba expuesto cómo catalogaba a las personas con las que se relacionaba. Cuando me lo asignaron como compañero detectaba siempre en su mirada una mezcla de superioridad y curiosidad. Con el tiempo, la superioridad había cedido al respeto y el compañerismo, y algo más tarde aún se había tornado en confianza. Sin importar de qué humor se encontrara, y qué sentimientos bullían en él, esa confianza básica siempre había estado presente en sus ojos cuando los fijaba en mí. Hasta ese momento. La mirada que me dirigía ahora era diferente y, lamentablemente, no me resultaba desconocida. La había visto en incontables ocasiones, siempre que interrogaba a testigos o sospechosos. Me dolió descubrirla ahora posada en mí.
—Bernd… quiero echar un vistazo a la habitación recién pintada. No sé, pero de alguna manera…
—Date prisa. Quiero volver a la comisaría para llamar a la tía de Nicole.
Me dirigí a la habitación que me interesaba. Antes de abrir la puerta le miré una vez más.
—Bernd, yo… Bernd…
No habló; ni me miró siquiera.
Entré en la habitación y me situé en el centro, intentando concentrarme mientras examinaba aquellas paredes pintadas en un amarillo pastel, así como la pequeña abertura situada justo enfrente, la línea perfectamente perfilada que separaba pared y techo… Examiné todo aquello y… Algo de lo que veía… Se trataba de una especie de presentimiento, pues en realidad ignoraba qué estaba buscando. Finalmente me rendí.
Menkhoff ya no se encontraba en el pasillo cuando abandoné la habitación. Me dirigí a la puerta principal y lo vi allí fuera, apoyado en la barandilla de las escaleras, con la mirada fija en algún punto del suelo. Se reflejaba en ella la profunda desesperación que debía sentir, y me hice los más serios reproches. Ese coletero… ¿No podía haber aguardado hasta que…? Sí, ¿hasta cuándo? ¿Hasta que encontráramos a su hija? ¿O… el cadáver de su hija?
—¿Vienes?
Me sobresalté al oír su voz. Ya no mantenía la vista fija en el suelo, sino que la había alzado hasta enfocarme, pero su expresión no había cambiado. Bajamos las escaleras sin hablar y nos dirigimos al coche.
—Intentaré localizar a la tía de Nicole en España —dijo Menkhoff mientras yo conducía en dirección al Tívoli—. ¿Qué piensas hacer tú?
¿Qué pensaba hacer yo? No recordaba que jamás me hubiera preguntado algo así. Como compañeros que éramos siempre actuábamos juntos.
—¿A qué te refieres? —le pregunté, cargando de irritación mi voz.
—Exactamente a lo que te he preguntado. En estos momentos sólo me interesa una única cuestión: encontrar a mi hija. Tengo que dar con ella antes de que le causen algún daño. Eso ya resulta de por sí bastante complicado, y no necesito a mi lado a un compañero que desconfía de mí.
—Bernd, sólo pretendía…
—Yo tengo que permanecer en la comisaría y tú estás a cargo del caso. Pero deberás aplazar tu interrogatorio hasta más tarde. Espero que dediques toda tu concentración a este secuestro y no a resolver preguntas estúpidas. Porque, ¡maldita sea!, está en juego la vida de mi Luisa.
Guié el coche hasta la comisaría, un bloque de cemento que ahora se me antojaba extraño, y me planteé si no debería disculparme ante él. No, más tarde.
Le seguí hasta nuestro despacho, pero en la puerta se volvió hacia mí.
—Me gustaría mantener esta conversación a solas, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Picor en mi frente. Asentí y me aparté.
Cuando se cerró la puerta de mi despacho, cerré mi mano en un puño y golpeé la pared. Poco después la retiré con una maldición y me cubrí la parte dolorida con la otra mano.
—¿Qué hace? —preguntó una voz a mis espaldas, que, a pesar de la ira y el dolor que experimentaba, logré identificar como la del subinspector Wolfert.
—¡Estoy tremendamente furioso, Wolfert! —exclamé, y él asintió, comprensivo.
—Sí, todo esto es una mierda. Para desesperarse. ¿No hay novedades?
Moví la cabeza en señal de negativa.
—¿Y usted? ¿Ha logrado averiguar algo acerca de esas niñas?
—Hasta el momento no. Me dirigía ahora a hablar con el inspector jefe Menkhoff.
—Déjele tranquilo ahora —le aconsejé—. Está tratando de localizar a la tía de Nicole Klement.
El rostro de Wolfert se iluminó instantáneamente.
—Sí, mi padre ya me comentó que sus colaboradores han logrado localizarla en España. Es sorprendente cómo con los contactos adecúa…
Alcé la mano.
—Wolfert, por favor.
Durante unos instantes me miró, dudoso, después comprendió.
—Está bien.
—¿Deseaba algo concreto del inspector jefe Menkhoff? —pregunté, pero antes de que tuviera oportunidad de responderme nos interrumpió la voz de la comisaria Biermann, que se dirigía hacia nosotros.
—¿Dónde está el inspector jefe Menkhoff? —preguntó.
Le señalé la puerta de nuestro despacho.
—Ante su escritorio. Trata de localizar a la tía de Nicole Klement.
Ella se volvió hacia la puerta.
—Acompáñeme a mi despacho, señor Seifert.
La seguí dejando a Wolfert atrás.
La comisaria no se sentó, sino que se limitó a apoyarse en su escritorio señalando uno de los cuatro estrechos sillones de cuero negro agrupados en un rincón en torno a una mesita baja de vidrio.
—Siéntese, señor Seifert.
Aguardó a que tomara asiento y me miró seriamente.
—¿Cómo se encuentra Menkhoff? ¿Alguna novedad?
Por un momento pensé en comentarle lo que había averiguado de aquel coletero, pero deseché la idea de inmediato. Menkhoff era mi compañero desde hacía muchos años y le debía la oportunidad de explicarse con calma primero. Después de esa conversación ya veríamos.
—Está bastante desesperado —dije—. De momento no contamos con ninguna pista, a excepción de la llamada telefónica de Nicole.
—¿Cómo encontró usted a la señora Klement cuando llamó?
Evalué cómo podría describírselo.
—Tuve la impresión de que se encontraba bajo el influjo de alguna droga. Mencionó un secreto que…
—Sí, sí, ya conozco los detalles de la conversación —me interrumpió con impaciencia—. Me refiero a si le pareció de alguna manera extraña, anormal… perturbada.
Me encogí de hombros.
—Ha entrado en una guardería para secuestrar a una niña de corta edad por estar convencida de que constituye su deber protegerla de su padre, con quien comparte un secreto. Sí, me parece anormal; y también perturbada.
—¿Cree que dice la verdad? ¿Piensa usted que realmente tiene en su poder a la hija de Menkhoff?
—Sí, creo que sí. Es todo muy extraño, y hasta su forma de hablar es singular, pero creo que debemos tomárnosla muy en serio.
Ute Biermann pareció reflexionar unos instantes. Se puso en pie a continuación, se acercó a su escritorio y abrió un cajón. Sacó una hoja de papel doblada y me la tendió.
—Acaban de entregar esto abajo, lo ha traído un chiquillo que desapareció de inmediato.
Recogí el papel y lo desdoblé. Se leían en él sólo unas pocas palabras en una letra algo insegura.
«Yo la protegí. Entonces.
No Joachim
Pregúntele a Bernd Menkhoff».