Capítulo 13

23 de julio de 2009

Poco antes de las ocho de la mañana ya me encontraba de nuevo ante la puerta de la casa de Menkhoff. A diferencia de los días anteriores, en los que el calor sofocante había perlado mi frente de sudor ya en horas matutinas, la temperatura todavía se mantenía en los límites de lo tolerable. Menkhoff me abrió en ropa interior y se alejó de la puerta apresuradamente.

—Pasa y prepárate un café. Dame cinco minutos. Luisa está en la cocina con la señora Christ.

La señora Christ, figura imprescindible en aquella casa, era una mujer corpulenta de unos sesenta años. Cuidaba de la hija de Menkhoff, que acababa de cumplir los cinco, durante casi todo el día. No solía coincidir con ella, ya que la mujer llegaba usualmente en torno a las diez y se marchaba de nuevo entre las seis o las siete de la tarde, en cuanto Bernd o Teresa, uno de los dos, volvían del trabajo. Esa semana, sin embargo, se había presentado algo más temprano para ayudar a Luisa a vestirse antes de acudir a la guardería. Teresa Menkhoff ostentaba el cargo de director médico en el Hospital Universitario de Aquisgrán y pasaría los próximos seis días en un congreso de medicina en Nueva York.

Luisa me dedicó la más radiante de las sonrisas cuando me vio aparecer por su cocina.

—Hola, Alex. Mira, estoy desayunando muesli, igual que papá.

Aquella gran mella que hacía sólo cuatro semanas había sido ocupada por un incisivo le daba un aire tan travieso que no podía evitar reírme en cuanto la miraba. La señora Christ me ofreció un café y me senté con ellas a la mesa mientras veía desayunar a Luisa. Había colocado el envase de muesli ante sí y examinaba con fascinada atención los dibujos de la caja, introduciéndose simultáneamente una cucharada tras otra en la boca. Su parecido con su madre era asombroso. No sólo dejaba adivinar cuál debía de haber sido el aspecto de Teresa cuarenta años atrás: incluso su cabello era, en color y corte, una imitación exacta del de su madre.

Bernd y Teresa se habían conocido en el año 2000, cuando coincidieron en una fiesta de cumpleaños. Me alegré mucho por él cuando comprobé que estaban juntos. Acababa de dejar atrás un período tan traumático de su vida que también yo, al igual que sus restantes conocidos y compañeros, había abandonado la esperanza de que permitiera jamás que alguna mujer se le volviese a acercar lo suficiente como para superar la clasificación de «encuentro superficial». Se casaron en verano del año siguiente.

Luisa me sonrió.

—Papá no lleva puestos los pantalones.

Era una niña encantadora.

—Es verdad. Pero está en ello.

Mel y yo habíamos decidido tras nuestra boda aguardar unos años antes de ir a por los hijos. Cuando, ya en el 2005, creímos que había llegado el momento, simplemente no llegaron. El ginecólogo afirmaba que no veía ningún problema en ella, y que la demora solía ser normal en mujeres que llevaban muchos años tomando la píldora. Seis meses más tarde también yo me dejé examinar por un médico, que igualmente me aseguró que estaba sano y sin impedimentos para engendrar. A pesar de ello no se producía ningún embarazo. Para mis adentros ya había aceptado la idea de renunciar definitivamente a la paternidad, pero no podía expresarlo en voz alta, por Mel. Ella acababa de cumplir los treinta y cinco y aún podía mantener la esperanza unos cuantos años más. Y quizá…

Menkhoff apareció en la cocina, besó a su hija y se dirigió a mí.

—Cuando quieras.

Apuré lo que quedaba del café, ya no tan caliente, me despedí de la señora Christ y de Luisa y abandoné la cocina siguiendo los pasos de mi compañero.

De camino a la comisaría, le expliqué la sugerencia de Mel de que tal vez Lichner sólo pretendiera ocultarle la niña a su madre. Menkhoff no lo consideraba una posibilidad muy acertada, pero coincidió en que localizar a aquella mujer se había convertido en algo prioritario.

En el pasillo de la tercera planta nos salió al encuentro Jens Wolfert, el más joven de nuestros compañeros, un chico alto y desgarbado de un grueso cabello castaño que, pese a que lo llevaba muy corto, no perdía su textura casi lanuda. Hacía sólo pocas semanas que se había incorporado a la División de lo Criminal numero dos y no lograba que nadie le tomara en serio. Probablemente influía el hecho de que se tratara del hijo de Peter Wolfert, el secretario de estado de justicia, la persona que solía actuar como representante del ministro. Todos veíamos en él un ejemplo más que evidente de nepotismo. Sobre todo porque Jens no dejaba pasar ocasión para recordarnos quién era su padre. Por añadidura, nuestro compañero parecía creer que cada vez que dos personas coincidieran en sus caminos estaban obligados a detenerse para conversar largo y tendido.

—Buenos y maravillosos días —nos saludó con eufórico entusiasmo—. La comisaria les está buscando, lleva toda la mañana preguntando por ustedes. Por cierto, ya me he enterado de lo de anoche. Un secuestro infantil, y han conseguido pescar a uno de los gordos. Mis más sinceras felicitaciones. Me alegraré de poder ayudarles, si…

Menkhoff se detuvo bruscamente y se dirigió a mí con expresión de sorpresa.

—¿Estuviste de pesca ayer noche? ¿Sin decirme nada?

—Jajá —rió Wolfert—. Que chiste tan divertido, señor inspector jefe. Tengo que comentarle a mi padre lo ocurrentes que son sus agentes. Seguro que se alegrará de saberlo.

Menkhoff continuó avanzando por el pasillo, acercándose al despacho de la comisaria, situado al final del mismo, al tiempo que sacudía la cabeza en un gesto de resignación.

—Un pensamiento reconfortante el de estar a las órdenes de su padre —dije yo—, compañero Wolfert.

No aguardé una respuesta, aunque oí que me gritó alguna cuando ya me había alejado por el pasillo lo suficiente como para no poder escucharla.

La comisaria al mando de la división de lo criminal número dos, Ute Biermann, sostenía un auricular cerca de su oreja cuando entreabrimos su puerta tras una breve llamada anunciadora. Nos hizo señas para que entráramos en su despacho y dio término a la conversación que estaba manteniendo antes de que hubiéramos alcanzado las sillas situadas ante su impresionante mesa de caoba.

—Buenos días; tomen asiento, por favor.

Ute Biermann era conocida por su extravagancia, evidente no sólo en sus gafas de montura llamativamente roja, que ejercían un impactante contraste con su cabello teñido de azabache y de corte masculino, sino, con frecuencia, también en su forma de vestir, no demasiado convencional para una mujer que ya había alcanzado los cincuenta. Solía aparecer por la comisaria envuelta en las más atrevidas combinaciones de colores sin parecer jamás ordinaria. Aquella mañana, sin embargo, se había decidido por unos sencillos pantalones de tela gris marengo y una blusa color beige.

Nuestra superior señaló el informe que descansaba sobre su mesa.

—Explíquenme lo del doctor Lichner.

Dado que Menkhoff no daba señales de disponerse a obedecer sus órdenes, fui yo quien le expliqué, con todo detalle, lo sucedido la tarde y noche anterior.

—¿Han podido localizar ya a la madre?

—No, nos pondremos a ello inmediatamente.

—Al margen de la llamada anónima recibida, ¿cuentan con algún indicio que indique que Lichner sea responsable de la desaparición de su hija?

—Su vecina —ahora sí intervino Menkhoff— nos ha confirmado que convive con una niña, de aproximadamente dos años de edad. El dormitorio infantil recién pintado, el dato del registro… ¿Todo ello no le parece suficiente? Por favor, señora Biermann, ese individuo ya asesinó una vez, hace dieciséis años, a otra niña de corta edad.

La comisaria levantó la primera página del informe y dejó errar su mirada por la siguiente.

—Según se indica aquí, la vecina es una especie de… chica punk, incapaz de confirmar siquiera con seguridad que Lichner viva en aquel edificio.

Menkhoff me dirigió una mirada cargada de reproche.

—Y tampoco se dice nada de un dormitorio infantil, sino, simplemente, de una habitación recién pintada sin más, anónima. ¿Cómo puede afirmar usted que es, o era, un dormitorio infantil, señor Menkhoff?

—Pues es evidente. Todas las demás…

—Lo lamento, pero no puedo compartir la lógica de su pensamiento. Y en lo que respecta al registro: según tengo entendido, allí sólo aparece registrado el nacimiento de una persona, no su desaparición. ¿Quién le dice que la niña no vive con su madre? Es lo primero que debería haber comprobado. —Apoyó los codos sobre la mesa y entrelazó las manos, como si se dispusiera a rezar—. De modo que, al margen de sus suposiciones, ¿cuenta usted también con alguna prueba, algo que se sostenga ante el juez de instrucción? —El silencio se prolongó durante largos segundos antes de que, finalmente, ella asintiera—. Me temía algo así. Muy bien: les doy hasta las dos de la tarde, es el tiempo máximo que estimo poder entretener al abogado de Lichner cuando lo localicemos, circunstancia que, gracias a Dios, aún no se ha producido. Si para entonces no cuentan con nada válido ante la fiscalía o el juez para autorizar una prisión preventiva, dejaré en libertad al señor Lichner. Con lo que me han presentado aquí no me arriesgaré a ningún tipo de reclamación, no siento ningún deseo de hacer el ridículo.

Sentí a Menkhoff tensar la parte superior de su cuerpo.

—Pero, nosotros…

—Gracias, eso es todo. —Consultó su reloj como señal inequívoca de que daba por concluida aquella conversación—. Están a punto de dar las nueve, señor Menkhoff. No dispone de demasiado tiempo, debería apresurarse.

El juramento que masculló Menkhoff en el pasillo fue tan subido de tono que varios rostros curiosos se asomaron a las puertas de sus respectivos despachos.

—Ella tiene razón, aunque no te agrade —le dije, ya en nuestra oficina.

—Que sí, que sí, que sí. Ahórrame tus sabios consejos. Ese cabrón es culpable de la desaparición de su hija, estoy seguro de ello. Y, ¡maldita sea!, ya encontraré las pruebas necesarias para demostrarlo.

—Por cierto, he olvidado comentarles algo importante.

Me giré hacia la puerta, sorprendido, y constaté también el sobresalto de Menkhoff. En el umbral se recortaba la figura de la comisaria.

—El subinspector Dieghard estará de baja hasta la próxima semana, lo cual les obligará a responsabilizarse a partir de ahora del nuevo. —Antes de que ninguno de nosotros pudiera comentar sus órdenes añadió—: Y sin discusión.

Acto seguido desapareció.

Solté lentamente el aire contenido y miré hacia Menkhoff. Parecía estar a punto de explotar.