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El primer testigo del segundo día del juicio fue Furze.

Sir Ernest le recibió en la tarima de los testigos con pegajosa obsequiosidad, que Todhunter, desde el banquillo, consideró excesiva.

—Señor Furze, ¿es usted quien trae la grave imputación de asesinato contra el acusado?

—Sí, señor.

—¿Querrá usted decir a Su Señoría y al Jurado qué le impulsó a dar un paso tan grave?

—Lo hice porque estaba convencido de que se había cometido un serio error judicial, y porque me pareció el único medio de rectificarlo.

—Exactamente. ¿Actúa usted únicamente por espíritu de patriotismo y por ninguna otra razón?

—Así lo creo.

—Eso —dijo sir Ernest con una pequeña inclinación— es, al fin y al cabo, lo único que podía esperarse de alguien que tiene una hoja de servicios públicos como la suya, señor Furze. Ya que estoy seguro de que no es necesario informar al Jurado sobre su admirable y desinteresado trabajo relacionado con la Liga de la Clase Media. Y ahora, señor Furze, ¿qué le llevó a creer que se había cometido un error judicial?

—Dos conversaciones que tuve con el señor Todhunter —replicó Furze, pestañeando tras sus grandes gafas.

—¿Querría usted decir a Su Señoría y al Jurado cuál fue el propósito de esas conversaciones?

Todhunter, que observaba desde el banquillo, aprobó el método de Furze, deliberado como era, y evidentemente sincero. Y tomó nota del hecho de que Furze parecía cumplir todos los requisitos del testigo perfecto. Contestaba sólo aquello que le preguntaban y nadie podía dudar de que estaba diciendo la verdad.

—La primera conversación —dijo Furze— se efectuó en mi club, hace unos seis meses. La recuerdo perfectamente, porque fue una conversación insólita. El señor Todhunter, si mal no recuerdo, entró en el tema principal preguntándome si conocía a alguien que necesitara ser asesinado. Le pregunté, en forma jocosa, si se proponía asesinar a quienquiera yo le recomendase y Todhunter convino en que así era. Luego discutimos la posibilidad de que matara a Hitler o a Mussolini, idea que parecía atraerle mucho; pero yo le recomendé que no lo hiciera, por diversas razones que quizá no sea menester recapitular.

—Perfectamente —musitó sir Ernest—. Bien; dice usted que recibió en forma jocosa una propuesta del señor Todhunter para matar a cualquiera que usted designara. ¿Se mantuvo ese espíritu jocoso durante toda la conversación que siguió?

—Sí, señor.

—¿No tomó usted en serio la propuesta?

—Temo que no. Ahora veo que cometí un grave error.

—Del que difícilmente podría culpársele, señor Furze. Bien; usted sabía, desde luego, que al señor Todhunter le quedaban pocos meses de vida. ¿Le dio algún consejo sobre cómo emplear ese tiempo, en vez de dedicarlo a asesinar a alguien?

—Sí; creo que le dije que se divirtiera y se olvidara de Hitler y de cualquier otro.

—Muy práctico. Sólo es de lamentar que el señor Todhunter no hubiera considerado adecuado seguir tal consejo. ¿Dijeron alguna otra cosa que usted crea que el Jurado debe oír?

—Creo que hablamos algo sobre la posibilidad de asesinar a un chantajista o a cualquier otro tipo que convirtiera en un infierno la vida de varias personas.

—¡Ah, sí! ¿Discutió usted con el señor Todhunter la idea de matar a alguien, a alguien completamente extraño, que fuera causa probada de infortunio y desdicha totales?

—Sí, señor.

—Pero, por su parte, ¿no tomó usted en serio la discusión?

—Ni por un instante.

—¿Ni advirtió que el señor Todhunter hablaba seriamente?

—Creí que jugaba con la idea, de modo teórico e idealista, pero por cierto que no creí que jamás la llevara a la práctica.

—Precisamente. Pero usted aludió a dos conversaciones. ¿Cuál fue la segunda?

—La segunda tuvo lugar hace unos dos meses, o sea, después del arresto de Palmer, pero antes del juicio. El señor Todhunter me visitó en la oficina y me dijo que él era quien había cometido el crimen. Me pidió consejo sobre lo que debería hacer, ya que la policía no creía en su confesión.

—Sí; ¿y qué le dijo usted?

—Le dije que, en tal caso, sería necesario probar su afirmación, y le aconsejé ponerse en contacto con un amigo común, el señor Chitterwick, que tenía cierta experiencia en aclarar crímenes, y que viera si podía persuadirle para que le ayudara a establecer la verdad.

—¿Quiere usted decir que el señor Todhunter tenía que colaborar con el señor Chitterwick para investigar su propio crimen?

—Exactamente.

—¿Se dijo algo más?

—Sí. Le aconsejé al señor Todhunter que no se alterara demasiado, ya que creía muy dudoso que declararan culpable a Palmer. En realidad, difícilmente podía considerar posible que le declararan culpable, en vista de la historia del señor Todhunter.

—¿Le causó a usted mucha sorpresa la declaración de culpabilidad?

—Mucha sorpresa.

—¿Pensó usted que se había cometido un error judicial?

—Estuve convencido de que había habido una asombrosa confusión.

—¿Dio usted algún paso?

—Sí. Me entrevisté con un alto funcionario de la policía y me di el gusto de ver que las autoridades eran perfectamente sinceras en su creencia de que tenían encerrado bajo llave al verdadero asesino.

—¿Pero eso no calmó su ansiedad?

—Al contrario, la acrecentó; porque ello sólo podía significar que la policía iba a poner obstáculos a cualquier reapertura del caso.

—¿Se mantuvo usted informado de las investigaciones del señor Chitterwick?

—Sí, señor.

—Lo que supo por él, ¿confirmó su idea de que se había cometido un error judicial, o la debilitó?

—Confirmó mi opinión.

—De modo que al fin, actuando con entera aprobación y cooperación por parte del propio señor Todhunter, ¿dio usted el paso definitivo de presentar contra él una acusación privada de asesinato?

—Sí, señor.

—Gracias, señor Furze.

Jamieson hizo sólo una o dos preguntas a Furze, para intensificar la impresión original de que Todhunter sólo estaba jugando con la idea del crimen; y Furze convino en que un hombre puede llevar una ficción semejante hasta el último extremo y, sin embargo, en lo íntimo de su corazón, no tener intenciones de matar.

Todhunter hizo una anotación:

«Es curioso oír discutir sobre uno en forma impersonal. Estoy aprendiendo mucho sobre mí, lo cual sería muy útil si me quedara tiempo suficiente para sacarle provecho. Es una lástima que en la vida corriente no haya oportunidades para algo similar. La gente que no está todavía autosatisfecha de su propia excelencia, podría mejorarse considerablemente, y los que ya lo están podrían aprender mucho también y sin sufrimiento; en tanto que los demasiado humildes se sentirían sorprendidos y agradecidos al conocer sus aspectos buenos. Yo, por ejemplo, no me había dado cuenta antes de que la gente se forma, a menudo, una opinión favorable de mí. Es muy agradable saberlo..., aunque, honestamente, no puedo decir que haya sido muy humilde.»

El dueño de la muerte
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