Capítulo 42

23 de julio de 2009, 20:05 horas

Le había referido ya a Mel la mayor parte de lo sucedido, de todo aquello que tanto me preocupaba, pero omití en mi relato los detalles del historial médico de Nicole. En parte porque no deseaba impresionarla sin necesidad con aquellos horribles sucesos, en parte porque sospechaba que Nicole estaba aquejada de serios problemas psicológicos como consecuencia de las vivencias de su infancia. Mel no había llegado a coincidir con Nicole, pero a lo largo de los años le había explicado muchas cosas de ella, prácticamente todo lo que sabía, a excepción de aquellos detalles íntimos que Menkhoff me había confesado en sus raros momentos de proximidad. Nunca le había hablado de aquello ni tampoco de mis sospechas en el caso de la pequeña Juliane Körprich.

Tuve que llamar dos veces al timbre antes de que Menkhoff abriera la puerta llevando un gastado osito de peluche en la mano.

—Pasa y siéntate. Aún me falta cantarle la tercera canción de buenas noches, y Luisa insiste en que tienen que ser tres. Es una especie de ritual.

Le seguí por el pasillo hasta que alcanzó las escaleras que conducían a la planta superior, en la que se encontraba la habitación de Luisa.

—Compruebo que últimamente sueles recibirme invitándome a entrar para pedirme de inmediato que te espere un poco —observé—. No es que eso sea muy educado, señor inspector jefe.

Se detuvo en su avance y giró hacia mí.

—Tal vez se deba a que en los últimos días no sólo se ha esfumado mi paz, sino también mi educación, Alex. —Se había vuelto de nuevo hacia las escaleras, sobre cuyo primer escalón apoyó un pie, mientras añadía—: Y muy especialmente desde esta tarde.

«De acuerdo, me dije, no más bromas para intentar aligerar la tensión».

Teresa y Bernd habían amueblado su hogar en una mezcla de estilos que combinaba lo antiguo y lo moderno y habían alcanzado en ello un cierto equilibrio, lo que atribuí principalmente a las capacidades de Teresa. Las diferentes piezas del mobiliario y los accesorios se complementaban a la perfección, a pesar de que entre la fabricación de unos y otros mediaban más de doscientos años.

Me acomodé en el sofá en forma de L, acariciando el suave terciopelo beige, y miré alrededor. ¿Algún cambio desde que Mel y yo habíamos visitado aquella casa apenas un mes atrás? No nos solíamos encontrar ni con frecuencia ni con regularidad, pero disfrutábamos mucho del tiempo que pasábamos juntos. Esa noche, sin embargo, no sería así.

En las estanterías situadas junto al sofá había expuesta una fotografía de Bernd y Teresa, juntos, abrazados y sonriendo a la cámara. Examiné el rostro de Teresa con mayor atención, la mirada azul con aquellas finas líneas en el contorno de los ojos, la boca sonriente que dejaba a la vista unos dientes perfectos y el cabello rojizo que le rozaba los hombros. Teresa no podía calificarse de hermosa, pero a pesar de ello había constatado que solía mirarla con frecuencia, más allá de lo que resulta normal cuando uno se relaciona con algún amigo y mantiene una conversación con él. Ella era algunos años mayor que yo, y además… yo estaba felizmente casado con Mel. No me sentía atraído por ella en un sentido que sobrepasara la mera amistad. No, la causa había que hallarla en ese algo especial que poseía Teresa. Era cariñosa sin resultar maternal; segura de sí misma, pero no arrogante. Una mujer por quien nadie se volvería por la calle para mirarla, pero de la que posiblemente no hubiera apartado la vista mientras se hallaba sentado en un café.

—Ya se ha dormido. —Menkhoff apareció repentinamente en el umbral—. ¿Te apetece tal vez un Pinot gris?

Menkhoff solía preferir el vino tinto de origen italiano, e inclinarse en cuanto a los blancos por aquellos procedentes de la región del Mosela; estaba siempre bien surtido de ambos. Hasta la fecha, todos los vinos que me había ofrecido me habían parecido excelentes, por lo que acepté.

—Sí, gracias.

Sólo unos minutos más tarde, brindábamos desde nuestros respectivos asientos. El vino estaba muy frío y había empañado el cristal de la copa. Me pareció, como había esperado, excelente.

—Una pregunta, Bernd. —Apoyé mi copa sobre el mármol de la mesita auxiliar situada junto al sofá—: Lichner mencionó esta mañana algo acerca de la esencia de la persona, el ser, algo que hay que saber reconocer. ¿Te dicen algo esas palabras?

—Estupideces de ésas que suele proferir habitualmente. ¿El ser? ¿De otro planeta? Imagino que ni él mismo sabe a qué se refiere. O estaba burlándose de ti o tratando de darse importancia. Más bien lo primero, calculo.

—Bueno… —No estaba seguro de coincidir con mi compañero en aquella opinión—. Los archivadores… aún se encuentran en el coche.

Menkhoff me tranquilizó con un gesto.

—No hay prisa. Sólo de imaginarme lo que probablemente descubramos en esos papeles ya siento deseos de vomitar.

Apoyó su copa sobre la mesa y repasó suavemente los bordes con su dedo índice, la mirada ausente dotada de un brillo febril. Intentaba demorar aquellos momentos tan desagradables, tal como suelen hacer los niños con aquello que no son capaces de asumir, y me cuestioné una vez más la necesidad de aquel sufrimiento que estaba a punto de causarse a sí mismo.

—No es la primera vez que se da una situación como ésta —dijo repentinamente, y aunque había hablado en voz baja, me sobresalté—. También las hubo entonces.

—¿A qué te refieres?

Su mirada volvió de la nada en la que se había perdido, intentó adaptarse a la realidad espacial en la que nos hallábamos inmersos en aquel momento, y encontró la mía.

—Nicole. Quería explicarte algunas cosas de ella antes de que revisáramos esos archivadores. No es la primera vez que la veo en ese estado, Alex.

Mi compañero siempre sabía encontrar el modo de sorprenderme. Y aquella revelación me exigió algunos segundos para asimilarla antes de que me sintiera en disposición de reaccionar.

—¿Quieres decir que ya entonces sabías que tenía problemas? ¿Por qué nunca…? Quiero decir… ¡Dios, Bernd! ¿La llevaste a ver a un especialista?

—No, no fue posible.

—¿Cómo? ¿A qué te refieres con que no fue posible?

—¿A qué crees que me refiero?

Su voz adquirió un tono muy desagradable y subió de intensidad.

Ignoraba por qué había reaccionado de forma tan exagerada a una pregunta que estimaba muy sencilla y me sentí injustamente atacado. Me encontraba allí debido a su deseo expreso…

—Si creyera algo concreto no habría formulado la pregunta, Bernd —respondí, imitando su tono agresivo—. Y deja de hablarme así. Yo no soy de los malos.

Se pasó las manos por el pelo y tomó un largo trago de su copa.

—Lo siento. Esto… Todo este asunto está acabando conmigo. Me alegro de que Teresa no se encuentre aquí. No sé si comprendería que Nicole…

Yo, en cambio, estaba sorprendentemente seguro de la comprensión de Teresa.

—Repito, entonces —dije—: ¿Por qué no podías llevar a Nicole a ver a un especialista?

—Me hubiera abandonado.

No estaba seguro de entenderle, parecíamos estar hablando de cuestiones distintas.

—¿Nicole te hubiera abandonado si la hubieses llevado a un…?

—Sí.

—Pero ¿cómo…?

—No posees suficiente información sobre ella, Alex. —Apoyó los antebrazos sobre sus muslos y las manos sobre sus rodillas—. Ya en aquella época, Nicole… Nicole padecía algunos trastornos. Algunos días se hallaba ensimismada hasta tal punto que ni siquiera reaccionaba cuando me dirigía a ella. A menudo permanecía simplemente sentada en un sillón desde el cual se asomaba al exterior, con las rodillas flexionadas y fuertemente abrazadas y… de alguna manera replegada sobre sí misma. A veces canturreaba en voz baja durante horas. —Extendió el brazo para alcanzar la botella de vino, volvió a llenar tanto su copa como la mía y bebió de nuevo—. Al principio le preguntaba por su actitud en cuanto de nuevo… en cuanto volvía a la normalidad. Me explicó que no se trataba de nada importante, que simplemente necesitaba unos momentos a solas consigo misma, sumirse en sus pensamientos. La primera vez que le sugerí dejarse tratar por un terapeuta me explicó sin ambages que la próxima vez que mencionara a un psiquiatra me abandonaría de inmediato. —Apartó la mirada de sus manos y la fijó en mí—. Lo interpreté como una reacción lógica después de la relación que había mantenido con aquel individuo, Alex. ¿Qué podía hacer? Estaba convencido de que, si me abandonaba, el dolor me haría perder la razón. —Otro breve silencio—. Creo que hubiera hecho cualquier cosa por ella, lo que sea.

Ahí lo sentí de nuevo, el puñetazo en pleno estómago. El puño invisible había estado aguardando agazapado, apuntándome, preparado para atacarme y revolver mis entrañas. Hubiera hecho cualquier cosa por ella…

—No creo que puedas entenderlo, Alex, pero… se trataba de una especie de dependencia. Creí que no podría, de ninguna manera, vivir sin ella.

No hubiera esperado jamás oír palabras como aquéllas de la boca de Bernd Menkhoff, a quien muchos de sus compañeros temían por su carácter irascible.

—¿Hubo otras… más cosas extrañas?

—No. Bueno, sí… Ella… tenía ciertos problemas con la proximidad. Quiero decir, con el contacto personal. A veces incluso me apartaba cuando sólo pretendía abrazarla. Y más allá de eso… en la cama… sólo en muy contadas ocasiones. Y cuando ocurría, permanecía muy quieta, sin moverse, como si se limitara a soportar aquello.

Su mirada se había vuelto vidriosa, y a pesar de todas las dudas y preguntas que sentía bullir en mi interior me inspiraba una compasión infinita. ¡Cuánto debía haber amado a aquella mujer para aceptar todo lo que me estaba explicando, para soportarlo sin más!

—Estaba convencido de que Lichner la había conducido a ese estado. Sabía que solía pegarle y temí que hubiera otras cosas… No sabía nada de su historial previo ni que precisamente había sido ese individuo el que había estado tratándola. Pero, aunque a veces su comportamiento era extraño… era la mujer más maravillosa que había conocido jamás. Todo lo que hacía presentaba una cierta profundidad, jamás era superficial. Ella… era muy diferente a lo que veían los demás, Alex. No sé cómo expresarlo. La mayor parte de lo que tú conociste de ella no era más que una actuación, un juego. No se trataba de la verdadera Nicole, la que conocí yo. Lo que… —Se detuvo en busca de las palabras adecuadas— lo que no podía percibir un extraño era…

—¿Su esencia? ¿El ser?

«Tiene que descubrir la esencia, el ser». ¿Se refería Lichner a Nicole Klement? ¿Qué pretendía con aquellas palabras?

Menkhoff no pareció advertir que le había vuelto a nombrar el término por el cual le había preguntado sólo unos momentos antes.

—En cualquier caso —continuó sin inmutarse siquiera—, ahora ya sabes… Bueno, conoces un poco mejor a Nicole. ¿Crees que podríamos comenzar ahora a revisar esos documentos?

—De acuerdo —aprobé, y me puse en pie—. Iré a recoger los archivadores.

De camino al coche, en mi cabeza se repetían una y otra vez las mismas palabras:

«Tiene que descubrir la esencia, el ser».