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Diez minutos después de su fracaso, Todhunter llamaba por teléfono a su procurador.
—¿El documento que me dejó usted? —dijo este último, con voz un poco sorprendida ante la sequedad con que Todhunter cortó sus saludos, pero frío y eficiente como siempre—. Sí, desde luego, lo recuerdo. Sí, lo tengo todavía. ¿Quiere usted que haga qué?
—Quiero que lo lleve en seguida a Scotland Yard —repitió Todhunter con voz fuerte—. En seguida, ¿entiende usted? Pregunte por algún oficial importante..., ha de conocer usted a alguno. Explíquele cómo llegó el documento a sus manos y la fecha exacta. Si es necesario, lleve a un empleado para que lo confirme. Haga que el individuo lo lea en presencia de usted. Examínelo con él, si le parece. Y luego, por favor, venga a verme.
—¿Qué quiere decir todo esto, Todhunter?
—No interesa lo que quiere decir —interrumpió Todhunter—. Ésas son las instrucciones. Es un asunto de importancia y urgencia vitales; es todo cuanto puedo decirle. ¿Lo hará usted?
—Muy bien —asintió el procurador, imperturbable—. Sin duda sabe usted lo que hace. Entonces, estaré en Richmond lo más pronto que pueda. Adiós.
—Adiós —dijo Todhunter.
Colgó el receptor, aliviado. Benson era un sujeto capaz. Se podía confiar en Benson. Si alguien podía hacer entrar en razón a aquellos idiotas, ése era Benson.
Se sentó a esperar su llegada.
Aquello fue casi tres horas antes de que Benson llegara, pulcro e irreprochable, de chaqueta negra y pantalones a rayas. El señor Benson, socio principal de Benson, Whittaker, Doublebed y Benson, era el verdadero modelo del procurador de familia.
—¿Y? —dijo Todhunter ansiosamente.
Con la prestancia de un procurador de familia, Benson comenzó a decir lo que pensaba. Examinó a Todhunter de pies a cabeza, y habló:
—Usted está loco, Todhunter —afirmó.
—¡No estoy loco! —gritó Todhunter—. ¡Maté a la mujer!
Benson movió la cabeza y se sentó sin esperar invitación.
—Es mejor que discutamos este asunto —dijo, cruzando con cierto cuidado una pierna sobre la otra.
—Por cierto que sí —asintió. Todhunter furioso—. ¿A quién vio usted?
—Vi al Condestable Jefe Buckleigh, a quien conocía un poco. Ahora lo lamento. Le aseguro que si hubiera conocido el contenido de su precioso documento, nunca, de ningún modo, lo habría llevado.
—¿No lo habría usted llevado? —se mofó Todhunter—. ¿Le parece a usted poco importante el asegurar que se haga justicia?
—Al contrario, querido amigo. Y por eso voy a impedir que cometa usted ninguna tontería. Tengo entendido que estuvo usted esta tarde en Scotland Yard, tratando de que lo arrestaran. Fue una lástima no haberme consultado antes.
Con sumo esfuerzo, Todhunter calmó.
—¿Le mostró usted mi declaración al hombre?
—Sí, por cierto; ésas fueron sus instrucciones.
—¿Y qué dijo?
—Se rió. Ya se había enterado de su visita.
—¿No lo convenció?
—Claro que no.
—¿Ni a usted?
—Mi querido Todhunter, no puede usted creerme tan simple.
—¿Qué quiere usted decir?
Benson sonrió, con una sonrisa un poco condescendiente.
—Debe usted recordar que yo redacté el testamento antes de su viaje. Conozco su interés por esa familia en especial, sé que esperaba usted morir muy pronto, conozco su natural quijotesco y...
—Mi natural no es quijotesco —interrumpió Todhunter, dura y groseramente.
Benson se encogió de hombros.
—Mire —dijo Todhunter, más moderado—, ¿cree usted sinceramente que yo inventé todo el asunto?
—Estoy seguro de ello —respondió Benson con leve sonrisa—. En cuanto a ese documento, carece de valor, por supuesto. Lo leí cuidadosamente. No contiene ninguna información que no haya podido usted tomar de los periódicos, y ni un asomo de prueba. Usted afirma que posee el brazalete de la muerta, pero ni siquiera puede mostrarlo.
—No importa el brazalete. Ya aparecerá. Benson, piense usted lo que quiera, le digo la verdad. Admito que no puedo probarlo, pero yo maté a esa mujer.
Benson movió lentamente la cabeza.
—Lo siento, Todhunter.
—¿No quiere usted creerme?
—Le conozco a usted demasiado bien. No le creería aunque me trajera la más incontrovertible de las pruebas. Usted no podría matar a nadie, y mucho menos a una mujer. De modo que...
—¡Muy bien; voy a probarlo! —dijo Todhunter con violencia—. Si no lo hago, ese muchacho Palmer va a ser enjuiciado por un crimen que jamás cometió. Tengo que convencer a la policía..., y usted tiene que ayudarme.
De nuevo Benson movió negativamente la cabeza.
—Lo siento. No puedo representarle a usted en esto.
—¿Qué quiere usted decir?
—Lo que digo. No puedo representarle. Si quiere seguir adelante con esa absurda idea, debe buscarse otro asesor.
—Muy bien —replicó Todhunter dignamente—. Entonces no hay nada más que hablar. —Se puso en pie.
También Benson se puso en pie. Junto a la puerta, se detuvo.
—Lo siento, Todhunter.
—Espero que lo sentirá usted más si ahorcan a un inocente —dijo Todhunter ásperamente.