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Como era más que justo, Chitterwick tuvo el privilegio de dar la noticia a Todhunter a la mañana siguiente. Pudo, además, darle otras noticias que había obtenido de sir Ernest antes de salir de la casa.
Todhunter recibió con calma las novedades.
—¡Qué solemne necio, no haberlo recordado antes! —observó disgustado—. Yo podía estar todavía en el Japón, en vez de estarme quieto en este maldito agujero.
A pesar de todos sus remilgos en otros aspectos, Todhunter era singularmente adicto al uso de aquel malsonante adjetivo.
—Y sé por sir Ernest —dijo Chitterwick casi a borbotones— que la libertad de Palmer no puede ser ya sino cosa de horas. Usted no ha visto los periódicos de esta mañana. Conocen toda la historia. Yo..., jem..., me pareció conveniente asegurarme de que la conocerían. Y le han hecho justicia. Ningún gobierno podría hacer frente a una tormenta semejante.
—Bueno, por fin puedo tener un poco de paz —murmuró Todhunter con amargura. Se aplacó—. Estuvo usted muy bien, Chitterwick —agregó amablemente.
Chitterwick parecía un perro de aguas al que le hubieran acariciado la cabeza. La extática inclinación de su gordo cuerpecillo en la silla parecía expresar exactamente la intención de menear la cola.