Capítulo 7
22 de julio de 2009
—Vamos, dese la vuelta, ya sabe cómo funciona esto.
Menkhoff seguía apuntando con su arma a Lichner, el cual, aún con rostro inexpresivo, comenzó a volverse lentamente. Todavía algo aturdido por lo que acababa de oír, agarré las esposas de mi cinturón, aseguré mi pistola antes de volver a enfundarla y dejé que las presas metálicas se cerraran en torno a las muñecas de Lichner.
—Se está dejando manipular por él una vez más, Seifert —soltó él hacia el interior del deprimente pasillo de su vivienda—. No tengo hijos, y de eso estoy…
—Cierre el pico —le calló Menkhoff, y detecté en su voz vestigios de algo que me retrotrajo a recuerdos muy poco agradables del pasado—. Si le ha hecho daño a esa niña se pudrirá en la cárcel, eso se lo puedo jurar, maldito hijo de puta.
Retrocedí unos pasos y Lichner se giró hacia nosotros.
—Les reitero que no tengo hijos. Ni hija, ni tampoco hijo varón. Además, le prohíbo que siga ofendiéndome de esa manera, señor inspector jefe.
—¿Qué me prohíbe que le ofenda? ¿Usted? Le voy a dejar algo muy claro, doctor Lichner: si no nos confiesa de inmediato la verdad, posiblemente pierda la paciencia con usted. Y, si eso ocurre, sus prohibiciones estarán de más.
El psiquiatra sacudió la cabeza.
—No sé qué decir. No tengo ninguna hija.
Su voz revelaba una admirable serenidad, considerando la grave acusación a la que se enfrentaba. Su mirada se posó en mí, y, no por vez primera, desencadenó en mi interior emociones difíciles de identificar.
—No sé a qué están jugando, pero… ¡por favor! ¿No creerán seriamente que yo le haría daño a mi propio hijo para afirmar después que no tengo ninguno? Ni siquiera yo puedo parecerles tan desequilibrado. Alguien pretende gastarme una broma de mal gusto y ustedes caen en la trampa sin más.
Menkhoff bajó el arma y se acercó a Lichner. Se detuvo muy cerca de él, tanto que a sus rostros sólo les separaban escasos centímetros. Los vigilé atentamente, dispuesto a intervenir si fuera necesario.
—Eso de la fe es algo muy particular, Lichner. Hubo un tiempo en el que ni siquiera creí en la existencia de un ser lo suficientemente perturbado como para asesinar a una niña pequeña, introducirla en una bolsa de plástico y arrojarla por ahí como si fuera basura. —Bajó la voz de tal manera que tuve serias dificultades para distinguir sus palabras—. No, no creo que sea usted estúpido, Lichner. Más bien creo que es usted escoria; un psicópata cuyos procesos mentales no transitan los senderos que le resultan lógicos a una persona normal.
Lichner no parecía impresionado.
—Aquello de entonces no lo hice yo, y usted lo sabe.
Tuve la vívida impresión de que cada uno de ellos pugnaba por doblegar al otro con el simple poder de su mirada.
—Esa habitación recién pintada… Es la de su hija, ¿no es así?
Menkhoff hablaba en tono casi conspirador.
—Eso es absurdo.
—¿Por qué se ha decidido a pintar precisamente esa habitación cuando el resto de su vivienda es un pestilente vertedero?
—Por alguna parte tenía que empezar.
—¿Qué había antes en esa habitación?
—Nada en concreto. Un poco de todo, un trastero.
Más momentos de mudos escrutinios mutuos hasta que finalmente Menkhoff asintió y retrocedió algunos pasos.
—Doctor Joachim Lichner, es usted sospechoso de la desaparición de su hija. Procedo a leerle sus derechos.
—Ahórrese esas estúpidas banalidades, señor inspector jefe. Los tres sabemos qué es lo que pretende realmente, ¿no es así?
El rostro de Menkhoff se tiñó de escarlata y empecé a temer que atacara a aquel hombre.
—Bernd —supliqué, al tiempo que imágenes del pasado, largo tiempo olvidadas, asaltaron mi mente. No reaccionó, por lo que repetí, en tono más insistente—. ¡Bernd…!
Finalmente mi compañero liberó su mirada, fija en su oponente, y volvió la vista hacia mí.
—¿Qué?
Moví ligeramente la cabeza con la esperanza de que comprendiera sin más. Vaciló unos instantes, indeciso sobre cuál debía ser su comportamiento, para al fin soltar el aire retenido resoplando ruidosamente. Se apartó un poco.
—Llama a la científica, Alex. Que pongan patas arriba este tugurio y aíslen todo el ADN que les sea posible encontrar. Necesito algo de esa niña. Y después, por favor…
Fue interrumpido por una serie de secos chasquidos a sus espaldas. La desvencijada puerta de la vivienda contigua se abrió y apareció en el umbral una mujer maquillada en exceso, de hirsuto cabello rojo. Presentaba un aspecto desaseado y andaría por la mitad de la treintena. Al reparar en nuestras armas se le escapó un grito agudo y pareció quedar paralizada.
—Policía —la intimidó Menkhoff con brusquedad—. Esfúmese.
Ella desapareció precipitadamente en el interior de la vivienda dejando que la puerta se cerrara con un fuerte golpe.
—¡Bernd, hombre…! —exclamé yo, aproximándome a aquella puerta, para lo cual tuve que rodear a Menkhoff.
—¿Qué?
—Aguarda un momento.
No habían transcurrido ni cinco segundos desde que llamara a la puerta cuando la pelirroja me abrió. Debía de haber estado esperando justo detrás. Un cigarrillo recién prendido humeaba prisionero en las puntas de los dedos de su mano derecha. Me examinó con cierta desaprobación para, rápidamente, obviar mi presencia y fijar su mirada en Menkhoff, que permanecía, con el arma apuntando al suelo, junto al psiquiatra.
—Buenos días —saludé, atrayendo de ese modo de nuevo su atención—. Soy el inspector jefe Alexander Seifert, de la policía criminal, y quisiera formularle algunas preguntas.
—¿Y con ése que pasa? —Contempló al doctor Lichner—. ¿Ha hecho algo?
—No lo sabemos aún. ¿Podría darme su nombre, por favor?
—Ullrich. Beate Ullrich. ¿Por qué quiere saberlo?
—¿Vive usted aquí?
Ella me miró como si en mi pregunta le hubiera pedido que me confirmara que pertenecía al sexo femenino.
—¿Dónde si no? ¿No he abierto yo la puerta?
—¿Conoce usted bien a su vecino, al doctor Lichner?
—¿A ése? —De nuevo estudió al psiquiatra—. Para nada. ¿Por qué?
Temí perder la paciencia con el siguiente por qué.
—¿Sabía usted que este hombre vivía aquí, señora Ullrich?
Dio una larga calada a su cigarrillo.
—Sí, claro, lo sabía —dijo, exhalando entre palabras un humo azulado entre los dientes.
Cuando llamábamos a alguna puerta por lo común nos recibían con cierto nerviosismo, aun cuando no nos vieran apuntar con una pistola a sus vecinos. Aquella mujer, o bien estaba acostumbrada a tratar con la policía, o teníamos ante nosotros a una actriz de extraordinario talento.
—¿El doctor Lichner vive solo?
—¿Por qué no se lo pregunta a él?
—Deje de hacer preguntas estúpidas y limítese a responderle a mi compañero —la increpó Menkhoff—. ¿O prefiere, quizá, acompañarnos a la comisaría?
Aquello surtió efecto. Visiblemente intimidada, comenzó a tartamudear.
—Bueno… sí… o eso creo. Bueno… quiero decir que… no hay ninguna mujer. Sólo la niña y él.
Silencio. Se prolongó dos, tres segundos, hasta que fue interrumpido por un lastimoso gemido de Lichner, que pareció derrumbarse. Menkhoff miraba fijamente al psiquiatra, pero éste, rehuyéndole, fijó la vista en la pared.
—Miente —logró articular finalmente, con dificultad.
—Eh… ¿quién miente aquí…? —refunfuñó la pelirroja acusadoramente, dirigiéndose a Lichner.
—Señora Ullrich, ¿nos podría indicar la edad aproximada de esa niña? ¿Y decirnos cuándo la ha visto por última vez?
La mujer encogió los hombros.
—No sé. Dos o tres años, más o menos. Y visto… Bueno… La última vez hace un par de días, creo.
—Cree usted. ¿Y cómo describiría la relación del doctor Lichner con su hija?
—¿Cómo que relación? ¿A qué se refiere?
—¿Cómo se comportaba con la niña? ¿Era cariñoso? ¿Le reñía, gritaba?
Ella reflexionó. Las comisuras de sus labios descendieron. Parecía estudiar con atención el techo al tiempo que masticaba rítmicamente un chicle.
—Bueno… no sé. No hablaban mucho.
—Esa mujer miente.
El tono era tan bajo que apenas resultó audible.
Menkhoff se aproximó aún más a Lichner.
—¿Sí? ¿Miente? ¿Y adivina casualmente la edad de su hija? Y que ha desaparecido también lo adivina por casualidad, ¿no es así?
En mitad de su airada frente apareció un pliegue que semejaba un acusador signo de exclamación.
—Aleja a este individuo de mi vista, Alex. Y usted, joven, manténgase a nuestra disposición, por favor. Si recordara alguna cosa más, llámeme.
Ella recogió la tarjeta de Menkhoff y la ocultó en el bolsillo trasero de sus vaqueros. Extraje mi teléfono móvil del bolsillo y llamé a la policía científica.
Menkhoff realizó varias llamadas de camino a la comisaría, una breve a la comisaria Ute Biermann, a la que parecía haber localizado en su casa, y posteriormente otra a nuestra división. Al margen de aquello, para mi alivio, nadie pronunció palabra alguna durante todo el trayecto.
Mis pensamientos giraron en torno al hombre que estaba sentado en el asiento trasero. Había albergado la esperanza de no volver a verlo jamás. Con su repentina aparición había vuelto a hacer acto de presencia aquella extraña sensación que me había estado hostigando hasta mucho después de su condena. Todo indicaba que era Lichner quien había asesinado a aquella niñita. Con un noventa y nueve por ciento de fiabilidad. Pero me preguntaba si las pruebas por sí mismas hubieran resultado suficientes de no mediar aquella palpable obsesión de Menkhoff por meter entre rejas a Lichner. O de no haber existido aquella delicada mujer de largo cabello negro. O de haber reunido yo mismo el valor necesario para…
—Puedes detener el coche ante la puerta. —Interrumpió mis elucubraciones cuando nos acercamos al gigantesco techo amarillo del Tívoli, el estadio de fútbol de Aquisgrán, y me desvié a la derecha—. No me apetece darme un paseo por toda la plaza con este tipejo.
Junto a la entrada de la comisaría, hallé una plaza de aparcamiento desocupada entre dos coches patrulla. El portero nos saludó con una inclinación de cabeza tras la ventana de su caseta y pulsó el botón que desbloqueaba la cerradura de la puerta de cristal.
—Esto tiene el mismo aspecto patético que hace quince años —observó Lichner cuando penetramos en el vestíbulo.
—Lo cual se debe a que aún continuamos ocupándonos de seres de lo más patético en este lugar —gruñó Menkhoff, dirigiendo a su prisionero hacia las escaleras situadas a su izquierda.
En la tercera planta, el inspector Marco Egberts nos abrió la puerta acristalada que separaba el pasillo en el que se situaban los despachos de la policía criminal de las restantes oficinas. Mientras Menkhoff instaba a Lichner a avanzar ante él, Egberts le dirigió al psiquiatra una mirada gélida.
—He oído que tenéis un caso de desaparición. ¿La propia hija?
—Ya veremos.
No me sentía inclinado a ofrecer explicaciones más exhaustivas. Egberts, de todos modos, no tardaría en saberlo todo.
—¿Es cierto que se trata del psiquiatra que asesinó hace años a aquella niña?
—Estaremos en la sala de interrogatorios, Marco —le contesté.
Nuestra sala de interrogatorios no era más que un despacho que, al margen de un escritorio con su teléfono y un ordenador con su teclado, incluía también una desnuda mesa cuadrada de superficie esmaltada en blanco y tres sencillas sillas de madera. Junto a la pared, un anticuado mueble auxiliar servía de soporte a una impresora. La temperatura ambiental superaba los 30 grados y no había aire acondicionado. En la mayoría de los despachos recurríamos a ventiladores, pero la sala de interrogatorios no disponía de ninguno.
Menkhoff empujó al psiquiatra, obligándole a tomar asiento en una de las sillas, y se sentó frente a él. Egberts permaneció de pie junto a la puerta, apoyándose en la pared.
Me acomodé ante el escritorio y encendí el ordenador.
—Bueno —oí a mis espaldas—, comencemos de nuevo, desde el principio.
—Comience usted en solitario, señor inspector jefe —respondió el doctor Joachim Lichner—. En esta ocasión no diré absolutamente nada sin la presencia de mi abogado.