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Todhunter no iba a matar a Fischmann (para llamarle por su verdadero nombre) sin hacer antes minuciosas averiguaciones. Como se ha visto, no era costumbre de Todhunter emprender una acción sin consultar a cierto número de personas, con respecto a la conveniencia o a la inconveniencia de sus intenciones, y, en un asunto como el crimen, no iba a hacer una excepción.

Una vez se hubo decidido en lo concerniente a la acción, tenía que asegurarse de que la víctima propuesta era la apropiada. No se trataba de que Wilson no hubiese mostrado convicción, pero uno debe tener en cuenta los prejuicios, la vehemencia juvenil, etc. En suma, uno debe asegurarse.

El primer paso para asegurarse era hacer una visita al piso de Ogilvie, en Hammersmith, y así lo hizo Todhunter al día siguiente de su conversación con Wilson.

Halló a Ogilvie en mangas de camisa, escribiendo enérgicamente. La señora de Ogilvie, una mujercita pequeña, un tanto marchita, sonrió durante un instante y luego desapareció.

Todhunter preguntó cortésmente a Ogilvie cómo se encontraba.

—Nada bien —repuso Ogilvie lúgubremente. Era un hombre grande, corpulento, como suelen serlo los maridos de las esposas pequeñas y marchitas; su poderoso rostro mostraba ahora una expresión aún más seria que la habitual.

—Lamento oírlo —dijo Todhunter, tomando una silla.

—Este asunto me ha trastornado mucho —explicó Ogilvie—. Habrá usted oído, claro está, que dejé The London Review, ¿no?

—Sí, Ferrers me lo dijo.

—Me ha causado una fuerte indigestión.

—A mí también las preocupaciones me causan indigestión —asintió Todhunter, quizá con más simpatía hacia sí mismo que hacia su amigo.

—No he podido probar la carne desde que eso sucedió.

—También yo debo tener mucho cuidado con la carne —dijo Todhunter con triste fruición—. En realidad, mi médico dice...

—Incluso el té...

—Sólo un vasito de oporto...

—Es muy doloroso, después de tantos años —dijo Ogilvie amargamente.

—¿Y qué va usted a hacer ahora?

—¿Qué puedo hacer? Nunca conseguiré otro trabajo.

—¡Oh! —exclamó Todhunter con embarazo—; no diga eso.

—¿Por qué no? Es la verdad. Soy demasiado viejo. Por tanto, he empezado a escribir una novela. Al fin y al cabo —añadió Ogilvie, sacudiéndose un poco el aire de tristeza—, Guillermo de Morgan no comenzó a escribir sus novelas hasta que tuvo más de setenta años.

—Y, de todos modos, es usted capaz de escribir. Pero ¿cuáles son sus opiniones personales sobre este asunto, Ogilvie? Creo entender que su despido no es sino uno entre muchos.

—Es aterrador —afirmó solemnemente Ogilvie—. Le juro a usted que creo que ese hombre debe de estar loco. Aparte mi caso particular, sus actos han sido completamente injustificables. Parecería que hubiese decidido desembarazarse de todo hombre de valor que haya allí. Simplemente, no puedo entenderlo.

—¿Quizás esté, en cierto modo, loco?

—No estoy nada seguro de que no lo esté. Me parece la única explicación posible.

—De todos modos —dijo Todhunter cautelosamente—, aparte, como dice usted, su caso particular, ¿está usted convencido de que ese Fischmann es una amenaza para la felicidad de muchas personas, sin excusa ni justificación adecuada?

—Cierto que lo estoy. Ya ha causado bastantes desgracias, y va a causar muchas más. Conozco algunos casos tremendos de hombres a quienes ha despedido sin el más mínimo motivo en lo que a su trabajo se refiere, que tienen mujer e hijos y ni un penique ahorrado. Qué van a hacer, no puedo imaginármelo. Felizmente, nosotros no estamos en esa situación, pero la perspectiva es bastante seria. Realmente, Todhunter, es lamentable que un hombre, mejor, un bandido petulante, sea capaz de reducir a un centenar de personas a un estado de terror abyecto, pues así están todas ellas los sábados por la mañana. Es suficiente para hacerle a uno comunista.

—¡Ah, sí! —asintió Todhunter—; el sábado por la mañana. —Reflexionó—. Ese hombre merecería que lo mataran —dijo por fin, con real indignación.

—Lo merecería, sin duda —convino Ogilvie, y, en cierto modo, la conocida frase pareció ser empleada por uno, y aceptada por el otro, más literalmente de lo que suele suceder.

El dueño de la muerte
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