Capítulo 35
23 de julio de 2009
Menkhoff regresó a la mesa apenas unos minutos más tarde, justo en el momento en el que la camarera nos servía los dos cafés, uno solo y otro con leche, que Wolfert y yo le habíamos pedido. Traté de interpretar la expresión de su rostro sin lograrlo. Algo había cambiado, eso sí, aunque era incapaz de determinar exactamente qué. No sólo eran sus ojos enrojecidos, había más cosas.
Dejó el documento boca abajo sobre la mesa y le dirigió a Lichner una mirada que me provocó un escalofrío.
—¿Por qué no lo ha mencionado nunca? —preguntó con voz engañosamente suave, y Lichner enarcó las cejas en señal de sorpresa.
—¿Cómo dice? ¿Pretende que le informe de mis casos? Tal como ha explicado antes su compañero de forma tan acertada, se trata de un historial médico y estoy obligado a cumplir con la confidencialidad, y eso sigue siendo así aunque tras haber pasado los últimos trece años en prisión por un crimen que no cometí ya no pueda ejercer como psiquiatra. La pregunta que debería hacerse es más bien por qué no sabe usted nada de todo esto. Al parecer, Nicole no confiaba demasiado en usted.
Menkhoff no apartaba la vista del documento que tenía delante, como si tratara de atravesarlo con la mirada y acceder a su contenido ahora oculto desde el dorso de la hoja de papel.
—Señor Lichner, quiero que me lo cuente todo. Todo lo referente a este caso.
El psiquiatra siseó sacudiendo incrédulo la cabeza, intentando ejemplificar de ese modo lo incongruente, casi monstruoso, que le parecía el ruego de Menkhoff.
—Pero ¿qué se ha creído, señor inspector jefe? Me asalta prácticamente en mi propia casa, me acusa de un crimen horrible cometido en la persona de una niña que ni siquiera existe, me detiene, revisa mi piso sin orden de registro, y podría continuar… Y ahora, una vez que ha constatado que parece que soy inocente de lo que me acusa y estaba usted equivocado en cada una de sus sospechas, ¿espera como contraprestación, en señal de agradecimiento, que cometa un delito por usted?
—Sí —contestó Menkhoff de forma lacónica, y en ese momento fui consciente de aquello que antes no había sido capaz de identificar: Bernd Menkhoff se sentía herido. Había abandonado todo escudo de protección.
Estaba obligado a ayudarle, protegerle en aquellos instantes de debilidad de la aguda y cínica inteligencia de Lichner.
—Deje ya de insistir en esa estupidez en cuanto a su inocencia —intervine—. Acabo de explicarle con todo lujo de detalles qué opina la ley del abuso de autoridad durante un tratamiento terapéutico para obtener favores sexuales, algo que, como médico que es, conoce perfectamente. Es usted, por tanto, cualquier cosa menos inocente, y si quisiéramos, podríamos encerrarle sin más por esos cargos. Al margen de ello, aún no hemos terminado con la historia de su hija. Quizá se halle usted implicado en otro delito, ¿quién sabe?
La mirada de Lichner iba de mí a Menkhoff, después enfocó a Wolfert, que permanecía mudo a mi lado.
—¿Qué más quieren de mí? Ya tienen el historial de Nicole. Podría denunciarles por ello, y lo saben.
Fui consciente de que también Menkhoff me observaba, y parecía haberme dejado llevar el peso de la conversación.
—En aquella minúscula habitación en la que usted guarda las cajas con los expedientes de sus pacientes encontramos también otra rotulada con el nombre de Nicole Klement. Pero dentro de ella hallamos simplemente una almohada vieja, y, entre las solapas del fondo, una hoja de papel que parecía pertenecer a un historial. Sé que existe más material relacionado con la señora Klement. De modo que la pregunta es: ¿qué contenía originariamente esa caja y dónde se encuentran ahora esos documentos?
Lichner titubeó, mostrando una sorpresa que supe inmediatamente que era fingida.
—Está bien —dijo al fin, aparentando realizar un ingente esfuerzo—. Sólo una mínima parte de las sesiones a las que sometí a Nicole se encuentran registradas en esta carpeta. Hubo más, muchas más. Nicole padecía un trauma terrible, y tuve que tratarla durante más de dos años. Algunas de esas sesiones están recogidas en una especie de diario, son documentos aislados que describen con todo detalle los momentos más cruentos de su infancia. Comprendían cuatro archivadores completos, y eran esos archivadores los que se encontraban en la caja que han visto.
—¿Y dónde están ahora?
—Pues… no están. Ya no los tengo. Los destruí.
Mentía.
¿Por qué nos revelaba primero la existencia de esos archivadores, explicándonos cuál era su contenido, para después mentirnos acerca de ellos? No entendí nada. Cada vez que tratábamos con aquel individuo constataba que sus palabras y sus acciones se contradecían sin responder a lógica alguna.
—Y ya que estamos, doctor Lichner, ¿cómo es que ha alquilado dos viviendas?
Se envaró, aunque apenas fue perceptible.
—Porque me apetece, señor inspector jefe. O, diré más bien: eso no es de su incumbencia.
—Bueno, eso es…
—Tiene razón, Alex —me interrumpió Menkhoff—. No es asunto nuestro. Vámonos.
Se puso en pie, rebuscó en el bolsillo de sus pantalones y extrajo de él un par de billetes arrugados. Estudió las bebidas que había sobre la mesa y separó un billete de diez y uno de cinco, que sujetó con ayuda del cenicero.
—Vamos —insistió.
—¿Dónde está Egberts, por cierto? —pregunté. No me había dado cuenta hasta ese mismo momento de que no se encontraba presente.
—Quería resolver unos asuntos. Lo llamo, y así nos recoge en el coche.
—No les acompaño —explicó Joachim Lichner—. He cambiado de opinión y prefiero quedarme aquí.
Menkhoff se encogió de hombros.
—Como prefiera.
Se apartó de Lichner.
—Si tuviéramos más preguntas… ¿Dónde podremos localizarle?
El psiquiatra me obsequió con una ración doble de su petulante sonrisa.
—En mi casa.
Ignoré las hormigas que parecían desplazarse por mi frente y seguí a mi compañero, que había tomado la dirección que conducía hasta el aparcamiento. Wolfert se esforzaba por seguirnos el paso.
—Antes no comprendí por qué estaba usted tan enfadado, pero ahora sí. Sabía que íbamos a encontrarnos con ese individuo, que, ¡Dios mío!, es un ser repugnante. No sé quién se piensa qué es, se tiene por especialmente inteligente, por más astuto que los demás. Tengo que hablarle a mi padre de él. Quizá pueda averiguar un par de cosas empleando sus contactos, cosas que por los cauces habituales no…
—¡Cállese! —le siseé—. Ya sabe lo que le dijo Menkhoff que haría si menciona a su padre, ¿no lo recuerda?
Wolfert contempló las anchas espaldas de Menkhoff y su rostro avergonzado reveló que lo recordaba a la perfección y que, además, se lo tomaba muy en serio. Alcancé a mi compañero en un par de zancadas.
—¿Por qué te has marchado tan de repente? ¿No has notado que miente?
—Estoy tan harto ya de ese individuo…
—¡Aguarden!
Alguien gritaba a nuestras espaldas y podría haber sido a cualquiera, pero reconocí la voz, y mis compañeros, al parecer, también. Nos detuvimos y nos volvimos. No me había equivocado: se trataba de Lichner, que se dirigía hacia nosotros. Poco antes de que nos alcanzara, le pregunté:
—¿De modo que quiere que le llevemos?
—No les he dicho toda la verdad en lo referente a los documentos sobre Nicole. —Inspiró profundamente y miró a su alrededor, como si esperara descubrir a algún perseguidor—. Sigo muy enfadado. Me han vuelto a acusar de un delito que no he cometido y…
—Fue usted condenado por un juez, señor Lichner —le explicó Menkhoff con calma casi estoica.
—Era inocente, y usted lo sabe perfectamente. Pero he pensado que tal vez no le perjudique que vea cómo es en realidad esa mujer que tan bien cree conocer. Y que confirmen ambos que soy yo el único que de verdad sabe cómo es, el que lo sabe todo sobre ella. Conseguí ayudarla tanto que al parecer no han podido ver lo que ella es en realidad.
—¿Cuándo vio a la señora Klement por última vez? —reiteré la pregunta que ya le había formulado momentos antes.
—Hace sólo unos días. Llevamos un tiempo viéndonos de forma regular, y no cómo médico y paciente. Ya sé que esto no le afectará en absoluto al señor Menkhoff, porque, según me ha comentado hace unos momentos, está ahora felizmente casado. De modo que, en lo que respecta a nuestras mujeres, todos satisfechos, ¿no es así?
—¿Dónde vive Nicole Klement en la actualidad? ¿Con usted?
Sonrisa Lichner.
—A veces. Pero también cuenta con un piso propio, en el centro, en Oppenhoffallee. Incluso la encontrará en la guía telefónica, señor investigador.
—¿Dónde están los archivadores?
—Al parecer han revisado mi vivienda de Kohlscheid de forma bastante superficial, o de lo contrario habrían advertido la abertura situada en el techo del pasillo, un acceso al ático. Me pregunto por qué no me sorprende lo más mínimo esta forma suya de proceder…
Miré a mi compañero.
—Vámonos, Bernd. Olvidemos esos expedientes, ya hemos leído suficiente, ¿para qué maltratarte de ese modo? Dejemos a este individuo aquí y que se busque la vida para llegar a su casa.
—¿Se ha dado cuenta de que habla de mí como si no me hallara presente, señor Seifert?
Miré a Lichner a los ojos.
—Está usted en lo cierto. Debe tratarse de mi subconsciente.
—Por última vez, Lichner: ¿nos entregará esos archivadores? —preguntó Menkhoff.
—De acuerdo —concedió Lichner, tras una mínima vacilación—. Vámonos. Y reconocerá que soy un hombre muy razonable.
Cambiamos posiciones en los vehículos. Conduje a Menkhoff y Lichner hasta Kohlscheid mientras Wolfert y Egberts regresaban a la comisaría en el Passat.
Una vez en su casa, Lichner subió al ático y nos alcanzó los cuatro gruesos archivadores. Abrí el primero y comprobé que efectivamente contenía lo que nos había prometido. Menkhoff hizo lo propio con un segundo archivador llegando al parecer a idéntica conclusión. Le prometí a Lichner devolver los expedientes lo antes posible. Nos alejábamos hacia la puerta cuando nos llamó por última vez.
—¿Menkhoff?
Nos volvimos los dos para mirarle.
—Tengo una pregunta que hacerle, una duda que me ha estado preocupando todos estos años… ¿Cómo consiguió ella aquel coletero?
Durante unos instantes hubo un silencio ominoso. Menkhoff enarcó las cejas, cubriendo de múltiples arrugas su frente.
—¿Cómo consiguió quién qué?
Supe inmediatamente a qué se refería Lichner, aun cuando hubieran transcurrido muchos años.
—Me refiero a Nicole, señor inspector jefe. ¿Cómo obtuvo aquel coletero que usted pretendió haber encontrado en mi armario? ¿Y aquellos cabellos en el asiento del acompañante de mi coche? ¿Fue usted quién lo preparó todo?