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Era como si Todhunter hubiera sido un toro confinado en un estrecho campo, rodeado por altos setos por sobre los cuales no podía ver. Mientras estaba allí, vagaba dando vueltas en círculo, bramando sombríamente; pero ahora que, por así decirlo, había atravesado el seto y estaba ante los espaciosos prados, la vida aparecía bajo un aspecto muy diferente. En otras palabras, una vez tomada la decisión, Todhunter se encontró con que era otra vez el hombre de antes.

Con todo su antiguo cuidado metódico, hizo los preparativos. La casa de Richmond debía ser mantenida en orden, con la señora Greenhill como dominadora ama de casa. La había dejado en su testamento a dos ancianas primas empobrecidas, a las que Todhunter, solícitamente, instaló in situ, a fin de que no hubiera trastornos ni molestias para ellas durante su ausencia. Agregó uno o dos ítems a su testamento. Hizo una visita al médico, quien atormentó a Todhunter como de costumbre, felicitándolo por su próxima muerte, cuya fecha, sin embargo, no podía predecir con más seguridad que antes, ya que el aneurisma de Todhunter parecía haber soportado toda aquella tensión con asombrosa fortaleza, y no estaba en peores condiciones que seis meses atrás.

Y finalmente, después de haber hecho sus baúles y de no haber dejado nada a la improvisación, Todhunter redactó un cuidadoso relato de cómo había asesinado a Jean Norwood, añadiendo, a modo de prueba, que el brazalete de la señorita Norwood se hallaba en cierto cajón cerrado con llave en la cómoda de su dormitorio, con el revólver; puso el documento en un inmenso sobre y lo confió a su procurador para que lo entregara a Scotland Yard después de su muerte.

Esto, pensaba Todhunter, liquidarla limpiamente el asunto. A partir de su visita a Maida Vale, no había tenido ninguna noticia de la familia Farroway y, sinceramente, deseaba no tenerla jamás. Había hecho lo que había podido. Ahora los Farroway podían trabajar solos por su propia salvación.

Únicamente en un punto se desvió Todhunter de esta decisión, y el incidente merece quizá recordarse como demostrativo de la nueva resolución que, después de aquella sombría semana, se había apoderado de él.

Un día, por casualidad, se encontró con Budd, el empresario del Sovereign. Fue, en realidad, en la acera de Cockspur Street, frente a las oficinas de la Compañía de Navegación a la que había ido Todhunter con el fin de pedir informes respecto a cierto detalle, sobre el cual podía haber telefoneado.

Budd, con las mejillas más azules que nunca, le reconoció al instante y le recibió con tanto calor que sorprendió a Todhunter. En realidad, era un momento antes de cerrar, y Budd, cuyas finanzas estaban por el momento en decadencia, estaba deseando que le invitaran a tomar un trago, para lo cual había tiempo justo, aunque no suficiente para que él correspondiera con otro.

Todhunter no deseaba especialmente ver a Budd, ni a nadie que le recordara a la señorita Norwood, pero no podía lidiar con la exuberancia con que Budd acogió su llegada. En realidad, Budd hizo lo que pudo, pero se le había acabado la suerte. Los cinco minutos vitales pasaron, y allí estaba todavía en la acera. Resignado, Budd invitó a Todhunter a entrar en el Greenroom Club, y éste, incapaz de hallar con suficiente rapidez una excusa y en verdad no muy seguro de si quería hallarla, permitió que le llevaran. Así, de un cabello, pendía todo el futuro de Felicity Farroway.

Ya que, una vez dentro y después que Budd hubo aliviado su pecho de la leyenda de lamentos, y puesto que, desde luego, el Sovereign estaba cerrado y Budd esperaba quedarse sin trabajo tan pronto como el contrato fuera traspasado, la conversación giró hacia una obra que Budd acababa de leer y que, confesó, era una Revelación, algo Admirable, y una Cosa Segura.

—Ella me dijo que la rechazara —refirió Budd—, pero no lo hice. No pude dejarla escapar.

Todhunter, no muy interesado, pidió cortésmente explicaciones. De ellas, coligió que una de las muchas tareas de Budd había sido la de leer las docenas de obras que los entusiastas aficionados, escritores de obras teatrales, hacían llover sobre la señorita Norwood. Cualquier cosa que consideraba buena se la pasaba a ella para que la leyera, y la proporción alcanzaba algo menos del uno por ciento.

—¡Desesperantes! —pronunció enfáticamente Budd—. El noventa y nueve por ciento. Piojosas, ni más ni menos. Parecería que los pobres cretinos no hubieran pisado un teatro en su vida.

Pero, al parecer, esa obra era la excepción. Era, según el desconocido escritor, una primera obra y, según Budd, causaría sensación... si alguna vez se llevaba al escenario.

—Pero ahí tiene usted. Le dije una vez que en este negocio somos unos corderos, ¿no es cierto? Fulano logra éxito con una obra: todos los empresarios de Londres están a sus puertas a la mañana siguiente, pidiendo otra. A Zutano no le han representado una obra en su vida, y ningún empresario de Londres querrá tomar esa responsabilidad. Pero ella no la rechazó por eso. Dijo que no era bastante buena, pero tampoco era ése el motivo. Sabía tan bien como yo que era una revelación. No; la rechazó porque ella no podía representar el papel. Por un lado, era el papel de una joven, y por otro, necesitaría una actriz enormemente buena para sacarlo adelante. Debo decir en favor de Jean, que conocía bien sus limitaciones. ¿Por qué...?

Todhunter se inclinó súbitamente hacia adelante, asemejándose a un gran pájaro de mal agüero arrojándose sobre su presa.

—¿Dice usted que es una obra buena? —interrumpió.

—Así es —asintió Budd, un poco asustado.

—¿Le convendría el papel de la joven a Felicity Farroway?

—Feli... ¡Oh, sí!, recuerdo a la chica. Señor Todhunter —dijo Budd con admiración—, ha dado usted en el clavo. Bien dirigida, podría superar a cualquier otra actriz de Londres en ese papel. Sí, es la muchacha para él. Y dígame, ¿cómo se le ocurrió eso?

—Recordé que usted me dijo que era una buena actriz.

—Es cierto; ahora lo recuerdo. Usted es amigo del viejo. Pobre tipo, casi lo ha liquidado este...

—¿Cuánto costaría montar esa obra con la señorita Farroway en el papel principal?

—Fácilmente podría hacerse por tres mil. Pero mire, yo no se lo estoy aconsejando, ¿comprende usted? Es un riesgo del demonio. Actriz desconocida, obra desconocida, todo va a estar en contra de usted. Entiéndase bien: si se consigue que el público entre desde el principio, puede tener alguna posibilidad, pero..., ¿quién la dirigirá? Creo que Dane es el indicado, pero..., oiga, no necesitará usted un empresario, ¿no es cierto? —preguntó Bud, y parecía dudar.

—Me voy de viaje dentro de tres días —dijo lentamente Todhunter—. Yo no puedo hacer nada en ese asunto. ¿Querría usted encargarse de todas las responsabilidades: arreglarse con el autor (y que el contrato sea aprobado por la Sociedad de Autores, así lo estipulo), contratar a la señorita Farroway y a una compañía, y elegir un director o lo que sea necesario, si yo le entrego un cheque por tres mil antes de partir?

—¡Pero usted no me conoce! —casi sollozó Budd—. No puede hacer una cosa así. Podría largarme con el dinero, podría..., ¡es usted un chiflado!

—¿Querría usted hacerlo? —rió entre dientes Todhunter mientras se marchaba.

—¡Voto a Cristo —exclamó Budd— que puede usted estar seguro de que sí! Y si no le hago hacer una fortuna, no será por mi culpa. Porque..., ¡oh, demonios! ¡Muchacho!

El dueño de la muerte
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