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Los primeros veinte minutos después del almuerzo fueron ocupados por valerosos esfuerzos de parte de Jamieson, tratando de construir algo de la nada.

Era poco lo que podía decir, ya que no tenía argumento alguno; y al fin, después de identificarse con todas las pertinentes observaciones de su ilustre colega de la acusación y de arrojar unas pocas piedras a la cabeza del ausente Bairns, Jamieson no pudo hacer más que apelar al Jurado para que declarara a Todhunter culpable solamente de homicidio casual y no de asesinato, sobre la inadecuada base de que sería un poco vergonzoso ahorcarle.

Luego, finalmente, el Juez comenzó a recapitular.

—Señores del Jurado —dijo con voz debilitada por los años, pero perfectamente clara—, es mi deber ahora examinar la prueba que se ha aportado a este caso; caso que, como ha señalado el abogado, es quizá único en estos tribunales. Como sabéis, otro hombre está ahora bajo sentencia de muerte, por este mismo crimen; y al fin de salvar a ese hombre, creyéndolo inocente, el señor Furze nos ha dicho que ha formulado su acusación de asesinato. No hay razón para dudar de los motivos del señor Furze, o para sugerir que no ha actuado sino por los más elevados principios; y es perfectamente correcto rendir tributo al desinterés y al patriotismo que ha demostrado. Si estaba o no acertado en su proceder, a vosotros toca decidirlo.

»Para vosotros no entraña ninguna diferencia el que esta causa haya sido iniciada por instigación de un particular y no, como ocurre casi invariablemente en un proceso de esta importancia, por la Corona. Sin embargo, es cierto que debéis preguntaros por qué la Corona no la inició, y por qué las autoridades correspondientes, aunque en posesión de todas las pruebas y testimonios que habéis oído, no juzgaron adecuado actuar basándose en ellas, o, quizá sea mejor decir, encontraron adecuado no actuar basándose en ellas. Como os ha hecho notar su abogado, el señor Bairns, una simple confesión, no es suficiente para iniciar una acción. En la historia del criminal no son raros los ejemplos de falsas confesiones. Pueden hacerse por diversos motivos, desde la locura hasta el deseo de proteger al culpable; y a menudo las rechazan no bien el culpable está a salvo. Por consiguiente, no debéis dejaros influir en exceso por la confesión que ha hecho el acusado en esta ocasión, sino que resolveréis el caso sólo sobre las pruebas que se han aportado para justificar esta confesión.

»Voy ahora a reconsiderar esas pruebas y, dada la importancia del caso, lo haré con cierto detalle.

El Juez cumplió su palabra. Pasó revista a las declaraciones, lenta, metódicamente y con bastante justicia, durante el resto de esa tarde, y en seguida, cuando el tribunal se reunió otra vez a la mañana siguiente, resumió su trabajo.

Mientras oía la voz cascada y monótona, Todhunter experimentó muchas emociones.

Las pruebas, oídas a través de aquella voz serena, desapasionada, parecían, en cierto modo, mucho menos contundentes que cuando retumbaban en las vigorosas frases de sir Ernest. En verdad, parecían inusitadamente débiles. Había muchas pruebas de intenciones, pero no de realizaciones. Todhunter, que se había percatado de ello, pero que en alguna forma se había persuadido de que no importaba, se sintió cada vez más perturbado. Era imposible decir que el Juez estuviera quitándoles importancia en ninguna forma; sin embargo, el efecto era que se la quitaba. Todhunter se dio cuenta, un poco inquieto, de cuánto le debe cualquier causa a la oratoria que se usa para su presentación.

Un episodio de la recapitulación, que se produjo aquella mañana temprano, aumentó su inquietud. El Juez había estado refiriéndose a las pruebas que indicaban que Todhunter se hallaba en la escena del crimen después de la muerte, más bien que antes de ella. Se detuvo durante unos momentos y luego añadió:

—En relación con esto, debo advertiros que, incluso aunque declararais culpable al acusado aquí presente, eso no significa necesariamente que el veredicto pronunciado en el proceso anterior fuera incorrecto. Hay una posibilidad, que creo no os ha sido sometida en absoluto y que no obstante debéis considerar, y es la de si Palmer y Todhunter no estaban actuando conjuntamente. No hay prueba que demuestre lo contrario. Es una posibilidad que debéis tener en cuenta y os la menciono a fin de que no os dejéis tentar por razones sentimentales para dictar un veredicto de culpabilidad en este proceso, quizá con la idea de salvar la vida de un hombre joven y vigoroso a expensas de otro que, de todas suertes, está sentenciado. Sería un pensamiento sumamente impropio y estoy seguro de que no permitiréis que influya en vosotros. Ni, según debo advertiros, tendría necesariamente, si lo hicierais, el resultado perseguido.

Todhunter se sentía trastornado. Quizá había estado demasiado confiado en un sentimiento semejante y en su inconsciente influencia sobre el espíritu de los Jurados. Sin duda, había confiado en un veredicto de culpabilidad para su propio caso, que estableciera, como corolario imprescindible, la inocencia de Palmer. Empero, ahora parecía que a través de una brecha tan técnica y tan pequeña, las autoridades podían mantener su garra sobre aquel infortunado muchacho.

Todhunter quiso levantarse y gritar:

—«¡Es inocente! ¡Basta de palabrería, e id al grano! Os digo que es inocente... yo, que tengo las mejores razones para saberlo.»

Era cierto que Todhunter, casi él solamente en el mundo, tenía las mejores razones para saber que Palmer era inocente; pero parecía tarea difícil convencer a los demás de tan simple verdad. Todhunter deseaba que fuera posible hacer aparecer algún hecho, tan fuerte, tan sólido como un bloque de granito, para que nadie pudiera dudar de él.

Sin embargo, sólo cuando el juez llegó al final de su recapitulación, Todhunter llegó simultáneamente al límite de su capacidad de resistencia.

Hasta ese momento, el Juez se había conducido en realidad muy correctamente. Refrenándose ante la tentación de decir a los otros cómo debían vivir sus vidas de acuerdo con los códigos, cosa a la que pocos jueces parecían capaces de resistir, se había limitado estrictamente, al asunto que tenía entre manos. Pero al final sucumbió; y como de costumbre, sus últimas palabras parecían sugerir que se hallaba sentado en tan elevada posición para ser juez, no de leyes, sino de moral y ética.

—Señores del Jurado, quizá algunos de vosotros considere todavía otro veredicto, que no se os ha planteado para nada. Me refiero al veredicto de culpable, pero demente. Es costumbre de los jueces indicar, cuando la defensa sugiere un veredicto semejante, si es admisible dados los hechos del caso. Por si alguno de vosotros, por tanto, estuviera meditando un veredicto de esa naturaleza, me parece aconsejable deciros que, careciéndose de toda prueba sobre ese punto, un veredicto así sería inadmisible. De hecho, y muy adecuadamente, la defensa no lo ha sugerido; sólo menciono el asunto porque podéis creer que el carácter mismo de las afirmaciones del acusado parecen indicar cierto grado de demencia.

»Sin duda podéis pensar que la intolerable presunción con que ha admitido, y de la que ha parecido vanagloriarse, haberse colocado como juez de la vida y la muerte de sus semejantes, puede demostrar cierto grado de megalomanía cercano a la demencia, y es perfectamente cierto que el acusado se daba cabal cuenta de lo que hacía o de lo que intentaba hacer, y ése es el nudo del asunto.

»En la misma forma debéis cuidaros de permitir que vuestra repugnancia hacia él (repugnancia que toda persona honrada debe sentir) influya en vuestra decisión. Si consideráis que la acusación contra él no ha sido justificada, vuestro deber es pronunciar un veredicto de inocencia, aparte del desprecio y la repulsión que sus maquinaciones hechas a sangre fría puedan haberos inspirado. La prueba, que ya he examinado, es que estuvo alguna vez meditando el absurdo y estúpido asesinato de una persona totalmente inocente; vosotros debéis decidir si las disparatadas conversaciones a las que pareció haberse entregado eran solamente para impresionar a sus amigos, o si había alguna siniestra base de intención en ellas.

»Sin embargo, como he dicho, aunque podáis considerarle, y quizá no sin justicia, como una persona inhumana e irresponsable, con una idea abominablemente pervertida sobre sus deberes como miembro de la sociedad, no debéis permitir que vuestro veredicto se vea coloreado por vuestra indignación, como no debéis permitir que esté respaldado por el hecho de que otro hombre ha sido ya declarado culpable de este mismo crimen. Estáis para juzgar este caso sobre los hechos que se os han presentado, y solamente sobre ellos.

Luego, el Juez terminó con algunas observaciones aclaratorias respecto del homicidio y del homicidio culpable, y qué era necesario para pronunciar un veredicto en ambos casos, y despidió al Jurado para que deliberara.

El dueño de la muerte
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