Capítulo 27
23 de julio de 2009
Me recuperé de mi sorpresa un poco antes que Menkhoff y atraje la caja hacia mí. Aquellas solapas me resultaron mucho más difíciles de separar que las anteriores, pero tal vez la dificultad se debiera al incontrolable temblor de mis dedos.
—Date prisa —apremió Menkhoff, impaciente por lo vano de mis esfuerzos, lo cual no contribuyó precisamente a calmarme. Finalmente tuve éxito y desplegué la cubierta superior de la caja. Esta vez no aparecieron ante nuestra vista más carpetas de cartulina en color naranja, sino una enorme almohada, sin funda y de aspecto muy gastado. Nos quedamos absurdamente prendados de ella unos instantes antes de intercambiar una mirada de perplejidad.
—Mierda —musitó Menkhoff. Intentó sacar la almohada, pero la habían introducido a presión, y estaba tan ajustada al tamaño de la caja, que en sus esfuerzos llegó a alzar también a ésta. Acudí en su ayuda sosteniendo la caja por las solapas y tirando fuertemente de ellas hacia abajo. Aquello pareció dar resultado, la almohada al fin abandonó la caja y esta última cayó al suelo, completamente vacía ahora a excepción de un pequeño retazo de papel que asomaba por entre las dobleces inferiores. Intenté asirlo haciendo pinza con dos dedos, pero estaba firmemente adherido al cartón.
—Déjame a mí —me apartó Menkhoff, probando suerte con idéntico resultado. Finalmente, se decidió por darle la vuelta a la caja y abrirla por la parte inferior, con tan poca delicadeza que llegó a rasgarla un poco. Doblando las solapas inferiores hacia fuera, logró liberar una hoja de papel. Menkhoff la recogió y la sostuvo ante sí de modo que también yo pudiera leerla.
«… constatado, una sobrecarga emocional de la paciente puede provocar reacciones imprevisibles. Como consecuencia de su trauma infantil se detectan en la paciente N. K. asimismo serios daños cerebrales que se traducen en una inmadurez tanto cognitiva como emocional. (Ver historial de la paciente en 112/1993)».
Releía el texto por segunda vez cuando escuché la voz de Menkhoff.
—Maldita sea, ¿a qué viene toda esta mierda? Pero ¿qué pretende ese individuo? Ésa no es Nicole. ¡Yo la conozco, y mejor que él, mejor que nadie!
No pude apartar mi vista de aquella hoja de papel.
—Bernd, sé que la conoces bien; pero, si realmente padecía algún trastorno psicológico… Si éste fue tan grave que al doctor Lichner no le fue posible ayudarla, quizá tú no pudieras detectarlo. Ese hombre es psiquiatra. Nada nos dice que no fuera bueno en su profesión.
—Eso no son más que disparates —me interrumpió bruscamente—. Ni tú mismo crees en tus palabras, Alex. Pero ¿has leído esto? Me refiero a si lo has leído bien. Aquí… —señaló el texto con el índice—. Mira: las consecuencias de su trauma infantil… ¡Dios, Alex! Si en su infancia hubiera existido un trauma así me lo habría contado, y aún en caso de que no fuera así, ¿no crees que me habría dado cuenta de que algo iba mal?
Le contemplé en silencio. Estaba convencido de que mi compañero insistía en cerrar los ojos a la evidencia porque le cegaban sus sentimientos por aquella mujer, una vez más.
—¡Bernd, maldita sea! —repliqué finalmente, sin esforzarme lo más mínimo por ocultar mi ira, una cólera que iba dirigida en primer lugar contra mí mismo, por mi cobardía de otros tiempos, de aquella época en la que me guardé para mí mis dudas—. En serio, Bernd, deberías escucharte a ti mismo: «Me habría dado cuenta». ¿Debo recordarte lo que me explicaste entonces? ¿Lo mal que te sentías cuando ella caía repentinamente, y sin justificación aparente, en estados de depresión que se prolongaban durante días y más días? ¿Sin que identificaras su origen? ¿Que albergabas la convicción de que te ocultaba algo, algo importante? Y ahora en cambio pretendes fingir que cualquier anomalía hubiera sido absolutamente imposible. ¡Deja ya de situar a esa mujer en un pedestal inalcanzable para el resto de los mortales, por favor! —le solté, ya imparable en mis reproches y abiertamente furioso—. «Jamás debe dejar que sus sentimientos afloren en un caso de asesinato». Eso fue lo que me dijiste mientras nos alejábamos del lugar en el que encontramos a aquella niña, ¿lo recuerdas? Ha pasado mucho tiempo, pero yo no lo he olvidado, Bernd, aunque parece que tú sí lo has hecho. No quisiste seguir tu propio consejo apenas unos días después, y te vendiste por esa mujer, que…
—Oye, que yo…
—Y ahora, Bernd, vuelves a hacerlo. De nuevo cierras los ojos y te niegas a ver todo lo que…
—¡Ya basta! —me soltó, y aquello hizo que me callara a mi pesar. Mi respiración acelerada interrumpía aquel silencio repentino y me evocó absurdamente los pasos cansinos de un pesado monstruo.
—Vámonos, Alex, antes de que aparezca ese individuo.
Sorprendentemente, no parecía enfadado.
—Sí, vámonos.
Me sentí aliviado. Quizá porque al fin me había atrevido a expresarle a Menkhoff al menos una mínima parte de lo que llevaba preocupándome tanto tiempo. Y porque él no parecía reprochármelo.
Recogí la almohada, la metí de nuevo en la caja y abandonamos la segunda vivienda del doctor Joachim Lichner.
No volvimos a encontrarnos con W. Merten en las escaleras. Pero, al volverme en el pequeño jardín para contemplar por última vez la casa desde la distancia, registré un movimiento tras la cortina de una de las ventanas de la planta baja, en concreto la derecha.
Mientras arrancaba el motor de nuestro Audi, volví la vista atrás una vez más, examinando la casa a través de la ventanilla lateral. Sentía la incómoda impresión de que se me escapaba algo importante.
Menkhoff aprovechó el tiempo para llamar por teléfono a nuestra jefa.
—Prácticamente le han soltado ya —comentó, al finalizar su conversación—. Le están entreteniendo un poco con algo de papeleo, pero no podrán retenerlo más de veinte minutos.
—¿Y ahora qué? —pregunté—. ¿Visitamos a ese enfermero?
—Claro.
—¿Qué piensas acerca de ese Diesch?
—De momento no pienso nada, ya veremos.
—Espero que se encuentre en casa —dije, concentrándome en la carretera.
—Le preguntaré a ella —habló Menkhoff en el mismo instante en el que llegábamos a la calle de Richterich que la enfermera Gabi me había apuntado.
Le miré, desorientado.
—¿Qué?
—A Nicole. Le preguntaré si fue paciente de Lichner.
—¿Cómo vas a preguntárselo? Creí que llevabas más de nueve años sin saber de ella. Incluso ignoras si sigue viviendo en esta región. Y aunque aún continúe por aquí… ¿por qué iba a confesarte ahora algo que te ocultó todos esos años que pasasteis juntos?
—Quizá precisamente por eso —dijo él—. Porque hace ya más de nueve años que no sabemos nada el uno del otro.
Encontramos a Markus Diesch en casa. Su vivienda estaba situada en la planta baja de su edificio y contaba con una entrada independiente, situada en el lado izquierdo, aunque no la descubrimos hasta constatar que en la puerta principal no había ningún timbre etiquetado con su apellido y buscar por los aledaños.
Le reconocí de inmediato. La enfermera Gabi estaba en lo cierto: estaba bastante más delgado que en la fotografía, pero se trataba de la misma persona, sin ninguna duda. Le mostramos nuestras identificaciones, Menkhoff nos presentó y le preguntó si nos permitiría hacerle algunas preguntas. El rostro del hombre se ensombreció y no ocultó su desagrado.
—¿Sobre qué? No he hecho nada. Trabajo en un hospital desde que abandoné la prisión.
—Lo sabemos —le tranquilizó Menkhoff—. Y también estuvo previamente empleado en un hospital de Coblenza, según nos han comentado.
—Ah, es por eso… —Soltó aire ruidosamente, alzando ambas manos en actitud defensiva—. Escuchen, la dirección del hospital conoce mis antecedentes delictivos, pues al solicitar el puesto tuve que presentar un certificado de buena conducta expedido por la policía. Pero acordamos que los compañeros no debían saber nada de mi pasado, al menos, mientras cumpliera con mi trabajo satisfactoriamente. Y lo agradecí, pues si se hubiera sabido que acababa de salir de la trena, entonces…
—No, no se trata de eso, señor Diesch —le interrumpí—. Quisiéramos hablar con usted del doctor Joachim Lichner. Le recuerda, ¿verdad?
Le recordaba, y ya me lo reveló su rostro antes de que nos ofreciera su respuesta.
—Estuve dos años con él en una celda. Un tipejo bastante insoportable.
—¿Nos permite entrar, por favor? —preguntó Menkhoff, y el hombre asintió tras una breve vacilación.
La vivienda era incomparablemente más modesta que aquélla que acabábamos de abandonar, aunque igualmente luminosa y amueblada con gusto. Miré alrededor, abarcando con la mirada la pequeña sala de estar a la que nos condujo, y recordé unas palabras de Melanie la primera vez que entró en mi piso de soltero. Había afirmado que resultaba muy sencillo reconocer una vivienda habitada exclusivamente por un hombre. Jamás me reveló en qué se basaba para ese reconocimiento, pero en aquel instante me pareció comprender a qué se había referido.
La vivienda de Markus Diesch no se encontraba desordenada, ni tampoco detectamos ropa interior sucia esparcida por el suelo, no. Se trataba de detalles mucho más sutiles, como la telaraña en la lámpara de pie al lado del sofá o la marca de un vaso sobre la oscura superficie de la mesa baja, o la fina capa de polvo que cubría los estantes de cristal de la vitrina situada en la esquina, en la que había dispuesta una pequeña colección de coches en miniatura. Una vivienda propiamente masculina. Retrocedí media hora en mis recuerdos. En la vivienda de Lichner no tuve esa sensación. ¿Por qué? ¿Acaso no se trataba de una vivienda masculina? ¿Había allí alguna mujer que limpiara y ordenara? ¿O tal vez había acertado mi compañero con su suposición de que Lichner había alquilado un piso ya completamente amueblado?
Menkhoff tomó asiento a mi lado en el sofá color arena y Markus Diesch se acomodó sobre un taburete situado frente a nosotros.
—¿Sigue usted en contacto con Joachim Lichner? —preguntó Menkhoff, respondiendo con ello a la expectante mirada de Diesch.
—No.
—¿Cuándo le vio por última vez?
—Al despedirme de él en la cárcel.
—¿Por qué cumplía usted condena, señor Diesch? —inquirí, lo cual provocó que el hombre enarcara una ceja sorprendido.
—¿No lo saben?
Como nos limitamos a observarle en silencio se encogió de hombros, revelando en su rostro cierta incomodidad.
—Metí la pata —dijo, y, tras una pausa, continuó explicándose—. Copié unas cosas.
—Es decir, por falsificación —constató Menkhoff—. ¿Qué había falsificado usted?
—Un par de carnets y cosas así.
—Ha comentado usted que Joachim Lichner era bastante insoportable. ¿A qué se refería exactamente?
Me sorprendió que Menkhoff no aprovechara la confesión del hombre para preguntarle por el certificado de nacimiento, pero decidí no intervenir.
—Pasé dos años, un mes y un día con ese doctor en la misma celda; y en todo ese tiempo no hubo ni un solo día en el que no me explicara que era inocente y que sabía quién era el verdadero asesino de aquella niña.
—¿Qué? —se me escapó sin poder controlarme, lo cual me atrajo una mirada de censura de mi compañero.
—Sí —continuó Menkhoff con su conversación—. Todos dicen ser inocentes. Si sabía quién era el verdadero culpable, ¿por qué no lo dijo durante el juicio?
Diesch volvió a encogerse de hombros.
—Yo también se lo pregunté, y siempre me ofrecía la misma estúpida y absurda respuesta.
—¿Cuál?
—Que estaba atado de manos por una promesa.
—¿Una promesa? ¿A quién? ¿Al asesino?
Diesch asintió.
—Sí, exactamente. Decía que se trataba de alguien a quien conocía muy bien.