Capítulo 43

23 de julio de 2009, 20:52 horas

Acordamos, en realidad fue una orden de Menkhoff precariamente disfrazada de ruego, revisar los documentos de forma conjunta. Una consulta rápida nos permitió localizar el archivador que contenía los informes más antiguos. Menkhoff separó las anillas centrales, extrajo unos cuantos documentos y los colocó ante nosotros, sobre la mesa. Tras leer el contenido de la primera hoja de papel con rostro inexpresivo, me la pasó y cogió la siguiente. Lichner había tomado notas muy exhaustivas de todo lo que Nicole le había revelado en sus incontables sesiones de hipnosis y había fijado por escrito una pesadilla tras otra.

Gran parte de la información recogida en aquellos documentos sólo le era conocida a la misma Nicole de segunda mano, a través de su tía, a quien su madre había confiado sus terribles secretos.

Nicole Klement había nacido el doce de abril de 1971 en Mechernich, cerca de la región de Eiffel. En el momento en el que lanzó su primer grito de protesta a ese nuevo mundo gélido y deslumbrante, a su padre le restaban sólo cuatro meses y tres días de vida.

La madre de Nicole se encontraba en su sexto mes de embarazo cuando Gerhard Klement se desmayó en el taller en el que trabajaba como mecánico durante un cambio de aceite rutinario. Cuando llegó la ambulancia ya había recobrado la conciencia y le explicó al médico de urgencia que se encontraba bien y no era necesario que lo llevaran al hospital. Además, ensuciaría con sus manos y ropas manchadas de grasa aquella camilla tan inmaculada. El médico insistió, sin embargo, en hospitalizarlo, y una vez en el centro sanitario se descubrió que el desmayo había sido provocado por una metástasis cerebral cuyo origen constituía un tumor de unos diez centímetros situado en un punto vital entre corazón y pulmón. Los malditos cigarrillos… A Gerhard Klement le resultó muy difícil sobrellevar la quimioterapia, y tras haber estado vegetando en un par de ocasiones, más vivo que muerto, después de su administración, decidió renunciar a ella y vivir el tiempo que le restara de forma humanamente digna. Su mayor deseo era llegar a conocer a su hija y pasar con ella el máximo tiempo posible. En los 125 días que llegó a coincidir con ella en este mundo apenas hubo un segundo que no estuviera a su lado, no pasaban más de quince minutos sin que la acariciara, rozando con sus callosas manos las redondeadas mejillas. Podía pasar horas simplemente mirándola con adoración antes de que le fallara la vista, no dejaba de abrazarla y besarla continuamente. Mientras se dedicaba a su hija parecía olvidar el triste destino que le aguardaba. También se olvidó de su mujer.

Gerhard Klement falleció el 15 de julio de 1971 a los treinta y dos años, y con él desaparecieron los únicos momentos felices de la infancia de Nicole.

Katharina Klement, que por entonces contaba con veintiséis años de edad, siempre había tenido un carácter débil y no logró superar aquella pérdida. Cuando más hubiera necesitado el apoyo de su marido, cuando esperaba que la próxima pérdida les uniera aún más, él la había abandonado, dejando que superara sola su aflicción, centrándose exclusivamente en su hija. Incluso dormía con la niña por las noches, y, cuando Katharina se negó a amamantarla, fue Gerhard quien se ocupó en exclusiva de la alimentación de la niña. Katharina no tenía nada que hacer. Se sintió de más y disponía de muchas horas al día para lamentar su desgracia y la injusticia que venía padeciendo.

En las semanas que siguieron a la muerte de Gerhard, preparar los biberones le exigía un mayor esfuerzo del que estaba dispuesta a realizar, y sólo se decidía a ello cuando ya no soportaba el insistente llanto. En un par de ocasiones cubrió aquel pequeño rostro enrojecido con una almohada para acallar los gritos. Por supuesto, los llantos de la pequeña no cesaban con aquello, pero Katharina sintió una profunda satisfacción al mostrarle a aquel ser lloroso quién estaba al mando.

Su hermana Marlene, cuatro años mayor que ella, advirtió bastante pronto que Katharina era incapaz de manejar adecuadamente su situación. Aquello probablemente salvó la vida de Nicole. Marlene no tenía hijos propios, y por aquel entonces también se encontraba sin pareja. Aparecía por la mañana muy temprano, cambiaba los pañales de la niña antes de salir para su trabajo en una agencia de viajes y le preparaba un biberón de cereales. Katharina ni siquiera era consciente de todo aquello, pues a aquella hora aún no había despertado. Marlene volvía a aparecer a mediodía para ocuparse de todo lo necesario, y con frecuencia realizaba una última visita por la tarde. Intentaba impedir que los servicios sociales advirtieran la precaria situación de la niña, pues temía que Katharina perdiera la cordura del todo si le arrebataban la custodia de su hija. Casi seis meses vivió la pequeña Nicole de aquel modo, en una combinación de cuidados apresurados y completo abandono.

Entonces apareció Erich Zöller.

Katharina le conoció mientras realizaba la compra en el supermercado. Ambos habían echado mano de la misma bandeja de queso de cabra envasado en la zona de refrigerados. Erich trabajaba como administrativo para el ayuntamiento, en la gerencia de urbanismo. Tenía cuarenta y un años, y con su metro setenta y dos era sólo un centímetro más alto que Katharina. Todo en él parecía blando. Su pecho y vientre fofo, sus pálidos y gruesos muslos, así como los bulbosos labios, que humedecía constantemente con la lengua. Aunque es cierto que sobre gustos no hay nada escrito y el concepto de belleza es muy subjetivo, no sería posible hallar una mujer que creyera en el atractivo físico de Erich, ni siquiera pensara que resultaba interesante. La mayoría de ellas probablemente le habrían calificado de repugnante. Pero Katharina Klement no lo sintió así, porque el hombre le ofrecía algo que para ella era mucho más importante que el físico: Erich Zöller contaba con un empleo fijo, un salario y llevaba una vida ordenada. Dos meses después de aquel encuentro en la sección de refrigerados, Zöller se trasladó a casa de Katharina y tomó el mando. Nicole acababa de cumplir un año. Katharina sentía que alguien se ocupaba de ella, también de Nicole, y descubrió también que la vida era infinitamente más agradable con algo de alcohol corriéndole por las venas, de modo que a partir de aquellas fechas fue difícil encontrarla sobria. Cuando la niña comenzó a hablar llamó «papá» a Erich Zöller.

La primera vez que papá introdujo aquellos gruesos dedos en su cuerpo haciéndole tanto daño, Nicole tenía cuatro años. Ignoraba si antes también habían sucedido cosas, pues era demasiado pequeña para que quedaran archivadas en sus recuerdos.

Cuando cumplió cinco años los dedos ya no le resultaban suficientes, y desarrolló una imaginación muy fértil en la selección de objetos que podía emplear para sustituirlos. Por entonces también había instruido a la niña sobre qué debía hacer con él. Solía retirarse con Nicole casi a diario a algún lugar oculto para jugar a lo que calificaba de «su gran secreto». Ese gran secreto no debía revelarse jamás a nadie. Además, tampoco podía negarse a jugar, pues el juego formaba parte de la vida.

—Has de saber, Niki —le explicaba una y otra vez cuando la veía temblar en cuanto se le acercaba para iniciar su juego secreto—, que el gran secreto sólo cesa con la muerte.

Niki asentía y lo recordaría siempre. Cerraba los ojos y escapaba en su imaginación a una bonita pradera a través de cual corría junto a su madre. Jugaban al pilla-pilla y mamá la cogía en brazos en cuanto la atrapaba, dando vueltas y más vueltas, de modo que sus cabellos ondeaban al viento. Ambas reían muy fuerte, y esas risas ocultaban el llanto y los quejidos de Nicole mientras papá jugaba con ella al gran secreto, gruñendo en voz alta. Cuando papá acababa con ella y se marchaba, Nicole se acurrucaba sollozante en un rincón, sintiéndose profundamente desdichada al saber que aquella pradera con sus risas le estaría vedada mientras continuara existiendo el gran secreto. Y dado que el gran secreto sólo cesaba con la muerte, no llegaría a conocer aquella pradera en mucho tiempo.

Jamás se le ocurrió a Nicole, ni en sueños, revelarle a alguien ese gran secreto, ni siquiera a su madre. ¿Para qué? Mamá prefería que fuera papá quien se ocupara de ella.

Cuando Niki cumplió los siete años, papá Erich la creyó lo suficientemente adulta como para completar el juego y alcanzar el último nivel de su gran secreto. Cuando aquella mole pesada, caliente, sudorosa y maloliente la maltrató de forma salvaje, Nicole se sintió incapaz de recurrir a su pradera sonriente y tuvo la certeza de que había llegado el momento de su muerte. El dolor y el miedo acabarían con ella, y se sentía culpable, segura de haberse equivocado en algo. Y terror. Sobre todo, sentía un inmenso terror.

Cuando todo acabó, resultó que aquello no la había conducido a la muerte, y entonces descubrió que su vida ni mucho menos había acabado y que la pesadilla que era ésta no había hecho más que empezar.

La muerte, tal como Nicole la concebía, no era mala. Cuando la alcanzara, algún día, la salvaría del gran secreto.

Menkhoff dejó caer la hoja de papel que sostenía en la mano, debía de ser aproximadamente la décima que leía, y gimió en voz alta. A mí me había afectado hasta tal punto lo que leía que sentía un intenso dolor de estómago y deseos de vomitar.

—No debería pensar de ese modo siendo policía —dijo Menkhoff—, pero me sentiría satisfecho si tuviera la oportunidad de arrancarle los huevos a ese hijo de puta.

—Y yo te ayudaría a hacerlo —le dije; y así lo sentía.

—Ésta es la causa por lo que nos cuesta tanto actuar en casos como éste, Alex. Somos incapaces de comprender cómo funcionan los cerebros enfermos de esos tarados.

Asentí.

—Creo que si fuera capaz de comprenderlo acabaría conmigo.

—Sí, probablemente. ¿Te sirvo una copa de grappa?

Hasta entonces no había sido consciente de mi necesidad de una copa, pero cuando me lo mencionó me pareció una idea estupenda.

—Sí, gracias. Una copa bien servida.

Me concentré en el agradable ardor que provocó el alcohol en mi interior mientras recorría su camino hacia mi estómago, y experimenté una sensación tan real, tan terrenal, que logré liberarme un poco del oscuro pantano en el que mi descubrimiento de aquel mundo de pesadilla había amenazado con hundirme.

—¿En serio pretendes que repasemos todos estos archivadores? —consulté, una vez que Menkhoff también se tomó su copa.

Me miró, y fui consciente de lo mucho que estaba sufriendo con todo aquello.

—No me siento capaz —confesó con voz ronca—. Además, estas primeras sesiones de hipnosis se refieren siempre al mismo periodo de tiempo. Creo que ya podemos hacernos una idea de los terribles acontecimientos de esa época. Un par de documentos más y lo dejamos. Tengo que saber qué sucedió con ese cabrón y también con la madre de Nicole. Si Nicole no ha llegado a denunciarlos…

Sabía qué pretendía decirme, y le apoyaría, si fuera necesario, en su intento de eliminar a papá Erich.