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—Nunca hubiera creído que el viejo Jamie fuera tan inteligente —dijo sir Ernest con complacida admiración—. Endiabladamente hábil el camino que siguió, con ese invento de que sus nervios fallaron en el último momento, con lo que establece el homicidio casual. Endiabladamente hábil.

Se hallaban los tres almorzando en un pequeño restaurante de Fleet Street, ya que Old Bailey no dispone de infraestructura para alimentar a los hambrientos abogados y testigos. Los demás comensales se sentían obviamente agradecidos por tener entre ellos a una persona tan célebre como Todhunter y, en consecuencia, apenas le quitaron los ojos de encima, llevándose la comida a la boca por una especie de instinto doméstico.

Todhunter, que a esa altura ya estaba más o menos acostumbrado a ser el foco de las groseras miradas de la multitud, convino en que Jamieson había desarrollado una ingeniosa defensa.

—Además, muy hábil de su parte el haber dado antes ese golpe en cuanto a que estaba usted atontado —señaló sir Ernest, en un intervalo entre dos trozos de pastel de carne y riñón.

—Sí —dijo Todhunter, que parecía pensativo.

No disfrutaba nada con aquella orgía, ya que habían decidido que, para que el asunto se discutiera rápidamente y en su totalidad en pleno tribunal, sería mejor dejar que un representante de la policía le interrogara en el estrado y luego se dirigiera al Jurado. Así, la teoría de la policía de que Todhunter era enteramente inocente de toda culpa por la muerte de la señorita Ethel May Binns recibiría una presentación adecuada y sería debidamente considerada por el Jurado, como sin duda tendría que suceder. Pero Todhunter no estaba nada seguro de poder defenderse contra un abogado hostil, que intentara probar su inocencia. Como la mayoría de nosotros, Todhunter desconfiaba de su propia capacidad como testigo; y, además, su memoria era entonces tan mala, que temía secretamente que un abogado inteligente pudiera envolverlo en los más desesperantes embrollos.

—De cualquier modo, ¿cómo le parece que vamos? —preguntó, bebiendo un poco de leche.

—No tan mal, no tan mal —dijo sir Ernest, con gran sinceridad—. Los jurados parecen todavía un poco perplejos, pero los sacaremos de eso. Ya verá usted.

El dueño de la muerte
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