Capítulo 33
23 de julio de 2009
Una vez que leí el documento, se lo pasé a Wolfert.
Evoqué la figura de Nicole Klement, aquella vez que nos abrió la puerta por vez primera, y mi mente reprodujo aquella imagen con tanta nitidez como si en lugar de quince años no hubieran transcurrido más de quince minutos. Recordé la profunda desolación en su mirada y alcancé a entender su origen. Ese delicado halo de fragilidad, esa vulnerabilidad que tenía… No llegué a sospechar entonces cuánto había padecido su alma.
Aunque había transcurrido mucho tiempo de todo aquello, me conmovió profundamente lo que le había sucedido a aquella mujer. Sentí ira, una ira tan violenta que me impidió todo razonamiento. Necesité esforzarme mucho para poder apartar todo aquello de mi mente. Mientras Wolfert recogía el papel que le tendía, saqué mi teléfono móvil del bolsillo y marqué el número de Menkhoff. Lo dejó sonar dos veces antes de descolgar.
—Soy yo. ¿Sigue Lichner contigo?
—Sí, está sentado justo frente a mí. ¿Por qué?
—He encontrado lo que estábamos buscando, y… tienes que ver esto. Y, sobre todo, tenemos que hablar con Lichner.
—¿Qué? ¿Por qué?
—No te puedo dar detalles por teléfono, Bernd. Pero te adelantaré que Nicole Klement ha vivido experiencias verdaderamente terribles durante su infancia. Sucesos que la han llevado a arrastrar serios problemas psíquicos en su edad adulta. Debemos hablar con Lichner. Porque si lo que dice aquí es cierto… ¡Dios! Por favor, cuéntale que hemos registrado su vivienda. Me acercaré hasta allí y llevaré el expediente, ¿de acuerdo?
Al principio pareció resistirse a la idea, pero después se mostró de acuerdo. Le rogué que me explicara en qué café se encontraban y colgué. Wolfert bajó la mano con el documento que había estado sosteniendo a la altura de la vista y me miró, con una mezcla de aturdimiento y horror.
—Esa niña… la mujer a la que se refiere este documento… ¿He entendido bien? ¿Se trata de la compañera del psiquiatra? ¿Él la estaba tratando por este… problema? —Asentí, y Wolfert se pasó la mano por la frente, nervioso, como si pretendiera eliminar un sudor ficticio—. Pero… ¡todo esto es terrible!
—Sí, y mucho más de lo que pueda usted imaginar, Wolfert. Vayámonos de aquí. Nos llevamos esos documentos.
—¿Sabe que no estamos autorizados a ello, verdad? Bueno, no es que pretenda sugerirle desde mi modesta posición qué debe usted hacer y qué no, pero el reglamento…
—Sí, conozco el reglamento, y no me importa lo más mínimo. —Le quité la hoja de papel y la metí de nuevo en su lugar en la carpeta—. Estoy seguro de que el doctor Lichner no nos causará problemas habida cuenta de que guarda cajas y más cajas de información confidencial desperdigadas por su casa. Vamos.
Wolfert no pronunció palabra en todo el trayecto hacia el centro de Aquisgrán, pues lo que acababa de leer parecía haberle impresionado demasiado, a excepción de una única pregunta. Me consultó acerca de aquel caso de hace años deseando comprender el papel de Nicole Klement en todo aquello. Le respondí con monosílabos y dejó de insistir. Por desgracia, forma parte de nuestro trabajo cruzarnos con toda clase de atrocidades, y con los años se adquiere una especie de barniz que nos impermeabiliza, algo indispensable para salvaguardar nuestra alma, para impedir que, al encontrarnos con este tipo de situaciones, lleguemos a perder la razón. Pero, sin embargo, cuando la víctima es una niña pequeña e inocente, todo adquiere una dimensión diferente. Hasta la fecha, no había logrado evitar que esa clase de sucesos me afectaran profundamente, aniquilando toda protección de la que pudiera haberme rodeado cuidadosamente. Intenté concentrarme como pude en lo que veía a través de la ventana del vehículo y no pensar más en ello.
Dejamos a un lado la librería Mayer y dejamos el vehículo en el parking público Büchel. Desde ahí no nos llevaría más de cinco minutos a pie encontrarnos con Menkhoff. Al abandonar el parking me detuve unos instantes ante la fuente de bronce situada frente a él para contemplar la escultura popularmente bautizada con el incomprensible nombre de «Bahkauv». Según indicaba la leyenda, la vaquilla a la que hacía referencia aquella expresión, ya distorsionada hasta lo irreconocible, saltaba por la noche sobre los hombros de quienes se habían embriagado demasiado, impidiéndoles volver a casa. Al examinar aquella figura, que debía representar una vaquilla enorme con dientes afilados y larga y gruesa cola, recordé que la leyenda también informaba de que la vaquilla jamás molestaba a las mujeres ni a los niños. Al menos de Bahkauv estaban a salvo, pensé, y continué avanzando.
—¿No es absurdo? —le comenté a Wolfert, que caminaba a mi lado, silencioso y con semblante grave—. Todos los niños temen a Bahkauv por su terrorífico aspecto, y no deberían hacerlo, puesto que ésta jamás les hará ningún daño. Más bien deberían desconfiar los adultos, ¿me entiende? Porque son ellos los monstruos de la realidad, esos pervertidos, anormales, que no se reprimen a la hora de utilizar a las niñas para…
—Seifert —me interrumpió Wolfert, apoyando la mano en mi antebrazo y obligándome a detenerme—. Tranquilícese, por favor. La gente nos mira.
Le observé y sólo entonces fui consciente de lo mucho que había llegado a alzar la voz.
La plaza a la que nos dirigíamos, trazada como un triángulo con un vértice algo prolongado, estaba animada por diversos cafés y bares. Podía accederse desde allí a una vista parcial del frente de la catedral de Aquisgrán. Los altos edificios y angostas calles que rodeaban la plaza le conferían un ambiente íntimo, como de patio, nombre por el que era popularmente conocida.
Exceptuando los pocos puntos de acceso, toda la plaza estaba salpicada de mesas con sus sombrillas, pero a pesar de ello no tuve dificultad alguna para localizar rápidamente a Menkhoff y Lichner. Se habían acomodado en una de las zonas más visitadas de la plaza, junto a los restos de un arco romano, justo donde me había indicado mi compañero.
No sólo Menkhoff, también Lichner nos aguardaba con expresión ceñuda, de modo que pude hacerme una idea de cómo había reaccionado a la revelación de que habíamos estado revisando su segunda vivienda.
Cuando nos acercamos a la mesa, me dio a conocer su opinión.
—¿Le causa placer husmear en la privacidad de las personas? ¿Ha oído hablar alguna vez de algo llamado orden de registro, señor inspector jefe?
El picor de mi frente apareció con una intensidad desconocida. Me acerqué una silla y lancé la carpeta con la documentación referente a Nicole Klement sobre la mesa.
—¿Qué sensación le causa a un psiquiatra acostarse con su paciente? Y usted, ¿ha oído hablar alguna vez de abuso sexual en la relación terapéutica, doctor? Abandone de una vez esa actitud suya de superioridad antes de que me haga vomitar.
Menkhoff dejó errar su mirada desconcertada de Wolfert a mí, dejando entrever en ella la muda pregunta de qué me llevaba a actuar de tal modo.
Incluso Lichner pareció algo desorientado, pero se recuperó al momento.
—Eso sucedió antes de nuestra relación. Nicole…
—No sea absurdo, doctor Lichner. Cuando le estuvimos investigando años atrás aseguró que su relación con Nicole Klement duraba dos años. Eso fue en 1994, y estos expedientes están fechados en 1993. ¿Debo hacer yo las cuentas, o se apaña usted solito? Y a esta circunstancia, que ya constituye de por sí un delito penal, habrá que sumarle que guarda usted documentos confidenciales en su casa, cajas y más cajas de ellos. También por esto podríamos detenerle. Se lo diré una sola vez: o abandona ya de una vez su pose de hijo de puta de inteligencia superior y coopera con nosotros, o acabará de nuevo en la trena; se lo prometo.
Lichner no dijo nada más. Menkhoff me miró fijamente durante un par de segundos antes de coger la documentación de Nicole. Me hubiera gustado poder advertirle con anterioridad de todo aquello, pero por desgracia fue imposible. El papel en el que se relataban con todo detalle los horrores aparecía el primero, nada más abrir la carpeta, y no transcurrió mucho tiempo antes de que Menkhoff se apoderara de ella, se pusiera en pie sin mediar palabra y se alejara de nosotros. Dobló la esquina y desapareció de nuestra vista.
—¿Cuándo vio a Nicole Klement por última vez? —le pregunté a Lichner.
—Ya se lo he explicado con todo detalle a su compañero mientras usted se dedicaba a rebuscar entre mis cosas. No voy a repetirlo. Pregúntele a él.
Era consciente de que en aquellos momentos me iba a resultar difícil que contestara a mis preguntas. Probablemente esperaba que yo insistiera para de ese modo proporcionarle el placer de negarme la respuesta de nuevo. De modo que ambos guardamos silencio unos instantes, hasta que Lichner habló inesperadamente.
—Es la esencia, señor Seifert, el ser.
Le miré sin comprender.
—¿Cómo dice?
—La esencia. Tiene que descubrir la esencia, el ser.
—¿Ha estado tomando drogas? —preguntó Wolfert a mis espaldas, y sólo entonces fui consciente de su presencia, aún de pie, a mi lado.
—Siéntese, por favor, Wolfert —le rogué y me dirigí acto seguido a Lichner de nuevo—. ¿Reconocer la esencia? ¿Qué significa eso?
—¿Desea que le obsequie con una disertación filosófica sobre la definición de esencia?
De nuevo esa sonrisa de suficiencia.
Picor en la frente.
—Sí, eso deseo. Y si necesita obsequiarme con alguna otra información supuestamente inteligentísima sólo porque su autoestima esté atravesando por malos momentos, sí, también podrá explicármelo. Y si no piensa decir nada interesante, cierre la boca de una vez.
Ese modo de observarme, de intentar evaluar qué pensamientos albergaba mi mente… Quince años atrás solía mirarme de la misma manera. Y la sonrisa que deformó sus labios era también idéntica.
—La esencia se refiere a las cualidades permanentes que todo ser, incluyendo el ser humano, debe poseer para existir como tal, señor inspector jefe. En oposición a la apariencia, la esencia se refiere a lo real, lo no falseado ni falseable, lo originario de una cosa o también de un individuo. La verdadera esencia no es aprehensible a través de nuestros sentidos, sino únicamente a través de la reflexión. Eso dice Platón.
No había entendido todo lo que me había explicado, pero creí suficiente una aproximación.
—Muy bien. ¿Y a qué se refiere cuando nos sugiere que descubramos la esencia?
—Ya lo averiguará, señor inspector jefe. Seguro que sí.