Capítulo 14

14 de febrero de 1994

—¿Qué opinión le merece la vieja?

Nos encaminábamos nuevamente a la casa del doctor Lichner, pues Menkhoff deseaba interrogar también a su compañera.

—No quiero acusar a la señora Bertels de mentir, pero… todo esto se me antoja un tanto extraño. Primero omite referirnos una observación trascendental, dos semanas más tarde recuerda de repente haber visto al doctor Lichner en el parque con la pequeña en tres ocasiones; un par de horas después, las ocasiones son dos y no se desarrolla todo en el parque, sino justo delante de éste. ¿No es posible que la buena señora Bertels simplemente pretenda reclamar un poco de atención?

—Ya lo averiguaremos.

En la sala de espera de la consulta, dos hombres, de unos sesenta años de edad, aguardaban sentados en las sillas tapizadas en cuero. Tras el amplio mostrador, una joven rubia vestida con una blusa blanca aporreaba rítmicamente un teclado, comprobando de forma crítica las palabras que aparecían en la pantalla. No alzó la vista hasta que nos tuvo justo delante.

—¿Sí? ¿Qué desean?

Se la advertía estresada, pero, aun así, el profundo desdén con el que cargó su mirada sólo hubiera podido justificarse si nos hubiésemos presentado envueltos en harapos para solicitarle cinco marcos con los que adquirir una botella de Schnaps.

—Por favor, desearíamos hablar con la señora Nicole Klement —dijo Menkhoff, provocando con su ruego que la ceja derecha de la mujer se desplazara ligeramente hacia arriba.

—¿La señora Klement? Ésta es la consulta del doctor Lichner. Al lado de la puerta encontrarán un timbre en el que queda indicado claramente que las visitas de índole privada…

—Estoy seguro de que tendrá usted la amabilidad de avisarla por teléfono. Dígale a la señora Klement que el inspector Bernd Menkhoff, y el subinspector Alexander Seifert, de la policía criminal, desean hablar con ella. ¿Podría hacer eso por nosotros?

La joven mudó la expresión de forma instantánea y desapareció su aire arrogante para ceder el paso a esa nerviosa inquietud que solía embargar a la mayor parte de las personas ante las que nos anunciábamos.

—Claro, por supuesto. Disculpen, por favor. No podía saber…

La joven, a quien un cartelito de plexiglás sobre el mostrador identificaba como Corinna M., cogió con cierta precipitación un auricular y repitió las palabras pronunciadas por Menkhoff. Atendió la respuesta unos instantes y acto seguido colgó. Encaró a Menkhoff, sin rastro de la arrogancia anterior en su semblante pero sin expresar tampoco atisbo alguno de amabilidad.

—Suban aquellas escaleras, por favor. La señora Klement les aguarda.

—Muchas gracias —dijo Menkhoff con marcada cortesía, aunque Corinna M., centrada de nuevo en su teclado, ya no nos prestaba atención.

Nicole Klement nos esperaba en un pasillo, pintado en tonos cálidos, que encuadraba un suelo de piedra color terracota y quedaba interrumpido por una gran puerta blanca de doble hoja abierta que permitía la visión de una chimenea con algunos restos de madera carbonizada. Dos grandes lunas transparentes, insertadas en el techo inclinado sobre nuestras cabezas, permitían la entrada de suficiente luz como para dotar incluso al pasillo de un efecto luminoso y acogedor.

Una vez más, no pude sino sentirme impresionado por el aura que rodeaba a aquella mujer. Al verla, se despertó en mí, de forma instantánea, un incontrolable instinto protector. Tuve la certeza de que pocos hombres sabrían reaccionar de forma diferente.

—Buenos días. Por favor, pasen.

Aquella voz…

La chimenea estaba en una estancia de al menos setenta metros cuadrados, que al parecer cumplía las funciones tanto de sala de estar como de comedor y se había amueblado con diversas piezas de diseño actual en madera de arce. A la izquierda de la puerta de entrada se había dispuesto un sofá de cuero negro, sobre el cual colgaba una pintura de grandes dimensiones que me recordaba lejanamente a El grito, de Edvard Munch. Nos sentamos frente a una cuadrada mesa de comedor y ella nos preguntó si deseábamos beber algo. Asintió cuando ambos rehusamos y se limitó a mirar a Menkhoff, en silencio y como ausente. Mantenía las manos sobre la mesa, cubriendo una con la otra. Parecía suponer que mi compañero dirigiría aquella conversación.

—Señora Klement, nos gustaría hacerle algunas preguntas —comenzó éste, y de nuevo estuve seguro de poder detectar un tono desacostumbrado en su voz—. Antes, por desgracia, no nos dio tiempo a formulárselas.

Si había albergado la esperanza de que aquella insinuación despertara en ella algún tipo de reacción, se vio decepcionado.

—Su… su compañero, el doctor Lichner, ha declarado que el pasado día 28 de enero pasó toda la tarde de compras en la ciudad y que regresó a casa en torno a las siete y media. ¿Puede confirmárnoslo?

Ella vaciló.

—No recuerdo qué ocurrió ese día en concreto, pero si Joachim lo dice, será así.

¿No recordaba lo que había ocurrido sólo dos semanas antes? Supuse que mi compañero saltaría con alguna respuesta mordaz, pero no fue así.

—No se preocupe, no supone ningún problema. Por favor, no se sienta presionada. Tómese su tiempo y piense con calma. El viernes, hace dos semanas.

La señora Klement reflexionó brevemente, ¿con demasiada brevedad, quizá?, y asintió finalmente.

—Sí, ya me acuerdo. Joachim llegó a casa a las siete y media, las diecinueve treinta, eso es.

—¿Lo ve? —le sonrió Menkhoff—. Muy bien. ¿Y recuerda también si trajo algo a casa a su regreso? ¿Algunas bolsas, por ejemplo?

—¿Bolsas? No… bueno, no estoy segura, pero… creo que no.

Menkhoff asintió lentamente y volvió la vista hacia mí.

—Seifert, ¿quiere apuntar por favor que el doctor Lichner no llevaba nada consigo cuando regresó a casa tras varias horas de compras en la ciudad?

Me sentí como un escolar al recibir una reprimenda. Recuperé apresuradamente mi libreta del bolsillo de mi chaqueta y anoté las respuestas. Mil finas agujas perforaban mi frente mientras tanto, y fui consciente de que aprisionaba con demasiada fuerza el lápiz en mi mano.

—¿Se le ocurre alguna otra cosa que pudiera resultar de interés para nosotros, señora Klement?

—La verdad, no lo sé. Quizá Joachim sí que trajera algo. Si lo pienso… sí, creo que sí, es posible que llevara consigo unas cuantas bolsas. No estoy segura. ¿Qué les ha dicho él?

Quizá, quizá no, ¿o tal vez sí?

—Nada —respondió mi compañero—. No se lo hemos preguntado aún.

No acababa de comprender qué estaba ocurriendo. Menkhoff carraspeó.

—Señora Klement, eso es todo de momento. Le agradecemos la ayuda que nos ha prestado. Si se le ocurre alguna cosa más… —Hizo aparecer una tarjeta del bolsillo y también un bolígrafo, con ayuda del cual apuntó unos cuantos números. Después se la tendió—. Aquí tiene mi tarjeta, y le he anotado también mi número de móvil. Puede llamarme a cualquier hora.

Ella recogió la tarjeta y asintió.

—Sí, bueno… Gracias.

Nos despedimos y abandonamos la casa.

—¿No quiere volver a interrogar al doctor Lichner? —me sorprendí.

—No.

Caminamos en silencio el uno junto al otro mientras me esforzaba por comprender el comportamiento de mi compañero.

—¿Puedo preguntarle por qué no? Creo que…

—Ese individuo miente, Seifert.

—¿Que miente?

—Sí, ahora ya estoy completamente seguro. Apostaría a que ni fue de compras a la ciudad ni volvió a casa a las siete y media. La tiene amenazada, salta a la vista. Esa mujer está aterrorizada, por eso confirma todo lo que él dice.

—Pero… ¿Y la declaración de la señora Bertels? Resulta bastante dudosa.

—No es más que una anciana, es normal que confunda las cosas a veces. Ha visto a Lichner, mi instinto no me engaña. Y el hecho de que hayamos hablado con su compañera prescindiendo de él tal vez logre ponerle nervioso.