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Todhunter se encontraba envuelto en grandes eventos. Se habían discutido sus acciones en el Parlamento; se habían creado precedentes en su nombre; y ahora se veía como el centro de una casi inaudita crisis legal. Le producía una curiosa y tediosa sensación de impotencia darse cuenta de que, aunque ahora era centro de tan importantes y discutidas actividades, no podía dirigirlas más de lo que podía dirigir el curso de la Luna alrededor de la Tierra: él no era sino el centro, fijo, inmóvil, y la cama era el mejor lugar para él. Las dos primas ancianas que ahora compartían su hogar revoloteaban a su alrededor en un estado de excitación senil que estuvo a punto de provocar en Todhunter una depresión nerviosa.

La idea de una acusación privada por asesinato fue quizá el más brillante rasgo de genio de toda la brillante carrera de sir Ernest Prettiboy. En realidad, tal medio no carecía de precedentes, pero era propio de un genio de la ley el darse cuenta de que la maquinaria capaz de resucitar aquel singular derecho civil estaba todavía en perfecto estado.

En resumen, la esencia del asunto era que, aunque en todas las causas criminales la Corona es quien casi invariablemente es designada como acusadora, y, en teoría, tiene la prerrogativa de actuar en carácter de tal, en la práctica, la acusación por ofensas criminales menores es casi siempre emprendida por el particular que ha sufrido el daño, actuando, por supuesto, en unión con la policía.

—Pero en este caso, muchacho —comentó jovialmente sir Ernest—, no sólo la policía no ayudará; si puede, tratará de estorbar. ¿Y por qué? Porque ya han hecho la acusación contra su propio candidato para la horca, y contribuir a acusar a otro, no sería sino hacer que, tanto la declaración de culpabilidad original como ellos mismos, parecieran tontos. Además, están todavía convencidos de que tienen al verdadero culpable.

—Pero ésta no es una causa menor —objetó Todhunter, que gustaba de aclarar una cosa por vez.

—Tiene usted razón; no lo es. A propósito, somos un grupo de listos, ¿verdad? Por medio de la costumbre y demás hemos cargado poco a poco la responsabilidad de la represión de los delitos menores sobre los hombros de las propias partes ofendidas. Eso ahorra a las autoridades una buena parte de molestias. Es una práctica peculiar de este país. Debería serlo.

—Sí, pero el crimen no es un delito menor.

—No, pero si lo permiten para delitos menores, tienen también que hacerlo para los graves; aunque, por supuesto, se hace muy rara vez, cuando las propias autoridades no se muestran dispuestas a actuar. El acusador privado tiene que hacerse cargo él de los gastos, ¿comprende?, y muy pocos de nosotros impedirían que un criminal saliera bien librado de todo lo que quisiera, con tal de no tener que soltar ni un billete para mandarlo a la cárcel.

—Pero usted dijo —señaló Todhunter pacientemente— que en esos casos quien acusa es la parte ofendida. Y esto difícilmente puede aplicarse a un caso de asesinato, ¿no es cierto? Quiero decir que la persona que sufrió el daño no está presumiblemente en situación de acusar, puesto que ha muerto.

—¡Oh!, no siempre necesita ser la parte ofendida —replicó sir Ernest volublemente—. ¿Nunca ha oído usted hablar de un denunciante público? Así llaman a un sujeto que acusa en algún caso, de felonía o de delito, en el cual él mismo no ha sufrido perjuicio alguno.

—Entonces la persona que va a acusarme, ¿va a ser un denunciante público? —sugirió Todhunter con vivacidad.

—Ni por asomo. Un denunciante público acusa con al esperanza y con el propósito de obtener la recompensa, castigo ó pena, prescrita para el delito en cuestión, o una buena parte de ella, o por cualquier otra razón que favorezca a su propia conveniencia, como la de aparecer como testigo de la acusación.

—¿Entonces cómo se llamará la persona que va a acusarme? —preguntó Todhunter desesperado.

—El acusador —replicó sencillamente sir Ernest—. En realidad, usurpará las funciones de la Corona, y tendrá además que salvar uno o dos obstáculos antes de que le permitan hacer tal cosa.

—¿Obstáculos?

—Sí. Ahora no hay Gran Jurado con el que discutir en cuanto a dictar una sentencia contra usted, pero habrá que persuadir a los magistrados para que le condenen a juicio, y sabe Dios cuántas otras preciosas obstrucciones no sabrán inventar las autoridades hostiles.

—Le ponen muchas dificultades a un hombre que lo único que desea es que le ahorquen —se lamentó Todhunter.

—¡Por cierto que sí! —admitió sir Ernest con gran calor—. De otro modo, los tipos como usted, con esa maldita delicadeza de conciencia, se harían colgar en las cárceles del país todas las mañanas de la semana, a las ocho en punto en medio de un jaleo.

El dueño de la muerte
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