Capítulo 1
22 de julio de 2009
El teléfono móvil del inspector jefe Bernd Menkhoff sonó cuando sólo nos separaban unos pocos metros del acceso al garaje de su casa unifamiliar, en el barrio de Brand, en la ciudad de Aquisgrán. Mientras se esforzaba por contestar al aparato, que guardaba en el bolsillo de sus pantalones, guié el Audi A6 hasta el arcén. Hacía ya dieciséis años que éramos compañeros, y llevarlo hasta su casa al final de la jornada, y recogerlo de nuevo por la mañana al día siguiente, se había convertido en una rutina.
—Sí —contestó Menkhoff, lacónico, e inclinó ligeramente la cabeza mientras atendía la llamada. Consulté mi reloj con la esperanza de que no se tratara de nada oficial. Dejé el motor en marcha, ya que el aire acondicionado nos permitiría disfrutar de un agradable frescor en el interior del vehículo. En el exterior, el calor era asfixiante.
—Sí, soy yo —repitió Menkhoff a mi lado, hosco—. ¿Quién le ha facilitado este número?
Volvió a prestar atención unos instantes, y entrecerró los párpados.
—¿Qué?
Se trataba de algo oficial.
—Bien. ¿Y qué le ha hecho llegar a esa conclusión?
La voz de Menkhoff había adquirido un tono impersonal.
—Dígame su nombre, por favor.
Transcurrieron varios segundos antes de que apartara el móvil.
—Ha colgado.
—¿Un anónimo?
—Sí. Una voz masculina. Ha mencionado algo de una niña desaparecida en Zeppelinstrasse, al parecer desde hace varios días.
—No es precisamente la zona más recomendable de la ciudad. ¿Qué más?
—¿Cómo que «qué más»? Nada más.
Abrió la puerta del coche y se apeó.
—Ahora mismo vuelvo —me dijo.
Le seguí con la mirada mientras ascendía la pequeña cuesta hasta su casa, abría la puerta y desaparecía en el interior.
Más de las siete. Melanie me estaría esperando en casa. Recordé los jugosos filetes de cadera de ternera que tenía intención de prepararle aquella noche. Una cena romántica, regada con vino tinto y acompañada de velas, una pequeña compensación por haber llegado a casa en los últimos tiempos a horas intempestivas. En concreto, desde mi ascenso a inspector jefe, unos meses atrás.
Se abrió de nuevo la puerta de nuestro vehículo y Menkhoff se dejó caer en el asiento del acompañante.
—Todo bien. La señora Christ se queda un poco más para cuidar de Luisa.
Señaló con la cabeza hacia delante.
—Venga, vamos.
Pensé en mis filetes e introduje la marcha con un cansado suspiro. La llamada procedería muy posiblemente de algún chiflado; nos sucedía con frecuencia. Con suerte estaríamos de vuelta en veinte minutos.
Al detenernos en un semáforo en Trierer Strasse me permití observar a Menkhoff, que había arrojado descuidadamente su móvil a la bandeja situada en la zona delantera central del vehículo.
—Número oculto, por supuesto.
Se apartó de la frente un mechón de su cabello negro, ya entremezclado con hilos plateados.
Diez minutos más tarde, estacionábamos delante de un bloque de pisos cuya fachada exterior necesitaba con urgencia una mano de pintura.
—Ese individuo ha mencionado el primer piso a la izquierda —me explicó Menkhoff. Examiné las ventanas de madera que tan mal habían soportado las inclemencias del tiempo y bajé del vehículo.
La puerta principal carecía de cerradura y las escaleras se hallaban en un estado de descuido similar al de la fachada. La mayor parte de los escalones de cemento estaban rotos o agrietados, las paredes adornadas con esa sabiduría propia de los aseos públicos y otras expresiones de contenido fecal. Las escasas bombillas desnudas nos alumbraban con una luz difusa.
La puerta de la vivienda en el primer piso a la izquierda presentaba varias marcas que sugerían que alguien había intentado abrirla a patadas en el pasado. No se veía letrero alguno con el nombre del inquilino en la parda madera, ni tampoco bajo el mugriento timbre situado en la pared lateral. Reprimiendo un gesto de profunda repulsión, Menkhoff pulsó el timbre, oyéndose a continuación una estridente llamada en el interior.
Durante varios minutos no se movió absolutamente nada, y mi compañero ya había alzado la mano para repetir su gesto cuando comenzaron a oírse unos pasos y la cerradura giró.
La puerta se abrió apenas una rendija. Entonces apareció en ella un rostro masculino y contuve la respiración.