Capítulo 12
14 de febrero de 1994
La anciana no nos esperaba en esta ocasión cuando nos acercamos a su puerta, y tampoco parecía ocultarse tras la ventana. Antes de pulsar el timbre nos situamos de espaldas a la casa y examinamos los arbustos con los que lindaba el parque infantil que marcaban el término de aquella pequeña calle sin salida. Sobrepasaban ampliamente los dos metros de altura. A diferencia de los árboles, que curioseaban aisladamente por entre aquella espesura, no habían perdido sus hojas. Se trataba de laurel en su mayor parte, cuyo verde oscuro y opaco resultaba frío en esa época del año. La casa de la familia Körprich, situada al otro lado de la calle, quedaba detrás del parque, en ángulo, y desde donde nos encontrábamos apenas lográbamos visualizar una de sus esquinas.
—Resulta del todo imposible controlar el parque desde esta ventana —dijo Menkhoff. Blancas nubes dispersas acompañaron aquellas palabras masculladas entre dientes. El vaho se disolvió en la nada a pocos centímetros de su boca.
Marlies Bertels se sorprendió muchísimo al vernos, manifestó de forma muy elocuente su satisfacción por nuestra visita y nos volvió a guiar a su estancia más preciada.
—¿Por qué no me comentó que pretendía venir cuando habló conmigo por teléfono hace un momento? —Se apoyó en la mesa con ambas manos, descendiendo lentamente hasta dejarse caer en una de las sillas—. ¡Había previsto prepararles un pastel!
—Ha surgido algo después de nuestra conversación telefónica, señora Bertels, que ha planteado la necesidad de nuevas preguntas. —Menkhoff dejó el informe sobre la mesa y señaló con el dedo el párrafo comprometedor—. En estos papeles se recoge la conversación que mantuvo usted con nuestros compañeros dos semanas atrás. ¿La recuerda?
El rostro de la anciana dejaba traslucir cierta indignación.
—Por supuesto que lo recuerdo, señor agente, aún no he perdido la cabeza.
—Inspector —rectificó Menkhoff.
—¿Cómo?
—Mi cargo es inspector, señora Bertels.
—Bueno…
—¿Recordará usted entonces haber declarado que no había visto a la pequeña Juliane en el parque el día de su desaparición?
—Claro, por supuesto, es cierto que lo dije.
—¿Y también es cierto que no hubiera podido advertir la presencia de la niña aunque hubiera usted decidido asomarse a la ventana porque desde su ubicación es imposible ver el parque?
Ella asintió con fervor.
—Sí, es cierto. Esos setos tan altos me lo impiden, y también hay un nogal. Cuando caen las nueces al suelo en otoño, aquello siempre…
Menkhoff dio un golpe en la mesa con la palma de su mano haciendo saltar a Marlies Bertels en su asiento con aquel sonoro estallido.
—¿Y cómo es posible entonces que observara al doctor Lichner ofrecerle dulces a la pequeña precisamente en el parque, señora Bertels, y no en una sola ocasión, sino incluso en tres de ellas? ¿Podría explicármelo, por favor?
La anciana clavó en él su mirada, visiblemente intimidada.
—¿Por qué no me responde, señora Bertels?
«Porque tiembla de terror», pensé, y me sorprendí de que un policía tan experto como Bernd Menkhoff careciera de la empatía necesaria para percibirlo. Había cometido el mismo error sólo unas pocas horas antes, en idéntico lugar y con la misma persona.
—Señora Bertels —intervine yo, esforzándome por dotar a mi voz de calma y comprensión—, estoy convencido de que entre todos podremos aclarar esta cuestión satisfactoriamente.
Su mirada se posó en mí ahora.
—Pero… yo sí que he… yo…
Miré en dirección a Menkhoff, quien, por fortuna, parecía querer mantenerse al margen de momento.
—Yo… yo… ¿Dije que los vi en el parque? He debido confundirme, el doctor no le ofreció a la niña los dulces en el parque… eh… fue en otra parte… sí, fue justo delante del parque. Ante los arbustos, ahí enfrente mismo, por eso me fue posible verlo.
La desesperación impregnaba su fina voz y sentí compasión por ella. Por otra parte, había incriminado al psiquiatra con su declaración, y aunque no soportaba a aquel individuo, era preciso que averiguáramos la verdad y comprobáramos si aquellas observaciones eran erróneas.
—¿Tal vez se haya confundido usted? —probé—. No es nada grave si así fuese. Todos nos equivocamos alguna vez…
—No soy tan vieja como para imaginarme cosas que no existen. Simplemente he… no me he expresado correctamente.
—¿Está usted completamente segura? —se interesó de nuevo mi compañero.
—Sí, lo estoy. El doctor le ofreció algo a esa niña y yo lo vi. Dos veces.
—¿Dos? Cuando estuvimos aquí a mediodía aseguró haberle visto en tres ocasiones. ¿Cuál es la verdad, señora Bertels?
Su cabeza oscilaba peligrosamente.
—Todo esto es culpa suya, pretende confundirme. Cuando estuvo aquí antes pensé que era usted una persona agradable, pero no lo es; no lo es en absoluto. Sólo pretende hacerme creer que soy tan vieja que llego a imaginarme lo que veo, pero no es así. Y tampoco soy estúpida. —Con un movimiento que, dada su constitución, resultó sorprendentemente acelerado, se puso en pie—. Eso no está bien, señor agente. Sé perfectamente lo que he visto y lo que no. No es necesario que vuelva usted por aquí. Y, por supuesto, no le prepararé jamás ningún pastel. Bueno, y ahora les ruego que me dejen, tengo muchas cosas que hacer.