Capítulo 57

24 de julio de 2009, 16:31 horas

La leí una y otra vez.

—¿Cómo interpreta usted esto? —me preguntó la comisaria en cuanto alcé la vista.

Tuve la certeza entonces de que Menkhoff no le había mencionado el coletero cuando le explicó que había recibido aquella llamada telefónica. Si hubiera conocido aquel dato, la reacción de la comisaria hubiera sido bien diferente.

—Pues… No sé… —comencé, dubitativo, intentando ganar algo de tiempo.

—¿Qué es lo que no sabe, inspector jefe? —insistió ella, examinándome con atención—. Es usted el compañero del inspector jefe Menkhoff. ¿Sabe a qué se refiere esta nota, sí o no?

Mis glándulas sudoríparas comenzaron a funcionar a toda velocidad. En pocos momentos mi frente quedaría cubierta por una fina película de sudor. Intenté pensar febrilmente qué podría responder. Por supuesto, estaba obligado a informar de todo lo que averiguara. Y, ciertamente, existía la posibilidad de que…

Una breve llamada interrumpió mis pensamientos. Antes de que Ute Biermann pudiera reaccionar, se abrió la puerta y entró Menkhoff. Cuando me vio allí se detuvo de forma abrupta. Su mirada pasó alternativamente de nuestra jefa a mí.

—Vaya —comentó con sarcasmo, poniendo los brazos en jarras—. No podías esperar, ¿verdad? ¿Ya le has comentado tus retorcidas ideas acerca de…?

—No he hecho nada —le interrumpí con presteza—. Me encuentro aquí porque la señora Biermann deseaba hablar conmigo.

A mis espaldas percibí un estrépito que me sobresaltó. Volví la vista atrás, asustado. La comisaria, aún medio sentada sobre su mesa, había golpeado ésta fuertemente con la palma de la mano.

—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó en tono autoritario, dirigiéndose a Menkhoff—. ¿Qué ideas se supone que me debe haber comentado el señor Seifert, inspector jefe Menkhoff?

Éste sacudió la cabeza.

—De eso hace mucho tiempo. Se trata del asesinato que Lichner cometió en el 94, aquella niña de corta edad. Mi… mi compañero se lo explicará inmediatamente. —Pronunció la palabra «compañero» como si se tratara de un insulto—. Estoy intentando localizar en España a esa mujer con la esperanza de que me indique algo acerca de Nicole que me pueda servir de ayuda, pero hasta ahora no he tenido éxito. El tiempo vuela, y sólo quería preguntarle si hay alguna novedad en cuanto a la búsqueda.

La comisaria me miró como si pudiera deducir de la expresión de mi rostro cuál debía ser su respuesta. Me sentía intrigado por saber si le mencionaría a Menkhoff la breve nota que aún sostenía en mi mano.

—De acuerdo —dijo, finalmente—. No tenemos nada. Excepto esto. —Y me señaló con un gesto de su cabeza—. Me acaban de hacer llegar esta nota.

Lo había hecho. Le tendí a Menkhoff la hoja de papel sin ser capaz de mirarle a los ojos mientras lo hacía. Se me acercó en dos pasos, recogió la nota de mi mano y leyó aquellas breves palabras con los ojos entornados. Después dejó caer la mano y sacudió la cabeza. Su frente mostraba unas profundas arrugas.

—¿Qué es esto? ¿Viene de Nicole?

—Creí que usted podría aclarárnoslo —respondió Ute Biermann, apartándose de la mesa y rodeándola hasta alcanzar su silla.

—Dice que el autor o la autora de esta nota protegió en su día a alguien. ¿Y no hablaba la señora Klement precisamente de protección? Y después añade: «Y no Joachim». ¿Se le ocurre qué puede significar?

Por supuesto que lo sabía, y también yo. Miré a Bernd Menkhoff con la esperanza de que contara con una explicación para aquello, y no sólo para tranquilizar a nuestra jefa.

—Ahora mismo no tengo tiempo para estas cosas, quizá pueda usted…

—Pues tendrá que tomarse el tiempo necesario, señor inspector jefe, pese a que comprenda que se halla sumamente preocupado por su hija. Porque tal vez lo que sepa nos sirva de ayuda en este caso. De modo que, ¿tiene algo que decirme?

No había alzado la voz y no parecía especialmente autoritaria, pero, a pesar de ello, cierto matiz en sus palabras revelaba que no toleraría ninguna excusa. El pecho de Menkhoff se agitó. Luchaba contra la ira que amenazaba con dominarle, era evidente, pero logró contenerse. Tras dirigirme una mirada cargada de reproche, se dejó caer pesadamente en uno de los sillones, frente a mí.

—De acuerdo. Así que opina usted que es mucho más importante en estos momentos volver a remover historias antiguas que encontrar a mi hija.

Ute Biermann no se dejó impresionar por sus palabras.

—Si pudiera usted decidirse a dejar de polemizar y contestar a mi pregunta ya habríamos terminado, señor Menkhoff.

Soltó el aire, resoplando.

—Hace dieciséis años Nicole encontró un coletero en el coche de Lichner, la mañana después del asesinato de Juliane. Tanto las ruedas como los laterales del vehículo estaban cubiertos de barro. Probablemente del sendero que conducía al lugar en el que encontramos el cuerpo.

Me estremecí imperceptiblemente. Lo que acababa de comentar del barro no era más que una suposición especulativa, basada por entero en la declaración de Nicole. No habíamos encontrado ni la más mínima huella en el vehículo de Lichner.

—El coletero se encontraba en el suelo, en la parte del acompañante. Gracias a Dios, Nicole supo reaccionar de forma adecuada y lo recogió. Aquella misma tarde, Lichner ya había limpiado su coche por completo. Cuando ella me comentó el incidente, ese individuo ya era nuestro sospechoso principal.

Nuestro sospechoso principal…

—Le dije a Nicole que colocara el coletero en algún lugar visible.

Miré a Ute Biermann. Podía leerse claramente en su rostro lo que opinaba de toda aquella historia.

—¿Pero ha perdido completamente la razón, señor Menkhoff? ¡Manipuló usted las pruebas! ¿No sabe que…?

—¡Ese objeto se encontraba en el coche de Lichner, maldita sea! —saltó Menkhoff—. ¡Ese hijo de puta había asesinado a una niña de corta edad! La prueba se halló en su coche. ¿Debíamos permitir su puesta en libertad sólo porque no está permitido desplazar de lugar una prueba? Yo no coloqué el coletero entre sus cosas. Ya estaba antes en su poder.

Enfrentaron sus miradas: la jefa de la comisaría de lo criminal y uno de sus principales investigadores, quien acababa de confesarle que había cometido una grave infracción años atrás. Tras un tiempo que se me antojó interminable, y en el que el silencio pesó sobre nosotros como una manta empapada en agua, la comisaria señaló la hoja de papel que Menkhoff había puesto sobre la mesa.

—¿Y esto? ¿Qué ocurre con esto? Sugiere que fue Nicole Klement quien asesinó a aquella niña hace años y no Joachim Lichner. —Y tras una pausa añadió—: Y usted lo ha sabido todo este tiempo.

Menkhoff se puso en pie de un salto, profundamente alterado.

—¡Eso es un disparate! Esa mujer ha perdido el juicio. Ha secuestrado a mi hija. Ella… ella podría hacerle daño. ¿Cree usted que…?

—¿El mismo daño que le causó a aquella otra niña hace años?

—¡No! ¡Maldita sea! Joachim Lichner asesinó a aquella niña.

Nuestra jefa desplazó su mirada hacia mí, pretendiendo a todas luces incitarme a tomar la palabra. Sentí el peso abrumador de aquella mirada, pero no me decidí a abandonar mi silencio. Noté que también Menkhoff me observaba.

—¿Por qué no dices nada, Alex? —me rogó—. Tú también eras consciente de cómo nos mentía aquel hijo de puta arrogante. Él… No tenía coartada… y se burlaba de nosotros, y también estaba aquella anciana, que observó cómo le ofrecía chocolate a la niña. ¡Dios! ¡Y aquellas fotografías relacionadas con la pederastia en su ordenador…!

—Señor Menkhoff, márchese a casa ahora mismo —le interrumpió Ute Biermann—. Le aparto de este caso con efecto inmediato. Por el momento, renunciaré a suspenderle de empleo y sueldo.

—¿Qué? —El rostro de Bernd Menkhoff registró una sorpresa sincera—. ¿Quiere impedirme que busque a mi hija sólo porque le han entregado una nota en la que su perturbada secuestradora comenta alguna estupidez confusa? No puede hablar en serio.

—No, señor Menkhoff —le respondió gélida—. Le envío a casa porque usted acaba de confesarme que mientras estaba investigando un caso manipuló intencionadamente unas pruebas. Dada la situación en la que nos hallamos, investigaremos esa cuestión después, cuando recuperemos a su hija. Pero conoce usted las leyes a la perfección, y sabe que mi obligación sería incoar de inmediato un expediente disciplinario contra usted al que pudiera seguir incluso una acusación penal.

—Pero, usted no puede…

Se interrumpió y buscó mi auxilio con la mirada, pero le rehuí. Era consciente de que la comisaria no podía actuar de modo diferente, estaba obligada a apartarle del caso y enviarle a casa. A pesar de las dudas que me habían acompañado a lo largo de los años, y que ahora parecían confirmarse, mi compañero me inspiraba una profunda compasión.

Cuando advirtió que yo no añadiría nada a sus palabras, que no estaba dispuesto a ayudarle por sentirme incapaz de ello, se puso en pie de nuevo.

—Si piensa que me voy a marchar a casa y quedarme allí cruzado de brazos, se equivoca de medio a medio, señora comisaria. Nicole Klement ha secuestrado a mi hija y voy a encontrarla. En calidad de policía o en calidad de padre, me es indiferente.

Y dirigiéndose a mí, añadió:

—Pero jamás pensé que tendría que ocuparme yo solo.

Y pocos segundos después cerró de un portazo.