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Todhunter jamás se había entregado en exceso al hábito del autoanálisis, pero en los pocos días que siguieron escrutó muy minuciosamente el estado de sus sentimientos acerca de la señorita Norwood, en primer lugar, y acerca de la idea de matarla, en segundo lugar.

Un poco sorprendido, se encontró con que no parecía tener ninguna objeción natural contra el curso de la acción. La objeción, cuando surgía, era una objeción civilizada y concernía al crimen en general. La aplicación de la razón le demostraba al instante que la eliminación de la señorita Norwood de un mundo en el que era una molestia tan infernal para tanta gente, era un acto para el cual, filosóficamente, no podía caber sino aprobación. Desde luego, tal eliminación debía ser sin sufrimiento. Habría sido contrario a los principios de Todhunter el infligir sufrimiento a cualquier ser vivo, incluso a la señorita Norwood. Pero la muerte no era un sufrimiento. Todhunter no tenía opinión respecto de la posvida, contentándose solamente con la esperanza de que podía haberla y que podría ser menos desagradable de lo que ésta parecía generalmente a quienes padecían de mala salud; por ello, no le era posible formular opinión alguna sobre si podía despachar a la señorita Norwood a un plano en el que tendría que expiar los pecados cometidos en éste, o simplemente al vacío de la nada. Ni le importaba, en realidad.

No obstante, sus meditaciones le mostraron que, por más que pudiera ensalzar la eliminación de la señorita Norwood como una hazaña teórica admirable, nunca, por cierto, se encargaría él de ella, nunca absolutamente, a menos que le pareciera que mantenerse apartado resultaría tan peligroso como injustificado. En realidad, Todhunter se indignaba, y no poco, contra el infortunio que le había cogido en su red de circunstancias, hasta el punto de que esta vez, apenas podría defenderse. Porque le parecía más que probable que, si él no mataba a la señorita Norwood, Farroway o la señora Farroway, lo harían en su lugar; y aunque la señora Farroway no parecía necia, Farroway indudablemente lo era y perdería el dominio de sí, con tanta seguridad como dos y dos son cuatro, volcando aún más desdichas sobre la infeliz familia.

—¡Maldita sea! —observó para sí Todhunter, no una, sino varias veces.

Pues aunque no veía objeciones morales o éticas contra la forzosa eliminación de la señorita Norwood, no le gustaba en absoluto la idea de proceder él mismo a la eliminación.

Empero, impelido por las dos Furias gemelas, el deber y una conciencia implacable, sacó el revólver de su gaveta, que se hallaba en la cómoda de su dormitorio y, manejándolo con ciertas precauciones, aceitó su exterior cuidadosamente de punta a punta. Todhunter no sabía bien por qué lo aceitaba, pero le parecía que era lo que había que hacer.

No hizo, sin embargo, ningún arreglo a fin de alquilar un bote para la noche del domingo siguiente. Todhunter no era tan necio como para eso.

El dueño de la muerte
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