Capítulo 17

23 de julio de 2009

Hallé al doctor Lichner sorprendentemente tranquilo en su angosta celda de arresto del sótano cuando el compañero encargado de la vigilancia me abrió su puerta. De camino hacia las dependencias inferiores, Menkhoff y yo habíamos acordado que sería yo quien, en solitario, me ocupara de sonsacar a Lichner.

—Buenos días, doctor Lichner —le saludé—. ¿Ha podido descansar?

Estaba sentado en el jergón, frotándose la mejilla con una mano.

—Sí, gracias, aunque he de expresar mi insatisfacción por el desayuno servido y por el baño que destinan a sus invitados. ¿Qué desea de mí, señor inspector jefe?

—Quisiera…

—¿Su compañero le envía de avanzadilla? ¿Es de la opinión que preferiré hablar con usted antes que con él porque fue él quien manipuló las pruebas la última vez? Olvídelo, señor Seifert. Usted fue cómplice de aquella vileza, por lo que le considero igual de corrupto que a su amigo. Además, desearía poder entrevistarme por fin con mi abogado. Présteme su teléfono móvil, por favor, estoy convencido de que aquí mantienen la línea bloqueada para mí, lo cual no me sorprendería en absoluto.

Un insoportable picor se adueñó de mi frente, y en aquel instante llegué a identificarme plenamente con Menkhoff. Me sentí tentado de liberar toda la ira que se iba acumulando en mi interior y gritarle a aquel hombre la opinión que me merecía, pero me contuve para no proporcionarle esa satisfacción.

—No existe ningún problema con esta línea. Ignoramos dónde se encuentra su abogado —repuse lo más calmadamente que me fue posible—. Puedo imaginar que, de todos modos, tendrá escaso margen de maniobra cuando conozca las pruebas que hemos reunido en su contra.

—¿Sí? ¿Ya disponen ustedes de pruebas?

Aunque pretendió pronunciar aquellas palabras en un tono divertido, no dejé de percibir cierta inquietud en él.

—Descanse un poco si lo desea. Esta tarde le trasladaremos a la cárcel en prisión preventiva.

—Ni siquiera usted puede creerse eso, Seifert. Es imposible que…

No pude oír más, pues había cerrado la puerta de su celda tras de mí. Menkhoff, que aguardaba apenas dos metros más allá, me sonrió satisfecho.

—Bien hecho. Ahora teme por su culo.

Mecí la cabeza ligeramente.

—No estaría yo tan seguro. Lo más probable es que en breve sea él quien se ría de nosotros.

Se apartó de mí.

—A ver qué encontramos en su piso. Hace años también se mostró muy seguro y, sin embargo, descubrimos en su casa ciertas pruebas incriminatorias.

Cuando abandonamos la comisaría en dirección al Audi me propuse vigilar de cerca a mi compañero todo el tiempo que pasáramos en el piso de Lichner. Me sentía reacio a abandonar mi recelo y aún dudaba de los métodos empleados por Menkhoff. Aquello volvía a mí una y otra vez, envolviéndome por entero como un mar inquieto cuyas olas no están lo suficientemente embravecidas como para causar graves daños con su golpeteo, pero sí para llegar a erosionar incluso duras rocas con el paso de los años.

—¿Y Teresa? ¿Has hablado con ella? —le pregunté mientras giraba hacia Krefelder Strasse, mirando a Menkhoff de soslayo—. ¿Qué tal le va en Nueva York?

—Llama cada noche justo antes de que Luisa se vaya a dormir, el momento más adecuado, ya que en Nueva York es la hora de comer. Ayer no tuve oportunidad de hablar con ella, pero la señora Christ me comentó que al parecer todo marcha bien.

—¿Cuándo piensa volver?

—Dentro de tres días, el domingo.

—¿Le hablarás de Lichner?

No respondió de inmediato.

—No. Por teléfono no, quiero decir. ¿Debería?

No quise insistir. El matrimonio de Bernd y Teresa escapaba a toda clasificación, incluso para los más íntimos. Ambos amaban a su hija con pasión y a veces me daba la impresión de que aquél era el principal, tal vez incluso el único, nexo que poseían en común. Eran amables el uno con el otro, jamás discutían, al menos no en presencia de terceras personas, pero en todos esos años no había asistido nunca a un intercambio de mimos o caricias, ni siquiera les había visto cogerse de la mano. Su relación se me antojaba un contrato de convivencia con un funcionamiento correcto, nada más. Dudaba de que aquél hubiese sido el propósito inicial de Teresa.

Una vez llegamos a Zeppelinstrasse, permití que Menkhoff se me adelantara. Mantuve la vista fija en su espalda mientras ascendía por aquellos gastados escalones. Si en la vivienda de Lichner había alguna prueba que incriminara a nuestro sospechoso, esperaba ser yo quien la descubriera en esta ocasión, y no mi compañero.

Menkhoff estaba concentrado abriendo la puerta de Lichner cuando su pelirroja vecina se asomó a la suya. Por lo que podía recordar, iba vestida con idéntica ropa que la última vez que coincidimos con ella. Se detuvo de golpe al vernos y, por la expresión de su rostro, deduje que no se encontraba del todo bien.

—Buenos días, señora Ullrich —la saludé—. Me alegro de encontrarla aquí, pues quería hablar con usted. ¿Ha recordado algo más acerca del doctor Lichner y su hija que pudiera servirnos de ayuda? ¿Por ejemplo, el momento en que vio a la niña por última vez?

Antes de que tuviese oportunidad de responderme, sentí una mano apartarme a un lado y a Menkhoff ocupar mi lugar. Estudiaba a la mujer detenidamente, de arriba abajo, con descaro, pero en silencio.

—Yo… he de marcharme. No tengo tiempo.

Menkhoff cruzó los brazos delante del pecho, lo cual provocó que la mujer retrocediera unos cuantos pasos inseguros. Era claramente perceptible que se sentía intimidada por mi compañero.

—Bueno… aunque… si no tardan mucho… Pero no sé más que ayer, yo…

—Pues haga funcionar de una vez esa cabeza suya —le espetó Menkhoff, logrando que la mujer se encogiera asustada—. Quiero saber cuándo vio a esa niña por primera vez, en cuántas ocasiones desde entonces, y cuándo fue la última. Si no me agrada su respuesta, o tengo en algún momento la impresión de que me está mintiendo, haré que me acompañe a la comisaría, donde me dedicaré personalmente a interrogarla durante el tiempo que sea preciso hasta que me diga todo lo que deseo saber. ¿Me ha entendido?

Abrió mucho los ojos, después boqueó mudamente varias veces y finalmente cayeron hacia abajo las comisuras de su boca y rompió a llorar.

—Yo… yo no quería, de verdad. Pero esa mujer me ofreció trescientos euros, y eso es mucho dinero para alguien como yo, sólo por hablar.

Se cubrió el rostro con las manos, estremeciéndose sus hombros incontroladamente. Menkhoff y yo nos acercamos a ella de forma simultánea.

—¿De qué está hablando? —pregunté—. Señora Ullrich, escúcheme…

Dejó caer las manos lentamente. Sus mejillas estaban cubiertas de húmedos surcos y no cesaba de sollozar. Desplazó su mirada de Menkhoff a mí.

—¿Estoy detenida?

—Si no nos dice de inmediato la verdad, toda la verdad, sí, desde luego —confirmó Menkhoff con voz atronadora—. De modo que…

Ella recuperó el bolsito de plástico que llevaba colgado del hombro y comenzó a rebuscar en él hasta hallar un pañuelo de papel que empleó para sonarse ruidosamente la nariz.

—La mujer… Una mujer llamó a mi puerta y me ofreció trescientos euros. Sólo por decir que ese Lichner vivía ahí al lado con una niña. Si me lo preguntaban debía decir que tenía unos tres años. Y también que hacía varios días que no la veía. Eso es. No puedo devolver los trescientos euros, ya no los tengo, me los he gastado, necesitaba algo de ropa y comida.

—¿Una mujer? —pregunté de nuevo, y al mismo tiempo también habló Menkhoff, lo cual condujo a que ella no nos comprendiera a ninguno de los dos. Hice una seña a mi compañero para que tomara él la palabra.

—Repita —inició Menkhoff su discurso—. ¿Qué mujer llamó, qué aspecto tenía esa mujer y para qué le dio exactamente el dinero?

Beate Ullrich se encogió de hombros.

—No recuerdo qué aspecto tenía. Llevaba un sombrero grande: era rubia, el pelo largo, hasta los hombros, pero parecía una peluca.

—¿Y esa mujer le ofreció trescientos euros por decir que el doctor Lichner vivía aquí con una niña?

Ella asintió.

—¿El doctor Lichner vive realmente aquí en compañía de una niña? ¿Es así?

Ella bajó la mirada a los pies, examinando detenidamente sus zapatos, y no contestó. Percibí cómo se aceleraba la respiración de Menkhoff.

—¿Tiene una hija o no la tiene? —le gritó sin miramientos.

La mujer aguardó aún unos segundos antes de encogerse de hombros y sacudir la cabeza en un gesto de negación.

—No creo. Nunca he visto ninguna niña.

—Pero ¡maldita sea! ¿Es que ha perdido la cabeza por completo? ¿No sabe que puede ir a la cárcel por algo así?

Ella balbució algo en dirección al suelo que no llegué a oír.

—¿Qué? —rugió Menkhoff.

—Yo… Acabo de contarles la verdad. Lo siento, de verdad —articuló en un tono al límite de lo audible.

—Dice que lo siente. —Menkhoff se alejó de ella sin dejar de sacudir la cabeza en un gesto de incomprensión para mirar a continuación fijamente la puerta de la vivienda de Lichner. Después consultó su reloj y volvió a dirigirse a la vecina—. Quiero verla en comisaría a las once y media. Le tomaré declaración y después ayudará a un compañero a realizar un retrato robot fidedigno de la mujer que le ha ofrecido el dinero. Le aseguro que si no aparece por allí puntualmente a la hora indicada, o no nos facilita una descripción que nos sirva de ayuda, la encierro. ¿Me ha entendido, señora Ullrich?

—¿Y cómo llego hasta allí?

—Eso no me importa. Sea puntual, ¿me ha entendido?

Ella asintió, muda, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

—Y ahora, desaparezca de mi vista antes de que pierda el control por completo.

Menkhoff se apartó y yo fui tras él. Albergaba sentimientos encontrados en mi interior: alivio, debido a la aparente ausencia de un secuestro, y, por otra parte, desconcierto por lo acababa de suceder.

—Si Lichner ha vivido aquí solo todo este tiempo, aunque el registro recoja el nombre de una hija… no comprendo cómo la mujer del sombrero podía conocer la existencia de esa niña. ¿Qué pretende y de quién puede tratarse?

—Tal vez la madre.

—¿Y por qué actuaría de este modo? ¿Para asegurarse la custodia?

Nos habíamos adentrado en la vivienda de Lichner, cerrado la puerta de entrada a nuestras espaldas y situado en mitad del angosto pasillo.

—Despacio, Alex. Aún ignoramos cuál es la verdad. ¿Quién te dice que no le hayan ofrecido dinero a esa Ullrich por explicarnos esto de ahora? ¿Esa estupidez de la mujer con sombrero y peluca?

—No sé… ¿A quién se le ocurriría algo así?

—¿A alguien deseoso de ayudar a Lichner, por ejemplo? ¡Qué sé yo! Un amigo de otra época, una amiguita nueva. Registremos este tugurio en primer lugar. Ya nos ocuparemos de la mujer del piso de al lado cuando volvamos a la comisaría. Aún no sabemos nada con certeza.

Estaba en lo cierto, desde luego.

El piso conservaba idéntico aspecto desastroso al que habíamos constatado el día anterior. Fuera cual fuera la intervención de la policía científica en aquel lugar, a primera vista no se advertía ningún signo de ella. Pese a que se habían tomado toda clase de huellas, nadie se había dedicado a registrar sistemáticamente aquel lugar. Ése sería ahora nuestro objetivo, aunque debíamos ser cautelosos, pues carecíamos de orden de registro. Toda nuestra intervención en aquel caso rozaba la ilegalidad. Lichner debería haber sido presentado ante el juez de instrucción a primera hora de la mañana. Y lo que nos acababa de revelar su vecina no inclinaba las cosas precisamente en nuestro favor desde la perspectiva de un juez, sino más bien al contrario. Deberíamos haber desistido de nuestro propósito. Deberíamos…

Menkhoff se puso manos a la obra con una determinación tan feroz que llegué al convencimiento de que la información que acababa de recibir había llegado a estimularle aún más, en lugar de frenarle. Aunque era cuidadoso, no olvidaba revisar ni un solo hueco, tocando y alzando objetos a los que aquella misma mañana había acusado de provocarle alguna enfermedad incurable con su mero contacto. Mientras yo atisbaba con ciertos reparos por debajo y detrás de los desvencijados muebles en la mal llamada sala de estar, él se centraba en las ruinosas estanterías de la pared. Cada pieza cambiada de lugar se envolvía de inmediato en una impenetrable nube de polvo, recordándome a un calamar ahuyentando con su tinta a su agresor. No podríamos ocultar nuestra actuación allí, pero trataríamos por todos los medios de culpar a los compañeros de la científica.

Hallamos en su mayor parte objetos de lo más repugnante, y cuanto más se prolongaba nuestra búsqueda más incomprensible se me tornaba que un ser humano pudiese habitar un espacio así. La cocina no era más que un minúsculo cubículo con un fregadero cochambroso y un armario bajo de madera aglomerada lacada en blanco, sobre la cual descansaba una placa eléctrica de dos fuegos. Los bordes superiores del armario aparecían hinchados debido a la acción del agua, y el amarillento perfil se había despegado unos cuantos centímetros. Abrí las puertas del armario con cierta dificultad y se separaron con un rechinar producto de la fricción. Exceptuando dos cacerolas en las que probablemente hacía años que no se preparaba nada comestible, y una caja de cartón de inidentificable contenido grumoso, no albergaba nada más.

Peor aún me resultó el baño. Cuando alcé la tapa del inodoro arriesgando una rápida mirada a su interior decidí dar por concluida aquella parte del registro inmediatamente. Respondí a la mirada de incomprensión que Menkhoff me dedicó cuando me vio abandonar aquel lugar tras sólo unos segundos con la más firme determinación:

—Si quieres que se revise eso de ahí, hazlo tú mismo. Ni diez caballos lograrían arrastrarme de vuelta a ese lugar.

Lo siguiente en mi lista era la habitación recién pintada. La estancia había sido tratada con extremo cuidado. La línea divisoria entre la rugosa pared pintada de amarillo pastel y el prístino techo era irreprochablemente recta. No había punto alguno en el que la pintura hubiese abandonado aquella separación. Los zócalos eran nuevos, estaban bien ajustados en las esquinas, nada fuera de lugar. Aproximadamente en el centro de la pared situada frente a la puerta había una pequeña abertura, de unos treinta centímetros, que probablemente servía para limpiar la chimenea. La abertura y sus bordes se habían limpiado a conciencia, y también en ella se había aplicado la pintura con escrupulosa minuciosidad. Toda la habitación daba la impresión de haber sido renovada por completo hacía muy poco tiempo. De lo que quiera que se hubiese encontrado allí… no quedaba ni rastro. Como si alguien se hubiese preocupado de borrar por completo hasta la más mínima huella.

—¡Alex, ven!

A lo largo de los años había aprendido a interpretar incluso la inflexión más desacostumbrada en la voz de Menkhoff. Reconocía la ira y el cinismo, la objetividad y, en contadas ocasiones, incluso el buen humor. El tono empleado en aquel instante para llamar mi atención era identificable con el triunfo. Lo cual, a su vez, sólo podía significar una única cosa: mi compañero había encontrado algo.