Capítulo 16

15 de febrero de 1994

Encontré a Bernd Menkhoff sentado ante su escritorio cuando llegué a nuestro despacho. Más bien estaba recostado en él. Sus piernas reposaban sobre la mesa y sostenía una taza de café humeante en una de sus manos. Consulté sorprendido mi reloj. Las ocho y diez. Jamás le había encontrado a una hora tan temprana en la oficina en el poco tiempo que llevábamos siendo compañeros.

—Buenos días, Seifert. Espero que haya podido descansar esta noche —me saludó, y lo noté ligeramente… ¿afligido?… ¿abatido incluso?

—Buenos días. ¿Cómo es que ha llegado tan temprano? Me da la impresión de que no ha debido dormir demasiado.

Se pasó la mano desocupada por los ojos.

—Pues no. Prácticamente nada.

Colgué mi chaqueta en el perchero y me senté.

—¿Pensando en Lichner?

Menkhoff estudiaba atentamente sus zapatos, apoyados sobre la mesa, y hacía girar lentamente sus pies. Los oscuros círculos en torno a sus ojos le hacían aparentar muchos más años de los que realmente había cumplido.

—También. En él, en Nicole Klement… ¡Qué relación tan extraña!

—Bueno… Quizá las mujeres como ella necesiten tener a su lado a un hombre autoritario y seguro de sí mismo. Da la impresión de ser una mujer muy frágil. Casi desvalida.

Abandonó su taza sobre la mesa y bajó las piernas al suelo con un rápido movimiento oscilatorio.

—No, no estoy de acuerdo. Estoy convencido de que él la ha coaccionado de alguna manera. Ya ha visto cómo es… Imagínese de qué modo empleará su dialéctica con ella. Es psiquiatra y sabe exactamente qué clavijas debe apretar.

Me pregunté a dónde pretendía ir a parar.

—¿Cree usted que el doctor Lichner es el asesino de Juliane?

Asintió.

—Le creo capaz de ello.

—No sé… ¿Sólo porque una anciana dice haber visto algo que, en primer lugar, ha recordado sospechosamente tarde y que, por añadidura, resulta además imposible?

Se apartó de mí y fijó durante unos segundos su mirada ausente en el exterior.

—Estoy harto de toda esta mierda —dijo en un tono monótono que impregnaba de debilidad su voz, hablando hacia la ventana—. Los individuos como Lichner me ponen enfermo. Se creen tan inteligentes que les es lícito burlarse de nosotros. ¿Y por qué ese atrevimiento? Porque se lo permitimos. Porque nuestro sistema legal protege a los criminales de la policía, y no a las víctimas de los delincuentes. Trabajamos hasta la extenuación para resolver el asesinato de una niña inocente y un cabrón como ése se ríe de nosotros. ¿Por qué consentimos estas cosas? ¿Para poder volver cada noche a ese lugar que llamamos hogar, pese a que no lo es en absoluto porque apenas pasamos tiempo allí y donde… donde nos apoltronamos delante del televisor, en soledad, para dejarnos invadir por sea cual sea la mierda que nos ofrezcan hasta que se nos cierren los párpados, aguardando… anhelando no despertarnos sudorosos, apenas una hora más tarde, por haber visualizado en sueños un inerte rostro infantil?

En aquel entonces yo apenas conocía a mi compañero, cuya mirada vidriosa y desenfocada se mantenía ahora fija en algún punto indeterminado del exterior, pero pude advertir que se había producido en él una profunda transformación en las últimas veinticuatro horas.