4
—Incluso en julio —señaló Todhunter con afabilidad— resulta a veces agradable contemplar el fuego.
—¡Oh, sin duda! —convino Chitterwick, estirando sus rechonchas piernecillas hacia la llama—. Las noches son realmente muy frías.
Ya habían comentado el libro cuya crítica había hecho Todhunter el viernes anterior, la situación política de España, y las posibilidades del actual equipo de Test. Todhunter intentó ser astuto.
—Me parece que fue una discusión altamente interesante la que tuvimos durante la cena del mes pasado —dijo con voz indiferente.
—¡Oh, sí, mucho! ¿Se refiere usted a la fecundación de los frutales?
Todhunter frunció el ceño.
—No, después de eso. Sobre asesinatos.
—¡Ah, ya comprendo! Sí, por supuesto, sí.
—Usted pertenece a un Círculo del Crimen, ¿no es cierto?
—Sí, así es. Tenemos algunos socios muy distinguidos —explicó Chitterwick con orgullo—. ¿Sabe usted?, nuestro presidente es Roger Sheringham.
—¡Ah!, sí. Ahora bien —dijo Todhunter, todavía más descuidadamente—, supongo que en el transcurso de sus discusiones oirán ustedes hablar de una buena cantidad de gente que merecería ser asesinada, ¿verdad?
—¿Que merecería ser asesinada?
—Sí; recordará usted que el mes pasado discutimos sobre la gente que merecería ser asesinada. Supongo que se encontrarán ustedes con muchos casos, ¿no?
—No —respondió Chitterwick con voz perpleja—. Realmente, no lo creo.
—Pero, sin duda, estarán ustedes en guardia contra unos cuantos chantajistas.
—No, no puedo decir que así sea.
—¿Ni siquiera contra reyes de las drogas o tratantes de blancas? —preguntó Todhunter, algo atropelladamente.
—¡Oh, no, nada de eso! Verá usted, nosotros nos limitamos a discutir el crimen.
—¿Quiere usted decir crímenes que ya se han cometido?
—Sí, claro está. —Chitterwick pareció sorprendido.
—Comprendo —musitó Todhunter, muy desilusionado. Y contempló lúgubremente el fuego.
Chitterwick se rebulló en el sillón. Había desilusionado a su anfitrión, aunque no podía entender bien por qué, y esto le hacía sentirse lleno de remordimientos.
Todhunter pensaba tristemente, una vez más, en Hitler como el único hombre que él sabía positivamente que merecía ser asesinado. O, desde luego, Mussolini. Aquellos abisinios..., los judíos..., sí, sería una gran acción. Alguien podría hasta levantarle una estatua después de su muerte. Eso sería muy agradable. Pero su muerte probablemente sobrevendría al ser pisoteado bajo las pesadas botas de los furiosos nazis, como ese asesino de Marsella. No, eso no sería tan agradable.
Se volvió hacia su huésped.
—¿No conoce usted una sola persona que merezca ser asesinada? —inquirió con disgusto.
—Pues..., ¡ejem!..., no —tuvo que excusarse Chitterwick—; me temo que no. —Se preguntó por qué su anfitrión parecía dar tanta importancia a su relación con asesinados en potencia, pero apenas se atrevía a preguntarlo.
Todhunter frunció el ceño. Le parecía que Chitterwick había aceptado su invitación bajo falsos pretextos.
Le parecía también que, antes o después, lo mismo daba renunciar a todo el proyecto. Todhunter no estaba dispuesto a anunciar sus servicios en la prensa como asesino benévolo para aquellos que lo necesitaran, y prescindiendo de una medida tan drástica, parecía que sus servicios nunca serían requeridos. Se sintió aliviado y, al mismo tiempo, curiosamente desilusionado.