Capítulo 54

24 de julio de 2009, 14:11 horas

Miré fijamente a Menkhoff, incapaz de moverme y mucho menos de hablar. ¿Lo de entonces? ¿Colocar aquella cosa en el armario? Intenté decir algo, pero mis labios no reaccionaron para formar las palabras necesarias. Lo que acababa de revelar Nicole atrapó mis pensamientos y me sentí como si un espíritu maligno me hubiera inmovilizado. Hasta que Menkhoff, tras unos segundos que me parecieron interminables, no colgó el aparato acallando el insistente tono que indicaba el fin de la llamada, no fui capaz de reaccionar.

—¿Bernd? ¿A qué se refiere Nicole? ¿Qué le pediste que hiciera?

Exhaló ruidosamente el aire contenido con la mirada fija en su mesa. Giró lentamente la cabeza y me miró de una forma que no presagiaba nada bueno.

—Mi hija ha sido secuestrada y, por lo que acabamos de oír, se halla en un gran peligro. ¿Y cuál es la mayor preocupación de mi compañero? —Su voz había ido incrementando su intensidad con cada una de sus palabras y la última oración ya alcanzó la categoría de grito—. ¡Me pregunta acerca de asuntos que sucedieron hace ya dieciséis años! —Sus mejillas se colorearon intensamente—. Aquí se trata de preocuparse de normas o mierdas históricas ya olvidadas. Alex, esto afecta a Luisa, por si no te habías enterado.

Enfrentamos nuestras miradas. Me sentí muy confundido e intenté pensar en cómo proceder. La conmoción que me había causado comprobar que mis más secretos, peores temores, se confirmaban, había llegado a paralizar mi mente. Contemplaba aquel rostro distorsionado por la ira y la desesperación y me repetía una y otra vez, como si de un mantra se tratase, que debía reaccionar de alguna manera. Hacer algo.

—Bien —me oí decir—. Tienes razón. Hablaremos después.

—¡Sí, maldita sea! Después hablamos. ¿Podemos ocuparnos ahora de Luisa?

Detecté cierto movimiento a mis espaldas. Dos de los compañeros se habían acercado a nuestra puerta y nos observaban con preocupación.

—¿Qué? —les espetó Menkhoff, lo cual provocó que ambos desaparecieran de inmediato.

No me resultó sencillo mirarle a los ojos cuando se volvió de nuevo hacia mí. No porque le temiera, sino porque creí que advertiría en qué estaba pensando yo en aquellos instantes: en el coletero de una niña de corta edad, una niña muerta desde hacía más de dieciséis años. Y en aquella llamada telefónica de la madre en la que me informaba que mi compañero había registrado el dormitorio de la niña.

—Lichner no se encontraba en casa —dijo Menkhoff, apartándome al menos un poco de mis pensamientos—. ¿Será casual? Quizá se halle junto a Nicole, obligándola a…

Fue interrumpido por la aparición de un nuevo compañero.

—Bernd, el portero lleva un rato intentando localizarte. Joachim Lichner se encuentra abajo y quiere verte.

—Creo que eso responde a tu pregunta —le dije, y fui consciente de que tal vez no había podido dotar de cierto tono de reproche aquel comentario—. Iré a buscarle.

Me puse en marcha sin aguardar la reacción de Menkhoff. Ya me encontraba en el pasillo cuando oí cómo mi compañero me llamaba.

—¿Alex? No le menciones la llamada.

Me detuve en las escaleras. Busqué a mi alrededor, aunque allí no había nada que pudiera atraer mi mirada a excepción de los gastados escalones de mármol gris. ¿Cuántas veces había subido y bajado aquellas escaleras? ¿Tres mil? ¿Cuatro mil? Probablemente. Y, no obstante, tuve ahora la vívida impresión de estar contemplando aquellas paredes de un sucio color beige por vez primera. Todo me parecía tan… extraño, ajeno. Sí, eso era. De repente sentí que yo no pertenecía a aquel lugar, ya nada me parecía igual.

Había perdido toda confianza en mi compañero. Durante años me había torturado la duda, pero siempre había considerado que la posibilidad, no, la probabilidad de un error por mi parte era muy elevada. Había intentado aferrarme a ello todos esos años. Ahora, sin embargo, tenía la certeza de que no me había equivocado en mis percepciones de entonces, y eso lo cambiaba todo. Pensé en Mel, en su rostro sonriente. La echaba tanto de menos en aquel momento que sentí un dolor casi físico. Pero había algo más que pugnaba por introducirse en mi mente. Teníamos que encontrar a Luisa. Eso tenía prioridad en aquel instante. Aunque después…

Me aparté de la pared en la que me había apoyado unos instantes y bajé los escalones que restaban.

Lichner me aguardaba sentado en uno de los incómodos bancos de madera situados en la planta baja, junto a la entrada. Vestía unos vaqueros y zapatillas deportivas y una camiseta de color azul claro. Cuando me vio se puso en pie, sin prisas, y se me acercó.

—¿Señor Seifert? Mi coche ha desaparecido.