Capítulo 8

14 de febrero de 1994

El amarillo de la casa del doctor Lichner me recordó a los ambientadores jabonosos cuadrados en los aseos de los bares. Examiné la fachada intentando identificar las ventanas mugrientas a las que había aludido la anciana, pero todas ellas presentaban un aspecto inmaculado. Un camino sinuoso, de clara piedra natural, conducía a través de un pequeño jardín hasta la amplia puerta de madera que daba entrada a la casa. En una placa de latón situada al lado de ésta se había grabado una inscripción:

«Doctor en medicina Joachim Lichner

Médico psiquiatra y psicoterapeuta

Horas de consulta

Lu, ma, ju: 8:00-12:00h y 13:30-16:30h Mi, vi: 8:00-12:00h».

—Pasa consulta en su casa.

Menkhoff intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada.

Consulté mi reloj de pulsera.

—Son poco más de las doce, hora de comer.

Menkhoff se encogió de hombros y llamó al timbre. La puerta se abrió pocos segundos después.

Describir a aquella mujer como atractiva, o incluso simplemente hermosa, no le hubiera hecho justicia. Una belleza muy especial, casi calificable de temerosa, asomaba por entre un velo de melancolía que parecía ocultar por completo a la persona que había detrás. Me esforcé por calcular su edad y llegué a la conclusión de que debía de contar poco más de veinte años. Su liso cabello negro parecía fluir de ella enmarcando su rostro y, tras abrazar sus frágiles hombros, caía a sus espaldas hasta detenerse en la cintura. Su piel clara, de aspecto casi níveo, ejercía un contraste tan fascinante que sugería una textura de porcelana.

—Soy el inspector Menkhoff, buenos días. —Un tono desacostumbrado vibraba en la voz de mi compañero, algo que jamás había percibido antes en él, aunque tampoco hacía demasiado tiempo que le conocía—. Disculpe que la molestemos. Eh… éste de aquí —añadió Menkhoff alzando ligeramente la barbilla en mi dirección— es mi compañero, el subinspector Seifert. Nos gustaría hablar con el doctor Joachim Lichner. ¿Se encuentra en casa?

La mirada de ella erró de Menkhoff hasta posarse en mí, mostrando tal alarma que me sentí impelido a asegurarle que no debía temer nada de nosotros.

—Sí —contestó simplemente, sin añadir nada más, y su voz confirmó la tierna timidez que insinuaban tanto su rostro como su delicada figura.

—Y… ¿sería posible hablar con él? —preguntó Menkhoff, poniendo fin al tortuoso silencio que se había establecido tras la escueta afirmación de la mujer. Ella asintió después de una breve vacilación y se apartó a un lado para dejarnos pasar. Menkhoff me dirigió una mirada que no supe cómo interpretar y entró en la casa.

A la izquierda del más que generoso vestíbulo, unas amplias escaleras conducían al piso superior. Cumplía con las funciones de barandilla la redondeada parte superior de un muro, de inspiración mediterránea, que se alzaba hasta la cadera y acompañaba lateralmente las escaleras. Una placa de barro situada a la altura de los ojos proclamaba que aquella zona era de uso privado. El amplio mostrador situado en la pared frente a la entrada, así como el pasillo que se abría justo a su lado, señalizaban con sendas placas también de barro que la sala de espera y la consulta conformaban las principales estancias de la planta baja.

—Por favor, tomen asiento unos instantes. Avisaré al doctor Lichner.

La mujer nos señaló una hilera de sillas tapizadas en un cuero de color pardo que se alineaban en la pared situada ante el mostrador desierto. Menkhoff la siguió con la mirada hasta que su figura desapareció en las escaleras.

—Una mujer extraordinaria —le comenté en voz baja, a lo que él reaccionó arrugando la frente.

—Olvídese de ella. Juega en otra liga, es bastante mayor que usted y está liada con el doctor.

Me dejé caer en una de las sillas.

—Calculo que debe tener mi edad. Además, no pretendo casarme con ella, simplemente he comentado que me parece una mujer extraordinaria. ¿Por qué piensa que mantiene una relación con el doctor Lichner? Podría tratarse de la chica de la limpieza, o de la recepcionista, que le acompaña en el descanso de la comida.

—Marlies Bertels. —Su voz fue apenas un susurro. Se sentó a mi lado—. Nos explicó que el doctor vive con una mujer con la que no está casado y que no suele limpiar sus ventanas. —Con la mirada fija en aquel punto del techo en el que se perdían de vista las escaleras, se recostó en la silla y cruzó los brazos—. Y esa clase de mujer no es de la que limpian ventanas, Seifert, se lo aseguro.

Escruté su rostro en busca de señales que indicaran que pretendía bromear, pero, antes de llegar a conclusión alguna, mi atención se distrajo por el sonido de unos pasos en las escaleras.

El doctor Lichner era de constitución delgada y medía aproximadamente un metro ochenta. Iba vestido con unos vaqueros y un polo de color blanco, lo cual le proporcionaba un aire marcadamente deportivo. Le imaginé practicando deporte, corriendo de forma habitual. El cabello rubio que techaba su rostro moreno no sobrepasaba el centímetro de largo. Unos ojos inteligentes nos examinaban con interés mientras se iba aproximando a nosotros.

—Buenos días. ¿He de suponer que esta visita que interrumpe mi descanso está relacionada de alguna manera con el asesinato de esa niña?

Ambos nos pusimos en pie, pero Menkhoff fue quien habló.

—Buenos días, doctor Lichner. Soy el inspector Menkhoff, mi compañero es el subinspector Seifert. Sí, está usted en lo cierto: venimos por la niña asesinada, Juliane Körprich.

—¿En qué puedo ayudarles? O, rectifico: ¿qué puedo decirles que no les haya comentado ya a sus compañeros?

La mirada de Lichner era desagradablemente inquisitiva y me resultaba de alguna manera inquietante. Menkhoff parecía experimentar una sensación similar. Apoyó su peso primero en una pierna y luego en la otra antes de decidirse finalmente a hablar.

—Hemos estado hablando con una de sus vecinas, la señora Marlies Bertels. ¿La conoce usted?

A espaldas de Lichner apareció la mujer que nos había abierto la puerta. Permaneció quieta al pie de las escaleras, contemplándonos.

—La señora Bertels. Sí, sé a quién se refiere usted. Vive en la casa situada delante del parque infantil. La suelo ver asomada a la ventana cada vez que paso por allí, creo que se siente un poco sola.

—¿Cada vez que pasa por allí? —Menkhoff dirigió su mirada hacia la mujer al fondo y la demoró allí unos instantes más de lo necesario—. ¿Cómo es que suele pasar usted por delante de esa casa, doctor Lichner? Esta calle no tiene salida hacia ese extremo, y la vivienda de la señora Bertels es una de las últimas de la hilera. Al margen del parque infantil no hay nada hacia donde pudiera uno dirigirse.

Apartó su mirada, brevemente posada en el médico, para fijarla de nuevo en el rostro de la mujer.

—¿Tiene usted… tienen ambos algún hijo a quien acompañar al parque?

El psiquiatra sonrió y se volvió hacia ella.

—Nicole, acércate a nosotros, por favor, quisiera presentarte a estos policías. Seguro que tú misma no te has ocupado aún de ello.

Cuando la tuvo a su lado le rodeó la cintura con el brazo.

—Nicole Klement, mi compañera. Hace dos años que vivimos juntos aquí. Sin hijos. ¿Responde eso a su pregunta, señor inspector?

—Sólo parcialmente —carraspeó Menkhoff—. La pregunta que formulé en primer lugar cuestionaba sus motivos para pasar por delante de la casa de la señora Bertels.

Lichner mostró de nuevo su dentadura perfecta.

—Claro que sí, está usted en lo cierto, señor inspector. Al preguntarnos por nuestro hijo simplemente se dejó guiar por la única explicación que alguien como usted es capaz de encontrarle a mi proximidad a la casa de la señora Bertels. —Se dirigió de nuevo a su pareja—. Ahí puedes comprobar que los policías que aparecen en las series de televisión no guardan demasiadas semejanzas con los reales. El inspector de la película de anoche seguro que hubiera detectado el estrecho sendero junto a la casa de la señora Bertels, el que conduce hasta la calle paralela a ésta, vía en la que, entre otros establecimientos, también se encuentra una panadería.

Era incuestionable que a mi compañero le disgustaba profundamente el curso que estaba tomando aquella conversación. Aunque estuve tentado de intervenir, supe que aquel no era el momento más indicado. Se trataba de mi primer caso de asesinato y, tal como me había de confesar a mí mismo, era demasiado mi temor a echarlo todo a perder con alguna pregunta inadecuada.

—La señora Bertels asegura haber observado en diversas ocasiones cómo le ofrecía usted dulces a la pequeña Juliane. —Silencio ominoso que se prolongó a lo largo de varios segundos. Menkhoff escrutó el rostro del psiquiatra y, finalmente, ladeó la cabeza y se decidió a intervenir de nuevo—. ¿Doctor Lichner?

Éste pareció sorprendido.

—Discúlpeme, no era consciente de que había formulado usted una pregunta. ¿Cuál era exactamente?

Menkhoff bajó ligeramente la cabeza y me trajo a la mente la imagen de un toro en la plaza preparándose para embestir.

—Escuche, doctor Lichner: si así lo prefiere, podemos continuar esta conversación en la comisaría. Y en este caso no se trata de una pregunta, sino de la constatación de un hecho. —Su tono se tornó inclemente—. Ha sido asesinada una niña de corta edad, doctor, y es nuestra obligación y nuestro deseo descubrir quién lo ha hecho. Y mientras nos dedicamos a ello no me apetece, en absoluto, andar con jueguecitos dialécticos. No sé cuál es su problema, pero le sugiero que se olvide a partir de ahora de su arrogancia innata y responda, de forma clara y precisa, a mis preguntas. O aquí, o en la comisaría. Dígame, ¿qué prefiere?

De nuevo ambos se midieron con la mirada. ¿Durante tres segundos? ¿Cinco? Finalmente, Lichner distendió los labios en una amplia sonrisa.

—No, no es cierto. Jamás le he ofrecido dulces a la niña, como tampoco le ofrezco nada a los demás niños a los que veo en el parque cuando me dirijo a la panadería.

—¿La señora Bertels miente?

—Es evidente que así es.

—Sin embargo, me pregunto por qué una anciana mentiría en una cuestión como ésta.

—Sí, ya me lo imagino.

—¿Qué es lo que se imagina?

—Que se lo pregunta usted.

—¿Conocía usted bien a la niña?

Era consciente de que aquélla hubiera sido la siguiente pregunta de Menkhoff, pero la formulé yo, interviniendo de forma deliberada a fin de aligerar la tensión que se había creado.

La perenne sonrisa de Lichner me enfocó ahora a mí.

—Sería tan amable de concretarme ese «bien», señor… ¿Cómo era exactamente? ¿Es usted becario o ya ostenta el rango de subinspector?

Comencé a sentir un ligero cosquilleo en la raíz del pelo.

—Sí, exactamente, ya soy subinspector, y con mi pregunta pretendía aclarar si conocía usted a los padres de la niña. ¿Tenía usted, o tiene en la actualidad, algún contacto con la familia?

—No. No lo he tenido jamás ni tampoco lo tengo ahora, de modo que he de expresar un tercer no; no conocía bien a la niña.

—¿Y usted cómo explica que la señora Bertels decida mentirnos en esta cuestión? —volvió, para mi alivio, a tomar la palabra Menkhoff—. ¿Se le ocurre alguna justificación inteligente, doctor?

Nicole Klement se liberó del abrazo del psiquiatra y se apartó sin pronunciar palabra. Retrocedió hasta las escaleras. Durante unos segundos oímos alejarse sus pasos.

—Probablemente podría ofrecerles una explicación adecuada, señor inspector. No obstante, no lo haré, porque ello forma parte de sus obligaciones y no de las mías.

Había desaparecido su sonrisa. Se volvió hacia las escaleras con un gesto apresurado.

—Le ruego que me disculpen ahora, por favor. Mi descanso está a punto de finalizar.

Menkhoff alzó la mano.

—Un momento, una última pregunta.

Lichner asintió a desgana, tal como se le concede a un niño cansinamente alborotador algo que solicita.

—De acuerdo. ¿Cuándo ha muerto exactamente la niña?

Con aquello nos sorprendió tanto a mi compañero como a mí.

—¿Cómo se le ha ocurrido esa pregunta?

La mirada de Lichner se posó brevemente en el techo.

—Su última pregunta, señor inspector. Dado que la declaración de una anciana me incrimina, es evidente que soy sospechoso, y en ese caso la pregunta prioritaria, la más importante de todas, ha de ser la de cuestionar dónde me encontraba y haciendo qué en el instante en el que la niña fue asesinada. Pero, para poder responderle, necesito saber en qué momento murió aquella pobre pequeña. Será capaz de comprender eso… ¿o no?

La sonrisa, ahí estaba de nuevo, esgrimida como arma que empuñaba para desconcertar a su contrario. O para provocar su ira. O ambas cosas. Bernd Menkhoff desde luego estaba furioso, y era incapaz de ocultarlo.

—Fue secuestrada el 28 de enero hacia mediodía y probablemente asesinada aquella misma tarde. De modo que: ¿a qué se dedicó usted la tarde y noche del 28 de enero, doctor Lichner?

—Déjeme reflexionar un poco… la tarde del 28 de enero… ¡Ah! ¡Ya sé! Me fui de compras a la ciudad. Solo, toda la tarde.

—¿Toda la tarde? —pregunté—. ¿Y su consulta?

Sacudió la cabeza en un gesto teatral de desespero.

—No, ciertamente la realidad no puede competir en absoluto con las intrigantes películas policíacas que se ven en televisión. —Me dirigió una mirada compasiva—. El inspector de la serie Tatort hubiera sido tan hábil como para leer la placa situada justo al lado de la puerta, en la que se indican las horas en las que permanece abierta mi consulta. Y hubiera sabido por tanto que ésta está cerrada los viernes por la tarde, y que, por supuesto, el 28 de enero era un viernes.

El cosquilleo afectaba ahora a mi cuero cabelludo y era mucho más intenso que antes. Cómo podía yo…

—¿Puede confirmar alguien su presencia en Aquisgrán aquella tarde? —resopló Bernd Menkhoff—. ¿Alguien le vio? ¿La dependienta de alguno de los establecimientos a los que entró a comprar?

Lichner le miró como si dudara de lo oído.

—¿Quiere usted saber si existe la posibilidad de que una dependienta, a quien he pagado hace más de dos semanas algún tipo de producto, pudiera recordarme? ¿Me está hablando en serio, señor inspector?

—¿Cuándo volvió usted de sus compras? —preguntó Menkhoff, ignorando aquella provocación evidente.

—Creo que sobre las siete, tal vez siete y media.

—¿Y esto? ¿Puede confirmarlo alguien?

Sonrisa petulante.

—Claro que sí. Recuerdo que, justo al llegar a casa, esa maravillosa mujer que acaban ustedes de conocer y yo, ¿cómo podría expresarlo adecuadamente?… en fin, ni siquiera logramos llegar al dormitorio. Y le aseguro que ella será más que capaz de recordarlo.

—Volveremos a contactar con usted —gruñó Menkhoff y me tocó levemente el brazo—. Venga, vayámonos de aquí.

—¿He de permanecer en la ciudad o algo parecido? —nos gritó Lichner mientras alcanzábamos la salida. Ambos le ignoramos.

—¡Qué gilipollas más arrogante! —siseó Menkhoff a mi lado cuando dejamos atrás la casa.

—Sí, al parecer se cree superior en todos los aspectos —asentí—. Nunca dejaré de preguntarme cómo hombres como él logran atraer a mujeres como esa Nicole Klement.

Mi compañero murmuró algo inaudible, avanzó unos pasos, y añadió:

—Si logro descubrir que ese individuo está de algún modo cubierto de mierda, volveré para partirle el culo.

Contaría para ello con mi apoyo, desde luego.

Llamamos al timbre de la casa de Marlies Bertels, pero la anciana no nos abrió. Realicé un segundo intento, pero no se percibía ningún rumor tras la puerta.

—Quizá haya salido a comprar. —Menkhoff señaló con un leve gesto de su cabeza en dirección al parque infantil, donde se encontraba la casa de la familia Körprich—. Preguntemos a los padres de Juliane si saben algo de esos supuestos dulces.

Mientras aguardábamos ante la casa de los Körprich a que nos abrieran la puerta, me fije en el parque infantil, del que poseía una vista completa desde nuestra posición. No era excesivamente amplio. Junto a los dos columpios que se balanceaban desde su andamio había situadas tres barras paralelas a diferentes alturas. También vi dos figuras de madera alzadas sobre un grueso muelle, un gallo y un pato, que resultaban aptas incluso para los más pequeños, además de un tobogán de intenso color rojo. El amarillo del pato se había perdido en varias zonas y las manchas oscuras que lo sustituían causaban la impresión de que el pato se había sumergido en el barro.

Cuando se abrió la puerta, y apareció Petra Körprich, tuve que contenerme para no estrecharla consoladoramente entre mis brazos. Había leído en el informe que tenía treinta y dos años. Cuando la había visto por primera vez, la mañana siguiente al día en que encontramos finalmente a su hija, su aspecto era lamentable: estaba llorosa, desesperada. Pero cuando abrió parecía tener no menos de cincuenta años. La figura que se recortaba en aquel umbral iba sin maquillar, el largo cabello rojizo descuidadamente recogido en un moño del que escapaban varios mechones desordenados. Su rostro estaba macilento y demacrado, y la mirada que nos dirigían sus ojos verdes tenía un desvalimiento casi infantil. Sabía que estaba recibiendo atención psicológica, y en aquel momento se intensificó mi anhelo de que su médico supiera ofrecerle consuelo.

—Señora Körprich —comenzó Menkhoff, acompañando su voz de más compasión de la que yo jamás hubiese pensado que fuese capaz de expresar—, discúlpenos, por favor, pero nos ha surgido una duda y le estaríamos muy agradecidos si nos permitiera formularle una pregunta.

Ella asintió, muda, y se apartó a un lado para dejarnos pasar, pero Menkhoff alzó la mano en un gesto de rechazo.

—No, no, gracias, no es necesario. Sólo será un momento.

Se repitió el mudo asentir.

—Señora Körprich, ¿conoce usted al doctor Lichner? Tiene su consulta en esta misma calle, allí detrás, en la casa amarilla.

Aparecieron unas arrugas en su frente.

—No. Bueno… le he visto alguna que otra vez. Solemos saludarnos, pero… no, no le conozco en realidad. ¿Por qué pregunta?

Menkhoff examinó atentamente la puntera de sus zapatos.

—Su vecina, la señora Bertels… ha declarado haber observado en varias ocasiones cómo el doctor Lichner le ofrecía a su hija algunos dulces, ahí, en ese mismo parque infantil. ¿Sabía usted algo de eso?

Sus pupilas se dilataron y sus ojos se tornaron acuosos.

—¿Dulces? ¿A mí…? Pero ¿por qué…? No, no sabía nada. —Se encontraba visiblemente alterada—. Por favor, dígame… ¿Está esto relacionado de alguna manera con la muerte de Juli?

Las lágrimas se desbordaron finalmente trazando dos líneas brillantes a lo largo de su rostro delgado. Me inspiraba una compasión infinita.

Menkhoff cuidó aún más su tono de voz.

—No podemos afirmar nada aún, señora Körprich. De momento sólo contamos con la declaración de su vecina. Hemos hablado con el doctor Lichner, que niega haberle ofrecido jamás nada a su hija. ¿Han tenido ambos algún tipo de contacto, que usted sepa?

—No, no sé nada de eso. —Ella se adelantó un paso, deteniéndose muy cerca de mi compañero. Retorcía y enlazaba sin descanso los dedos de ambas manos ante su vientre, como pequeñas víboras inquietas—. ¿Cree usted que tal vez él…?

Menkhoff realizó un gesto conciliador.

—No debemos descartar ninguna posibilidad, pero la declaración de la señora Bertels no justifica por sí misma una sospecha de ese tipo. Sobre todo si se considera que tampoco es capaz de situar en el tiempo su observación. Ya tiene una edad… En fin, gracias por habernos atendido.

—Si averiguasen algo nuevo… Quiero decir…

—Sí, la informaremos inmediatamente. Por supuesto. Adiós, señora Körprich.

Ella vaciló, como si hubiese olvidado qué más exigía de ella su guión, pero finalmente se decidió a darse la vuelta y desaparecer en el interior de la casa. Aguardamos a que hubiera cerrado la puerta y fue entonces cuando habló Menkhoff con autoridad incuestionable.

—Nos volvemos. Y descubriremos quién miente: la señora Bertels o el doctor.