Epílogo
Chitterwick almorzaba con Furze en el Oxford and Cambridge Club.
Era una semana después de la muerte de Todhunter, y Furze le estaba hablando a Chitterwick de la carta que había recibido de él.
—Estoy seguro de que no sentía miedo. Pero, al fin y al cabo, ¿por qué iba a sentirlo? La muerte no es aterradora; sólo nuestra imaginación la vuelve así.
—Espero que haya tenido una muerte fácil —musitó Chitterwick—. Era un excelente hombre y merecía algo bueno. Me gustaría saber qué ocurrió en la celda. —Los periódicos habían dicho que no habían ahorcado a Todhunter; que había muerto de muerte natural mientras se resistía al verdugo.
Furze, que siempre conocía todos los secretos oficiales, se lo explicó.
Chitterwick estaba encantado.
—¡El muy...! —cacareó—. Debe de haber tenido siempre esa intención. ¡Dios mío, me siento tan satisfecho de haber podido ayudarle!
Furze miró a su invitado.
—Sí, le ayudó usted; usted y sir Ernest Prettiboy. Pero no se puede culpar a sir Ernest. Él lo hizo inconscientemente.
—¿Qué..., qué quiere usted decir? —preguntó Chitterwick con nerviosidad.
Furze se rió.
—Está bien; no es menester que se alarme. Pero me parece mejor que hablemos de esto.
—¿Que hablemos de qué?
—Pues —dijo Furze francamente—, de que ambos sabemos perfectamente que Todhunter nunca mató a la Norwood.
Le tocó a Chitterwick el turno de mirar fijamente al otro.
—¿Lo sabe usted?
—Desde luego. Lo supe a partir de la mitad del juicio. ¿Cuánto hace que lo sabe usted?
—Desde..., desde... que comenzó a fraguar pruebas —dijo Chitterwick culpablemente.
—¿Cuándo fue eso?
—El día que nos encontramos con sir Ernest en su jardín.
—Sí, me lo imaginé. Usted se dio cuenta entonces, ¿no es cierto? ¿Y qué le hizo sospechar?
—Pues —dijo Chitterwick un tanto incómodo—, dijo que había estado allí en medio de la oscuridad, pero conocía demasiado bien el camino. Además, las brechas de los matorrales eran demasiado claras, y también las huellas de pies; la raspadura de la cerca demasiado fresca, y las ramas, rotas demasiado recientemente.
—¿Había preparado el camino?
Chitterwick asintió.
—Supongo que después que le dejé la noche anterior, tal como sugirió la policía.
—¿Y esa segunda bala?
Chitterwick se sonrojó.
—El abogado de la policía también explicó eso en el juicio, ¿verdad?
—¿Quiere usted decir que la explicación era acertada?
—Me temo que sí.
—De hecho —dijo Furze— ¿todas las cosas que dijo el abogado fueron exactas? ¿La policía tenía razón en lo que pensaba de nuestro amigo en todos sus detalles?
—En todos sus detalles —confirmó el desdichado Chitterwick.
Los dos hombres se miraron uno al otro.
Luego, de pronto, se echaron a reír.
—Pero no pudieron convencer al Jurado —dijo Furze.
—En verdad, me complace decir que no.
Furze tomó un sorbo de clarete.
—Bien. Debo decirle, Chitterwick, que es usted un descarado. No lo habría creído de usted.
—¿En qué sentido?
—Pues, en simular pruebas. Y en salir bien librado. Ese reloj de pulsera..., ¡magistral! ¿Le costó mucho persuadir a la señora Palmer para que aceptara?
—No —admitió Chitterwick—. Ya..., ya había sido de mucha ayuda cuando el asunto de esa bala en el macizo. Jem..., el propio Todhunter arregló eso.
—¿Quiere usted decir, dispararla? ¡Pero no, si la policía tenía el revólver!
—¡Oh!, la habían disparado verdaderamente, pero mucho tiempo atrás. Simplemente, la señora Palmer la fechó después. Y como la bala era de plomo, ¿sabe?, no se oxidó; así que nadie podía probar que su historia fuese falsa.
—Perjurio, cosa muy condenable.
—¡Oh!, estoy seguro de que no cometió perjurio —dijo Chitterwick un tanto sorprendido—. Habrá sido una reserva mental.
—¿Y el reloj de pulsera? Supongo que grabó usted las iniciales ¿no es eso?
—No, lo hizo la señora Palmer. Pensamos que su mano seria más liviana. Hum..., por supuesto, la señorita Norwood no se lo había regalado.
—Desde luego que no. Y después, usted lo escondió. Bien; repito que no lo habría creído de usted. Era un terrible riesgo.
—Sí, pero ¿comprende?, tenía que hacerlo —explicó Chitterwick con seriedad—. El hombre era inocente. Era espantoso. Creo realmente que lo hubieran dejado allí para toda la vida. Y no podía hablar, como tampoco Todhunter. Además, habría sido absurdo que Todhunter tuviera que morir sabiendo que su sacrificio había sido vano y que Palmer tendría que pasar la vida en la cárcel.
—¿Sabía Todhunter que Palmer era inocente?
—¡Oh, sí! Eso era lo que le preocupaba tanto.
—¿Sabía quién lo había hecho verdaderamente?
—Creo que tiene que haberlo sabido. Y estoy seguro de que la admiraba por eso.
—El bote vacío —dijo Furze pensativamente.
—Sí, así fue cómo llegó. Y supongo que debía de tener puestos un par de pantalones. Me parece —agregó Chitterwick tímidamente— que hoy en día los pantalones son una prenda común en un guardarropa femenino.
—¿Cuántas personas saben la verdad?
—Creo que sólo tres, además de nosotros. Palmer, claro está y su esposa...
—¿Entonces Palmer lo sabía?
—Tenía que saberlo desde el principio. Estaba el asunto del revólver, ¿comprende?
—Sí, siempre pensé que había algo sospechoso en lo del revólver. Todavía no entiendo cómo Palmer lo llevó aquella mañana al apartamento.
—No lo llevó. —Chitterwick, en su vehemencia, se inclinó sobre la mesa—. Lo había llevado allí varios días antes, aunque no sabía que lo había hecho. Verá usted, lo que ocurrió fue que la señora Palmer empezó a sentirse muy inquieta y ansiosa por las complicaciones con la señorita Norwood. Sabía que su esposo era hombre de..., jem..., ánimo un poco violento, y pensó que, por si acaso, era mejor quitar el revólver del medio. Entonces, telefoneó a su hermana y le preguntó si podría hacerse cargo de él; luego hizo con él un paquete y se lo envió con su marido, diciéndole a éste que era un objeto doméstico sin importancia. Cuando llegaron las noticias de que habían matado a la señorita Norwood, Palmer lo buscó y vio que había desaparecido. Cuando se enteró de adónde había ido a parar, voló al instante al apartamento.
—¡Ah!, ¿por eso fue tan temprano?
—Sí, sin duda. Y creo que supo entonces quién había matado a la señorita Norwood. Felizmente no perdió la cabeza y les dijo a las dos mujeres que sostuvieran a toda costa que la noche del domingo habían estado juntas en el piso. Como se vio, la policía se tragó el cuento.
—¿Y Todhunter trató de cambiar los revólveres a fin de apoderarse de la verdadera arma homicida, y dejar a la familia Farroway con el arma inocente, tal como dijo Bairns?
—Exactamente, aunque, por supuesto, no podía explicarle eso a Palmer. ¡Dios mío!, temo que Palmer lo juzgó, por desgracia, erróneamente. Como es natural, pensó que Todhunter era un entremetido que incomodaba. Casi al final solamente se dio cuenta de lo que nuestro amigo había hecho en realidad.
—¿Y en esa visita, estableció Todhunter alguna especie de entendimiento entre él y la señora Farroway?
—Sin duda tuvo que haberlo hecho. En verdad, así me lo pareció a mí. Ella sabía que él trataba de ayudar, aunque, desde luego, no supo hasta mucho después que estaba dispuesto a llegar a tales extremos.
—¿Por qué permitieron que juzgaran a Palmer?
—Porque, realmente nadie creía que le fueran a declarar convicto. Y fue su propio deseo. Al fin y al cabo, se dio cuenta de que era su conducta aturdida la responsable de la muerte de la señorita Norwood y estaba decidido a proteger al verdadero asesino, creo que hasta cualquier límite. No se trata —añadió Chitterwick— de que ella se prestara a que la protegieran. Me parece que la familia debe de haber tenido muchas dificultades para inducirla a guardar silencio. Su idea fija era presentarse con la verdad. Jem..., yo mismo tuve con ella una escena difícil.
—¿Usted?
—Sí, así es. La visité una noche; tenía que decirle francamente que sabía la verdad y que tenía que dejar a Todhunter hacer lo que deseaba. Temo haber expuesto la cosa en tono muy altisonante —dijo Chitterwick culpablemente— para conseguir que aceptara. Creo..., hum..., que dije algo de que se había propuesto hacer más bien con su muerte, al salvar una vida valiosa en servicio de los demás, que todo el que había hecho en vida. Incluso así lo logré a duras penas. —Chitterwick respiró hondamente al recordar aquella embarazosa media hora.
—Bien, bien. —Furze hizo girar el pie de su copa—. Supongo que nunca conoceremos toda la verdad. Por ejemplo, ese sargento detective. Me dio mucha lástima en la tarima de los testigos. Supongo que tendría razón... ¿Cuando examinó el revólver de Todhunter, nunca había sido disparado?
—No, por supuesto que no. ¡Válgame Dios! —exclamó Chitterwick—, no cabe duda de que el bluff puede resultar. Nuestro amigo planteó uno increíble; pero al fin logró salir bien librado.
—Gracias a un jurado sentimental. No habría sido así de haber formado yo parte de él —sonrió Furze—. A propósito, ¿tiró Todhunter al río, en realidad, la bala fatal?
—¡Oh, sí! Ésa fue la única suposición errónea de Bairns. La arrojó al río esa misma noche. Esa acción, claro está, salvó toda la situación. Si se hubiera hallado la bala, nunca habrían cabido dudas sobre qué revólver mató a la mujer. Felizmente, Todhunter se dio cuenta de ello en el momento; aunque entonces, por supuesto, no sabía quién había sido el criminal. Fue una verdadera suerte.
—¿De modo que usted aprueba la acción de Todhunter? —inquirió Furze burlonamente—. ¿Considera correcto engañar a la justicia?
—¡Oh, cielos!, pero ¿qué es la justicia? —Chitterwick pareció muy incómodo—. Dicen que el crimen jamás puede justificarse, pero, ¿será así? ¿Es tan valiosa la vida humana como para que sea preferible conservar viva una peste perniciosa en vez de dar felicidad a unas personas, eliminándola? Discutimos algo por el estilo aquella noche, en la cena de Todhunter, ¿recuerda? Es un problema difícil. Un problema terrible. Todhunter no lo eludió; no puedo decir que no tuvo razón.
—¿Pero piensa usted que realmente habría matado a la mujer cuando llegara el momento último, final, irrevocable?
—¿Quién lo sabe? Yo creo que probablemente no lo habría hecho. Pero todo depende. Si uno puede estar tan seguro de la justicia de sus intenciones como para obrar en una especie de exaltación... Supongo que así será cómo se hacen esas cosas... Porque se hacen..., Huey Long... —A Chitterwick se le quebró la voz y pareció muy abatido.
—Chitterwick —dijo Furze—, ¿quién mató a Ethel May Binns?
Chitterwick se estremeció violentamente.
—¡Bendito sea Dios! ¿No lo sabe usted? —preguntó horrorizado—. Pensé que... ¡Dios mío!, he estado diciendo cosas... traicionando confidencias... ¡Oh, Dios!
—No diré que no tenga mis sospechas —respondió Furze lentamente—. Pero no, no puedo decir que lo sepa.
—Pues, tampoco yo —respondió Chitterwick con desafiante falsedad—. Sería mejor no saberlo, ¿no le parece? Podemos tener nuestras opiniones sobre lo que está bien y lo que está mal, pero si alguien merecía morir, era Jean Norwood; si alguien tuvo jamás derecho a matar, fue la persona que la mató; y si una muerte quedó justificada por sus resultados, fue ésta. Y nosotros somos los únicos que conocemos la verdad. ¿No le parece que deberíamos dejarlo así..., como una sospecha?
—Creo —dijo Furze— que quizá tenga razón.
Chitterwick lanzó un suspiro de alivio. Ahora Felicity estaba seguramente a salvo.
[1] Verbum sapiente sat est. (Una palabra es suficiente para el sabio.) (N. de la T.)
[2] Un metro ochenta
[3] y trece centímetros, aproximada y respectivamente. (N. de la T.)
[4] Diez centímetros, aproximadamente. (N. de la T.)
[5] En francés en el original. (N. de la T.)
[6] En francés en el original. (N. de la T.)
[7] En francés en el original. (N. de la T.)
[8] En francés en el original (N. de la T.)
[9] En francés en el original. (N. de la T.)
[10] Juego de palabras intraducible: Red tape: cinta roja para atar legajos, y también formulismo, expedienteo. (Nota de la T.)
[11] En francés en el original. (N. de la T.)
[12] Guest: «huésped». (N. de la T.)
[13] Titulo de los jueces en Inglaterra. (N. de la T.)
[14] Coches celulares. (N. de la T.)