Capítulo 39

23 de julio de 2009, 13:36 horas

Me agradó la atmósfera que impregnaba la zona de Oppenhoffallee: una calle formada por edificios altos y esbeltos cuyos frontales se habían adornado de forma prolija con toda clase de figuras, columnas, miradores y balcones semicirculares de piedra. Aquellas viviendas habían sido habitadas en el siglo XIX por las más importantes familias de comerciantes de Aquisgrán.

Los ancianos e imponentes árboles que ocupaban la franja central de la vía, aquélla que servía de línea divisoria a los vehículos que circulaban en ambos sentidos, arrojaban caprichosas sombras de contornos bien definidos sobre la calzada que se alternaban en un aparente juego con la luz solar y me obligaron a cerrar los ojos en varias ocasiones, repentinamente deslumbrado.

El piso de Nicole Klement se encontraba situado en la quinta planta de una de aquellas casas. No había ascensor, y fueron nada menos que noventa y dos los escalones que nos condujeron hasta la pesada puerta de madera. Una vez comencé a contar los escalones, me fue imposible detenerme hasta llegar a mi destino.

La llamada de Menkhoff inició el sonido de unos pasos aproximándose tras la puerta y fui repentinamente consciente de que todo aquel tiempo había anhelado que ella no se encontrara en casa. Ignoro por qué, quizá porque aquel reencuentro entre ella y Menkhoff no hacía presagiar nada bueno.

Pero estaba. La puerta se abrió, y, cuando la tuvimos ante nosotros, con la mano sosteniendo la puerta entreabierta, no parecieron haber transcurrido los años desde que la vimos por primera vez. Con cada uno de los noventa y dos escalones que empleamos para acercarnos a ella parecíamos haber retrocedido semana tras semana en el tiempo, para finalmente presentarnos ante su puerta de nuevo en febrero de 1994.

Nicole no había perdido aquella belleza suya que sugería fragilidad, ni aquel halo de melancolía que antes parecía rodearla por entero; todo aquello incluso había llegado a intensificarse, y la desolación en su mirada era mucho más perceptible aún que antes. Recordé las horribles experiencias de su niñez que me había revelado su historial médico y sentí como si un puño invisible me hubiese impactado en pleno estómago. No me sorprendía ya no haberla visto jamás reír con verdadera alegría. Llevaba su cabello negro, ahora entretejido con algunas mechas más claras, más corto que antes, pues apenas le llegaba a alcanzar los hombros.

Si se sentía sorprendida por nuestra visita nada en ella lo reveló. Al igual que años atrás, permaneció completamente muda en el umbral, aunque había que resaltar una diferencia muy importante: quince años atrás su mirada había errado entre mi compañero y yo. Ahora parecía prendida de la de Menkhoff. No estaba seguro de que hubiera advertido siquiera mi presencia allí.

—Nicole —musitó Menkhoff con voz ronca.

Como si las palabras hubieran brotado de mi boca y no de la suya, aquello provocó que la mirada de ella se desplazara unos segundos hacia mí, para retornar inmediatamente a su ubicación original.

—¿Sí?

Eso fue todo. No preguntó cómo habíamos obtenido su dirección o por qué aparecíamos por allí tras todos aquellos años, ni siquiera mencionó que se alegraba de ver a Menkhoff. Simplemente aquel apenado, delicadamente exhalado «¿Sí?».

También Menkhoff se sorprendió por aquel anormal recibimiento.

—Yo… Nos gustaría hablar contigo un momento —comenzó dubitativo—. ¿Puedes atendernos?

—¿Los dos? —preguntó ella—. ¿Se trata de algo oficial?

Me sentí aludido, tal vez porque mi subconsciente interpretó inmediatamente la sutil diferenciación que había efectuado: Bernd Menkhoff en solitario, conversación privada, Bernd Menkhoff y Alexander Seifert, asunto oficial. Por ello me decidí a tomar la palabra.

—Sólo indirectamente oficial, Nicole —le dije, y constaté cómo aquella interpelación tan personal, el uso de su nombre de pila, seguía requiriendo para mí un importante esfuerzo. Aún debía salvar una barrera interior para poder dirigirme a ella de forma tan familiar.

—Se trata de Joachim Lichner —continuó mi compañero sin que Nicole reaccionara de ningún modo al oír aquel nombre—. ¿Nos permites entrar un momento? —volvió a añadir Menkhoff en un tono sorprendentemente delicado.

Ella volvió la vista atrás, como si solicitase autorización a alguien situado a sus espaldas o desease comprobar que todo se hallase en perfecto orden. Se apartó, titubeante, y nos permitió franquear la entrada. Aguardamos a que hubiera cerrado la puerta y se nos adelantara. Nos condujo a la sala de estar situada al fondo del breve pasillo. Nos señaló una mesa redonda rodeada por cuatro sillas y tomamos asiento. Frente a nosotros, sobre un sofá de pana marrón, había extendida de forma desordenada una manta. Nicole la recogió y comenzó a doblarla, como si hubiese olvidado por completo que nos encontrábamos allí con ella. La vivienda no parecía descuidada ni desarreglada, pero daba sensación de oscuridad. La alfombra, los muebles, el pequeño sofá, incluso las paredes; todo se mantenía en diferentes gamas de un tono pardo muy próximo al negro. Por todas partes había dispersas diferentes baratijas, plumas, figuras de porcelana, un caballito de madera con las patas delanteras alzadas cuyas dimensiones parecían desproporcionadas, cajitas y latas de todos los tamaños, muñecas con deformes vestidos en forma de saco. Todos aquellos objetos presentaban algo en común: ofrecían una inexplicable impresión de tristeza y desvalimiento. Las bocas de las muñecas no sonreían, las cajitas no mostraban un alegre colorido. Al contrario, lágrimas teñidas de sangre corrían por las arrugadas mejillas de porcelana de una de las figuras del tamaño de mi antebrazo. Lo más llamativo de todo, no obstante, eran las fotografías. Enmarcadas en diferentes tamaños y materiales, un mueble auxiliar de madera de roble mostraba cuatro instantáneas infantiles. Desde mi ubicación no podía reconocer los rostros, pero todas ellas parecían representar a niñas de corta edad. También Menkhoff había advertido aquellas fotografías. Las examinaba sin mostrar expresión alguna en su rostro.

—¿Qué le ocurre a Joachim? —preguntó Nicole de forma repentina, sentándose frente a mí en la mesa. Por unos instantes creí absurdamente que había preguntado cuál había sido la causa de su muerte. Su comportamiento era, cuanto menos, extraño, sobre todo si se consideraba el tiempo transcurrido desde que Menkhoff y ella se habían encontrado por última vez. Permití que fuera él quien respondiera, pero le supuso un gran esfuerzo, como pude advertir.

—Sí… Ayer recibí una llamada anónima. Alguien afirmaba tener noticias de la desaparición de una niña de corta edad. —Mientras mi compañero hablaba, mi mirada se desplazó hacia las fotografías—. Nos dirigimos a la dirección que nos habían indicado y allí… bueno, comprobamos que Joachim Lichner vivía allí. En Zeppelinstrasse.

Su rostro no dejó traslucir emoción alguna.

—¿Conoces aquella vivienda?

—No.

—¿Estás segura?

—Sí.

—Pero… Pero tú… Has vuelto con él, ¿no es así?

—Nos vemos.

Menkhoff desplazó su mirada hacia mí. Ignoraba si pretendía que tomara la iniciativa y le comentara a Nicole que conocíamos su historial médico. Que en el asiento trasero de nuestro coche se encontraban unos documentos que describían con todo detalle los sucesos acaecidos en la que debió de ser la época más terrible de su vida. No, dudaba que pretendiera aquello.

—Nicole —dije, sin atreverme a sostenerle la mirada—. ¿Tiene Joachim Lichner algún hijo?

Incluso entonces no advertí en ella reacción alguna y me pregunté si no se encontraría bajo la influencia de tranquilizantes.

—No —contestó—. No sé nada de ningún niño.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Menkhoff con cautela. Ella le miró como si necesitase interpretar sus palabras. Tal vez no eran tranquilizantes lo que tomaba, sino drogas. Tuve que contener el impulso de ponerme en pie y salir de allí. Aquel ambiente tan deprimente, el extraño comportamiento de Nicole, toda aquella situación me resultaba tan irreal que me sentí inmerso en una pesadilla en la que, aunque no había monstruos ni se huía desesperado sin lograr avanzar, la opresión resultaba insoportable.

—Me encuentro bien —respondió ella en voz baja, y, aunque el tono empleado desmentía sus palabras, bien era cierto que jamás había oído otro distinto en ella.

—¿Qué…? ¿Quiénes son esas niñas de las fotografías?

Ella miró alrededor, se detuvo en las fotografías enmarcadas y se encogió de hombros.

—¿Ésas de ahí? Unas niñas, no las conozco.

—¿No las conoces? Pero… ¿Por qué colocas ahí esas fotografías entonces? ¿De dónde las has sacado?

Ni su rostro ni su postura sufrieron cambios reseñables.

—Eso no importa. Yo… Me siento algo confundida —dijo. Su voz había adquirido un ligero tinte agresivo, desconocido para mí hasta entonces en ella. Menkhoff me miró en busca de auxilio, revelando su aturdimiento, y volvió a hablarle a Nicole.

—Pero… ¿Por qué pones ahí las fotografías de unas niñas desconocidas?

En el rato que llevábamos en su vivienda no había llegado en ningún momento a alzar la vista, manteniéndola siempre fija en la mesa, en sus manos, o en cualquier objeto aleatorio de aquella habitación. Pero entonces levantó la cabeza y miró a Menkhoff a los ojos, la mirada infinitamente triste de una niña pequeña con ciertos vestigios de tozudez.

—Yo… Quiero protegerlas. Puedo protegerlas mientras se encuentren aquí conmigo, en mi casa.

—¿Protegerlas?

—De los adultos que fingen ser sus amigos.

Menkhoff soltó una exclamación ahogada y me miró. Parecía haberse contagiado de la tristeza de Nicole, y mostraba ahora claros síntomas de esa misma angustia.

—Alex, ¿puedes adelantarte, por favor? Ahora mismo te sigo.

Asentí, y me puse en pie.

—Adiós, Nicole —me despedí.

Ella no respondió. Ni siquiera me miró.