9

La agitación popular, desde luego, produjo sus habituales resultados en lo que a los correos de Su Majestad se refiere. Un inmenso alud de cartas, a veces miles por día, caía sobre la cárcel y sobre Todhunter, quien rehusaba abrir ni una sola de ellas. También llovía una regular provisión de alimentos fortificantes, medicinas extraordinarias, Biblias, juguetes mecánicos, y sabe Dios qué más; pero todo esto, según el curso común de la rutina, no le era entregado, con gran alivio suyo.

Todhunter tenía pocos visitantes genuinos. Rehusó ver a Farroway, vio una vez a la señora Farroway sólo durante unos minutos, y vio a la señora Palmer; vio varias veces a Benson, a fin de hacer nuevos cambios en el testamento; y rehusó ver a nadie más, exceptuando a sir Ernest, Chitterwick y el joven Fuller.

A estos tres se les permitía visitarlo en la celda, donde se sentaban, flanqueados solemnemente por los dos guardias, en el extremo más alejado de la mesa, y conversaban con Todhunter, que seguía en su lecho.

Faltaban quince días para la ejecución.

Todhunter no quería en modo alguno que le ahorcaran, pero detestaba un trabajo a medio hacer; y no cabía duda de que su ejecución sería la mejor palanca para que libertaran a Palmer, por más declaraciones que publicara el Ministerio del Interior.

—Se trata de esto —observó sir Ernest—. Cuando se abra la trampa, habrá tal barullo, que si el Gobierno no libera a Palmer tendrán que renunciar a sus cargos. Es un hecho. En este momento no tienen mayoría en el Parlamento y no pueden mantener a Palmer en la cárcel, y lo saben. Es cuestión sólo de aguardar.

—¡Cuernos! —exclamó Todhunter con disgusto—. ¡Ojalá ese hombre pudiera probar su inocencia!

Pero tal posibilidad había sido ya ampliamente examinada y no pudo hallarse la menor prueba que fundamentara la afirmación de Palmer de que abandonó el lugar antes de que se disparara el tiro fatal.

—Ese bote vacío... —se enfadó sir Ernest—. Alguien tiene la llave del secreto. Estoy seguro de eso. Aquella noche había alguien en el jardín con usted, Todhunter.

—Yo no me enteré —dijo Todhunter sin fuerzas y verazmente.

—Bien —añadió sir Ernest lúgubremente—. Chitterwick anda todavía dando vueltas, pero mucho me temo que todo sea inútil.

Todhunter consintió en recibir otra visita, aunque con el mayor de los disgustos.

Desde que fuera declarado culpable, Felicity Farroway había estado moviéndose para obtener una entrevista. Todhunter no veía la utilidad de ello y temía mucho que Felicity se desmayara, con las consecuentes molestias para todos los interesados. Al fin, aceptó verla bajo la condición de que no diría ni una sola palabra durante el encuentro; se le permitiría asentir y mover negativamente la cabeza, pero nada más. Felicity envió un plañidero mensaje en el que aceptaba tan crueles condiciones.

—Bien, bien —la recibió Todhunter con falsa jovialidad, cuando ella se hubo sentado ante la mesa y le miró con ojos enormes y tristes. Se sentía muy incómodo y deseaba que terminara la entrevista—. Bueno, bueno, ¿se encuentra usted bien? ¿La obra todavía marcha? Excelente. Yo... jem... debo quizá decirle que le he dejado en el testamento mi parte en ella, así podrá usted seguir adelante, como actriz-empresaria, o como la llamen. Sí. Hum...

Felicity continuaba mirándole fijamente.

—Ahora, escúcheme, querida niña —dijo Todhunter, irritado—; sé exactamente lo que está usted pensando, ¿comprende? Le digo que lo sé. De modo que no es menester decir nada. Usted quiere (¡Dios mío!, esto es muy embarazoso), creo que usted quiere... hum... expresar gratitud y demás. Comprendo. Lo comprendo perfectamente. Ambos sabemos que su cuñado es inocente y quiero que sepa usted también que no lamento... jem... bueno, nada de lo que he hecho. Esa mujer era un ser perverso y no tiene objeto hablar sobre nil nisi bonum. La muerte no convierte a un demonio en un ángel.

»¡Por favor, no piense más en eso! Su madre es muy sensata, y usted también debe serlo. Y le ruego que no malgaste su pesar conmigo. Me..., jem..., me disgusta. ¿Comprende? Y estoy sumamente complacido de haber hecho lo que hice. De todos modos, la vida no significa nada para mí. ¡Oh, Dios, no me mire usted así, criatura! ¡Sonría, condenada, sonría!

Felicity le recompensó con una limpia sonrisa.

—No..., no quiero que le ahorquen —dijo, tragando saliva.

Todhunter rió por lo bajo.

—Todavía no me han ahorcado. Además, me han dicho que no duele nada. No dudo que será menos incómodo que mi propia enfermedad. Hay una carrera entre ambas. ¡Oh!, anímese usted, querida niña —imploró—; todos tenemos que morir, recuérdelo. Y, al parecer, yo debía haber muerto hace ya un mes.

—He firmado una solicitud para la suspensión de la ejecución —susurró Felicity, frotándose los ojos. A pesar del famoso cargo de fascismo, el gran corazón del pueblo británico había sido tocado en su fibra más sensible por la noble conducta de Todhunter. Progresaba un fuerte movimiento para evitar su ejecución y mantenerle simplemente en la cárcel hasta que muriera espontáneamente.

Todhunter frunció el ceño. Estaba enterado de ese movimiento y lo desaprobaba. En su opinión, no era sino ser juguete del Ministerio del Interior, que luego encontraría nuevas excusas para retener también a Palmer en la cárcel, sólo para quedar a salvo.

—Desearía que no se mezclara usted en mis asuntos —dijo Todhunter con severidad.

—¡Pero estoy mezclada en ellos! —Felicity sollozó—. Todos lo estamos. Yo le metí a usted en esto. De no haber sido por mí, usted nunca habría...

—¡Birchman! —exclamó Todhunter—. Tenga la bondad de llevársela.

—¡No! —gritó Felicity; y se aferró a la mesa.

—Ha violado usted su promesa —observó Todhunter.

—Yo... tenía que hacerlo —resolló Felicity.

—¡Absurdo! Debe usted aprender a dominarse. ¿Acaso no es actriz? Muy bien: represente. ¿Cree que me resulta agradable que vengan visitas a llorar en mi celda?

Felicity le miró fijamente.

—Así está mejor. —Todhunter sonrió—. Y ahora váyase a casa como una chica sensata. Ha sido delicioso verla, pero, comprenda usted, estas escenas me hacen daño. La menor agitación... Sí.

Felicity se volvió hacia el guardia de aspecto más benevolente.

—¿Puedo darle un beso de despedida? —musitó.

—Lo siento, señorita. Temo que no pueda acercarse para nada a él. —Parecía que Birchman lamentaba realmente privar a Todhunter del gozo de ser besado por una muchacha tan encantadora.

Todhunter, que no tenía deseos de que lo besaran, retrocedió apresuradamente.

 

—No, no. Podría usted pasarme un paquete de veneno. El reglamento es muy estricto en estas cosas. Limítese a... enviármelo con la punta de los dedos. Sí. Bien, adiós, querida niña. Me alegro de que la obra resulte. En realidad, me alegra enormemente haber podido prestarle un servicio... quizá en... jem... más de un sentido. Sí. Bien; adiós.

Felicity lo miró, y sus labios se movieron; luego, los oprimió con la mano y corrió hacia la puerta. Fox se levantó y la hizo salir.

—Bueno, gracias a Dios que esto se acabó —murmuró Todhunter; y se enjugó la frente.

El dueño de la muerte
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