Capítulo 26
15 de febrero de 1994
Renuncié a entrevistarme con algún otro vecino más. La conversación con la señora Leistroffer me había llevado más tiempo del planeado y quería estar de vuelta en mi despacho cuando Menkhoff volviera de su encuentro con Nicole. A pesar de mis prisas, hallé a mi compañero ya sentado ante su escritorio cuando me presenté allí alrededor de la una y media. Temí llevarme alguna reprimenda por no haberle dejado una nota que explicara mi ausencia, por lo que me sorprendí aún más cuando me saludó con cierta indiferencia y sin apartar la vista de la pantalla de su ordenador.
—Hola —saludé yo a mi vez—. Yo… he estado hablando con una vecina de Marlies Bertels, la señora Leistroffer.
Él asintió sin alterar su postura.
—Un instante.
Me senté ligeramente molesto, observando su mirada fija en la pantalla mientras sus dedos volaban sobre el teclado, se detenían brevemente y retomaban su velocidad anterior. Cuando al fin apartó los ojos del monitor, suspiró, se pasó ambas manos por la cara como queriendo apartar una mota de polvo inexistente y me encaró.
—¿Cómo decía, Seifert? ¿Dónde ha estado?
Ardía en deseos de conocer los motivos que pudiera haber tenido Nicole Klement para entrevistarse con Menkhoff, pero también yo tenía algo interesante que ofrecer.
—Hablando con una vecina de la señora Bertels. Pensé que no nos perjudicaría saber algo más sobre ella. Su declaración posee cierto peso, y, sinceramente, albergaba mis dudas en cuanto a la veracidad de lo que nos había comentado. Tras la conversación que acabo de mantener, éstas se han intensificado aún más.
—Sin embargo, yo creo que dice la verdad —gruñó Menkhoff—. Y me reafirmo en ello tras mi propia conversación. Pero, en cualquier caso, dígame: ¿qué ha averiguado?
Repasé mi libreta y le expliqué lo que había apuntado en ella. Menkhoff no habló hasta que hube acabado mi informe.
—Sí, todo eso se corresponde exactamente con la imagen que he podido formarme de Lichner. No sólo se trata de un individuo extremadamente arrogante, sino también ruin e imprevisible. Es irascible, una bomba de relojería que explota a la más mínima provocación.
Había aprendido ya a lo largo de los meses precedentes que no resultaba muy oportuno contradecir a Menkhoff. No sólo porque se corría el riesgo de ser ignorado y obsequiado con hirientes observaciones, sino porque, por lo común, solía estar en lo cierto. A pesar de ello, me atreví a añadir algún comentario.
—Cuando pienso en cómo ha descrito la vecina a la buena señora Bertels… ¿Y no podría ocurrir que ésta al fin ha encontrado la ocasión que aguardaba para vengarse de Lichner después de la discusión que mantuvieron en la fiesta?
—¿No le parece que eso sería ir demasiado lejos?
—No, no lo creo. Quiero decir, explicaría al menos por qué decidió esperar dos semanas para recordar qué…
—¡No!
Guardé silencio.
—Seifert, después de lo que me ha relatado Nicole Klement… —Se puso en pie y se acercó a la ventana. Se asomó al exterior, enterrando las manos en los bolsillos de sus pantalones. Sin girarse hacia mí, dijo—: Ha sido él. Ha asesinado a la niña, estoy seguro.
Durante mi instrucción me enseñaron que la resolución de un crimen de sangre era un asunto extremadamente delicado, en el cual el funcionario al cargo debe extremar toda precaución y actuar muy concienzudamente. Resulta muy fácil no advertir algún detalle o interpretarlo de forma errónea, y con ello podría llevarse a inculpar a un inocente. Aunque posteriormente se rectifique el error, el que una vez ha sido sospechoso siempre quedará perjudicado. Que Menkhoff se formara tan rápidamente una opinión en este caso, expresándomela además como definitiva, me sorprendió muchísimo. Por otra parte, como novato que era, no me atreví a contradecir a quien tenía por un investigador experto.
—Menkhoff, ¿qué… qué le hace estar tan seguro de la culpabilidad de Lichner?
Él siguió allí de pie ante la ventana, pero se giró hacia mí.
—Nicole me ha explicado ciertas cosas que le convierten a mi juicio en nuestro sospechoso principal.
¿Nicole?
—¿La maltra…?
—Sigue sin confesar que Lichner sea el responsable de los hematomas que muestra en el cuello. Y no me ha dicho nada en concreto que le incrimine directamente, pero siendo capaz de leer entre líneas es evidente cuánto la hace sufrir ese cerdo. Le ha insistido en que debía acudir a vernos para confirmar su coartada de aquel viernes por la tarde, aunque ella declaró ayer no recordarlo bien. No ha tenido el valor necesario para oponerse a él, a sus deseos. Ese hombre la humilla, la trata como si fuera una maldita posesión suya. Cuando él… cuando se siente excitado, ella debe permitirle utilizarla a su antojo. Me ha asegurado que le da asco… —Había elevado la voz, ahora abiertamente airada—. Siento deseos de vomitar sólo de pensar en ello. Se está dedicando a destrozar a esa mujer y ella es incapaz de impedírselo porque tiene miedo de abandonarle. Debería haberla visto mientras me hablaba de él, no dejaba de estremecerse y temblar.
—Y usted cree…
—Para mí no cabe duda, Seifert: Joachim Lichner es el asesino de la pequeña Juliane. Y lo demostraré.
Posiblemente, pensé, ese doctor fuera en verdad un individuo bastante indeseable, pero… todo lo que Menkhoff me acababa de explicar sólo afectaba a Nicole Klement y no estaba relacionado en ningún modo con el asesinato de la niña.
—Jamás deberá permitir que afloren sus sentimientos en un caso de asesinato —comenté irreflexivamente, y apenas hube pronunciado aquellas palabras ya me arrepentí de ellas.
—¿Cómo? —se sorprendió Menkhoff.
—Eso… eso es lo que usted me dijo, cuando…
—Sí, ya sé cuándo se lo dije. ¿Y a qué viene eso ahora?
Me costó sostener su mirada.
—No lo sé. Tal vez esté en un error, y es posible que no me corresponda a mí decirle esto, pero… me da la impresión de que se está dejando dominar por sus sentimientos.
No reaccionó durante largos minutos, limitándose a mirarme fijamente a los ojos. Contaba con que de un momento a otro asistiera a uno de sus frecuentes arranques de ira, pero no fue así. El Inspector jefe Bernd Menkhoff no pronunció ni una sola palabra.
En mi mente comenzó a formarse un pensamiento tan descabellado que me resultó del todo imposible mencionárselo a Menkhoff. Me acusaría, y con razón, de haber perdido el juicio por completo. Por otra parte… No podría causarme mayor daño que unos gritos e imprecaciones. De modo que reuní el valor necesario y me lancé.
—Menkhoff, ¿puedo hacerle una pregunta indiscreta?
Su semblante se transformó, sin yo saber muy bien cómo interpretar aquel cambio.
—Pregunte.