Capítulo 41

23 de julio de 2009, 14:28 horas

Me sobresalté y abrí los ojos, aturdido, cuando advertí un movimiento a mi lado. Al parecer había estado dormitando, pues Menkhoff resoplaba junto a la ventanilla.

—¡Despierta, Alex! —me ordenó, impaciente—. A tu asiento.

Me revolví en el interior del vehículo, desligándome hacia el asiento del conductor. Había sudado copiosamente y noté mi camisa adherirse húmeda a mi espalda. El contacto del frío cuero del asiento me provocó cierta repulsión. Aseguré el cinturón en torno a mi cintura mientras Menkhoff se dejaba caer en el asiento del acompañante. A pesar de hallarnos a la sombra me incomodaba la luz, pero sabía que aquellas molestas sensaciones remitirían al cabo de unos instantes. Ignoraba cuánto tiempo había permanecido allí, cerrados los ojos, inmerso en recuerdos del pasado, pero no había llegado a dormir profundamente en ningún momento. Puse en marcha el motor del coche.

—¡Todo esto es una mierda! —exclamó Bernd Menkhoff, golpeando el salpicadero con el puño cerrado.

Maniobré marcha atrás para sacar el coche del estacionamiento.

—¿Qué ocurre, Bernd?

—¡Que todo es una maldita mierda, eso es lo que ocurre! ¡Que está mentalmente enferma, eso es lo que ocurre! —Seguía respirando entrecortadamente, muy agitado—. No me ha ofrecido ni una sola respuesta coherente, Alex. Debe hallarse bajo el efecto de algún tranquilizante, quién sabe qué le ha podido suministrar ese cerdo. Por cierto, es lo único que ha estado dispuesta a confesar: que tiene ciertos problemas para recordar y se siente algo confusa, y que debido a ello Lichner le ha traído unas pastillas. Pero aún no has oído lo peor: ¿tuviste oportunidad de fijarte bien en las fotografías de las niñas? —No me dejó tiempo para contestar—. Antes de salir de allí examiné más detenidamente aquella colección suya. Sólo niñas, yo diría que entre los cuatro y los seis años de edad, y, ¡maldita sea!, al menos a una de las niñas la conocemos muy bien.

Por más que lo intenté no pude imaginar a quién se referiría. Me encogí de hombros, desorientado.

—Juliane —dijo Menkhoff—. La he reconocido inmediatamente. En una de aquellas fotografías aparece Juliane Körprich.

Estuve a punto de soltar el volante, tanto me impactó oírle pronunciar aquel nombre. Frené bruscamente, guié el coche hasta el arcén y paré allí.

—¿Qué estás diciendo? Pero ¿cómo…?

—Se lo he preguntado, ¿y sabes cómo me responde Nicole? Primero, silencio. Y después me dirige esa mirada suya como de ternero desvalido y me dice que ignora qué hace esa fotografía allí.

—Aguarda, Bernd, déjame pensar: Ahí arriba, en la vivienda de Nicole… ¿hay expuesta una fotografía de la niña a la que asesinó su novio? ¿Y le has preguntado qué hace esa fotografía allí y ella te ha contestado que lo ignora?

—Le he preguntado dónde ha obtenido esa fotografía y me ha asegurado que no lo recuerda. Ha añadido, además, que ignoraba quién era la niña de la fotografía, y tampoco puede explicarse su presencia allí. ¡Dios, Alex, qué harto estoy de toda esta mierda!

No contesté y puse el coche en marcha.

Mi compañero volvió a tomar la palabra tras unos instantes de silencio.

—Le he preguntado a Nicole si podía llevarme las fotografías, pero me ha contestado que eso no era posible. Porque en tal caso no podría continuar protegiendo a las niñas. Me ha insistido en que ella protege a esas niñas, pero que sólo puede hacerlo mientras sus fotografías se encuentren allí, a la vista.

—Creo que necesita urgentemente atención psicológica.

—Sí, yo también lo creo. Y así se lo he comunicado antes de marcharme. Me contestó que tiene toda la que necesita.

—Lichner.

Asintió.

—Probablemente.

—¿De qué vive, por cierto? ¿Sabes si trabaja?

—No se lo he preguntado. Probablemente hubiese sido incapaz de decírmelo. Tiene formación como auxiliar de enfermería, y así es como conoció hace años a Lichner. En los años que pasamos juntos trabajó con un dermatólogo, pero no sé si seguirá con él… Ni idea.

Recordé una cuestión que, aunque no se hallaba directamente relacionada con Nicole, sí que contaba con cierta importancia y estimé que tal vez no fuera del todo inoportuno introducir un nuevo giro en aquella conversación que pudiera apartarnos de Nicole Klement y sus problemas.

—Por cierto: ¿y aquella enfermera con cuyo nombre nos encontramos en la base de datos del hospital? ¿No deberíamos hablar con ella? Tal vez…

—Ahora no —me interrumpió Menkhoff, autoritario—. Mañana por la mañana. Dado que al parecer no existe niña alguna, y que por lo tanto no debemos preocuparnos por su desaparición, es indiferente si le tomamos declaración ahora o mañana por la mañana. Nos aguarda una noche muy larga. Hazme un favor y déjame en Napoleonsberg.

—Como quieras.

—Tengo que despejarme un poco, daré un paseo hasta mi casa. Llamaré a la comisaria Biermann para informarla de todo. Y… me gustaría también pasar un rato a solas con mi hija. Siento cierta urgencia por abrazarla.

Asentí.

—Pásate por mi casa en torno a las ocho, a esa hora Luisa ya estará en la cama.

—De acuerdo.

Dejé a Menkhoff donde me había indicado. Desde Napoleonsberg hasta su casa, en el barrio de Brand, mediaba una distancia de unos dos kilómetros. Si le hubiese dejado en Indeweg el trayecto hubiese sido algo más corto, pero al parecer necesitaba un largo paseo.

Llegué a casa a las tres. Antes de bajar del coche, mi mirada se desplazó hacia el asiento trasero, sobre el que habían esparcido su contenido los cuatro archivadores de Lichner. Sopesé por unos instantes la posibilidad de llevarme algunos de los documentos a casa para estudiarlos, pues Melanie no aparecería antes de las cinco, por lo que disponía aún de dos buenas horas. Aquello me serviría para adelantar el trabajo que nos esperaba aquella noche, y además… además no podía negar que me corroía la curiosidad. Pero me giré y bajé definitivamente del vehículo. La información que contenían aquellas cientos de páginas no era, en el fondo, de mi incumbencia. Se trataba de un historial médico. Menkhoff me había rogado que le ayudara, de acuerdo. Eso es lo que haría. Lo revisaríamos todo de forma conjunta, aquella noche, y nada más. Aprovecharía mis dos horas de libertad para relajarme un poco.

Una vez en casa, extendí el toldo en el porche trasero y coloqué un par de cojines en las tumbonas. Después me dirigí a la cocina, me preparé un bocadillo de queso que acompañé con un zumo de manzana mezclado con un poco de agua con gas, y volví a salir al porche donde me estiré en una de las tumbonas.

Aquel asunto de Nicole me estaba afectando más de lo que hubiera imaginado. En los años en que aquella mujer había convivido con Menkhoff no habíamos llegado a intimar nunca. Aquella chispa imprescindible para despertar simpatía y complicidad no saltó, a pesar de que durante un tiempo coincidimos los tres con cierta frecuencia. Nos saludábamos con amabilidad y nos tratábamos con respeto, pero siempre existió entre nosotros una especie de muro invisible que nos impedía aproximarnos. Que su estado actual me afectara tanto me daba algo en lo que pensar. Evoqué su rostro de rasgos delicados y aquellos ojos en cuya mirada se reflejaba una profunda tristeza. Y, repentinamente, aquella imagen fue remplazada por otra. El cuerpo inerte de una niña de corta edad. Los rubios rizos cubiertos de barro, los tiernos labios amoratados, los hematomas azulados en su cuello…

El horror de entonces había reaparecido, y con él hizo acto de presencia también el dolor.

Lo siguiente que tuve ante mí fue el rostro de Mel, medio oculto por sus cabellos que, desafiando las leyes de la física, caían rectos hacia delante, como si cada uno de los mechones me estuviera señalando. Algunas puntas acariciaron mis mejillas. Mientras, medio dormido, intentaba explicarme aquella extraña disposición, Mel se enderezó.

—¿Te han soltado ya, cariño? —preguntó.

Me enderecé ligeramente a mi vez y me sostuve medio erguido, apoyándome con el codo en la tumbona.

—No… yo… ¿Ya son las cinco?

—Son las cinco y media. ¿Cuánto hace que has vuelto?

¿Las cinco y media? Habría sido capaz de jurar que no había dormido más de un minuto.

—Estoy en casa desde las tres.

Saqué mis piernas de la tumbona.

Mel, que ya se encontraba a medio camino de la sala de estar, se detuvo, sorprendida.

—¿Y eso? ¿Tan pronto?

—Por desgracia tengo que seguir trabajando más tarde. Tenemos que revisar una montaña de expedientes y, dado que sin duda estaremos ocupados hasta muy adentrada la noche, decidimos darnos un respiro por la tarde.

—¡Qué bien!

Percibí la decepción en su voz, y la compartí.

—Lo lamento, pero… Hay un par de cosas… Cosas terribles… Se trata de Nicole Klement.

Melanie regresó junto a mí, se sentó a mi lado en la tumbona y apoyó una mano en mi espalda.

—¿Nicole Klement? ¿Me lo cuentas?

Recordé que aquello me exigía cierta confidencialidad.

—Sí —contesté sin titubeos.