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Empero, no parecía que la pérdida del brazalete diera pruebas de ser una desventaja insuperable. A su debido tiempo, Todhunter abandonó el lecho y compareció ante los magistrados, y otra vez a su debido tiempo, mucho después, y tras una serie de nuevos comparecimientos que le parecieron completamente excesivos, Todhunter se encontró condenado a juicio, por un perplejo tribunal, sólo (al parecer) para quedar a salvo.

A Todhunter le disgustaban sobremanera tales apariciones. Cada vez que llegaba o salía del tribunal casi lo atropellaban y también lo vitoreaban; por qué razón, no podía determinarlo bien; probablemente por haber asesinado a un ídolo popular cuyos pies se demostraron ser de barro. Lo fotografiaban, lo dibujaban, lo ponían en titulares, y se hacían las más decididas tentativas para entrevistarlo, aunque sólo fuera para arrancarle una palabra de sus labios fanáticamente cerrados. En resumen, si Todhunter hubiera sido una dama de categoría que vendiera un título, la publicidad que obtenía le habría hecho casi delirar de placer; tal como eran las cosas, hacían que su espíritu un tanto anticuado se estremeciera de disgusto.

Sir Ernest, que no dejaba nada al azar, rompió con los precedentes y apareció él mismo en el Tribunal. Jamieson, por otro lado, no lo hizo. (En realidad, Todhunter comenzaba a preguntarse si el tal Jamieson existía.) Y el Hombre del Banquillo, que no era todavía un preso ni, aparentemente, iba jamás a serlo, fue defendido por su excitado y joven abogado, felizmente, con los resultados infructuosos que todos esperaban.

Todhunter agradeció a los magistrados con grave cortesía, por haberle condenado a juicio, y regresó del banquillo al lecho.

Aparentemente, durante todo aquel tiempo, esos poderes nebulosos que son las autoridades, no trataron de arrojar obstáculos dentro del mecanismo. La policía, al parecer, se había cruzado de brazos y aguardaba las consecuencias con resignación y frío desapego. No iban a arrestar a Todhunter, ni siquiera acusándolo de complicidad o de instigación, ni tampoco acusándolo de hacer perder el tiempo intencionadamente; pero no harían nada efectivo por impedirle hacer el papel de un asno semejante. Mantuvieron en el tribunal a un representante legal, que no se puso de pie ni una sola vez, y que dejó las cosas como estaban.

Sir Ernest mostrábase gozoso.

—Claro está que tenían que hacerlo, después del anuncio en la Cámara —dijo, contradiciendo todos los temores que había estado expresando durante el mes anterior—, pero uno nunca está seguro de los magistrados. ¡Singular conjunto de viejos detestables! Y cuanto más viejos, más detestables.

Volvió a llenar el vaso que tenía en la mano y brindó por Todhunter, por el Tribunal y por el caso en general, con gesto comprensivo.

—¿Entonces usted cree que las autoridades van a ser igualmente complacientes? —preguntó Todhunter desde el lecho al que lo habían enviado, semejante a un chiquillo desobediente, inmediatamente después de su regreso del tribunal; porque ya le quedaba poco tiempo y no debía correrse el riesgo de perderlo..., y perder con él (Todhunter no podía evitar pensarlo) el acontecimiento del siglo.

—¿Las autoridades? ¡Oh, sí!, creo que sí. Difícilmente se atreverán ahora a detener las cosas. Todo el país está aguardando su proceso. Creo que habría una revolución si algo lo detuviera.

—¡Si por lo menos tuviésemos ese brazalete! —se afligió Fuller, y se pasó varias veces ambas manos por el cabello, hacia atrás, hacia adelante, hacia los dados, y, finalmente, hasta con un movimiento circular de desesperación sobre la coronilla, que era sumamente lastimoso de observar.

—Creo que se me ocurre algo a ese respecto —gorjeó modestamente Chitterwick, desde el otro lado de la cama.

Fuller saltó con tanta energía, que Chitterwick retrocedió alarmado, como si hubiese temido que el joven fuese a abrazarle.

El dueño de la muerte
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