5

Todhunter apenas podía contenerse.

—¿Qué es eso de que ese viejo estúpido me llame repugnante? —estalló, casi antes de haberse levantado del banquillo—. Yo no le llamo repugnante en su propia cara, aunque se limpia las orejas en público. Jamás he visto una exhibición más gratuita de afectación.

—¡Oh!, todos acaban ahí —replicó sir Ernest prontamente—. También yo acabaré algún día.

—¡Entonces, ya es hora de que los paren y los reduzcan a su trabajo! —estalló Todhunter—. ¡A la verdad que... desprecio y repugnancia! Nadie tiene peor opinión de mí que yo mismo, pero, ¿soy despreciable y repugnante? —preguntó Todhunter a Chitterwick con singular ferocidad.

—No, no —protestó Chitterwick—. Ni en lo más mínimo; jem..., si es usted algo, es precisamente lo opuesto.

—¿Cómo si soy algo? Algo debo ser, ¿no es cierto?

—Sí, eso dije —asintió apresuradamente Chitterwick—. Es decir, lo opuesto.

—¿Y cómo puedo ser a la vez imbécil y cuerdo, y responsable e irresponsable a la vez? —continuó Todhunter, persistiendo en su indignación—. ¿Eh? Explíquemelo. ¿Y se necesita megalomanía para comprender que una persona desagradable está mejor fuera del mundo que en él, para bien de éste? ¡Infierno y condenación! En mi vida he oído disparate semejante.

—Vamos, vamos —dijo sir Ernest, alarmado, ya que, en verdad, Todhunter parecía agitarse cada vez más. Y agregó dirigiéndose a Chitterwick en tono más bajo—: ¿Dónde está ese médico del demonio?

Afortunadamente, el médico apareció antes que Todhunter pudiera estallar efectivamente y se llevó a su paciente para librarle de su acceso de cólera en lugar apartado.

No obstante, el mal humor de Todhunter tuvo un buen resultado. Le duró más de dos horas y ocupó casi todo el período de la ausencia del jurado. En consecuencia, la tensión de aguardar el veredicto se alivió considerablemente.

Los jurados estuvieron ausentes durante dos horas y cuarenta minutos. Luego un funcionario trajo la noticia de que iban a regresar a la sala.

—Ahora, escúcheme, Todhunter —dijo ansiosamente el médico—, los próximos dos minutos van a ser de un esfuerzo terrible para usted. Tiene usted que contenerse.

—Estoy bien —musitó Todhunter, un poco pálido.

—Imagínese que sueña o algo así, o repita un trozo de poesía —le apremió el doctor—, Horatius at the Bridge. ¿La conoce? Y esté preparado para cualquier veredicto. No permita que nada sea una sorpresa. ¿Está seguro de que no me deja ponerle una inyección? —El médico ya había ofrecido una inyección para anular las reacciones de su paciente y calmar la marcha de su corazón.

—¡No! —espetó Todhunter, adelantándosele—. Ya ha terminado. Está resuelto el veredicto en un sentido o en otro. No hay nada más que hacer; y si por fortuna yo fuera declarado culpable, cuanto más pronto muera, mejor. No querrá usted que viva para que me ahorquen, ¿no es cierto?

—Está bien, está bien, haga usted lo que quiera —replicó el médico—. De todos modos, usted es el afortunado.

Todhunter gruñó.

En la sala, la extasiada expectación de los asistentes se dividía entre Todhunter y los jurados que regresaban. Como siempre, escrutaban las caras de estos últimos, y el propio Todhunter no lo hacía con menos ansiedad, en un esfuerzo por leer en sus mentes; y como siempre, sus solemnes expresiones podían interpretarse en cualquier forma que eligiera el espectador.

Todhunter retuvo el aliento y colocó inconscientemente una mano sobre el pecho, como para contener el desastre, por lo menos hasta que se supiera el veredicto. No era necesario que tratara de imaginarse que soñaba; se sentía en un sueño. Toda la escena parecía fantástica, así como su participación en ella. ¿Era él realmente, ante un tribunal del crimen, con su vida en juego? ¿Era realmente sobre él que esos hombres iban a pronunciar un veredicto? La cosa parecía increíble.

Es una especie de trance, Todhunter oyó que el secretario del tribunal se dirigía al Jurado.

—Señores del Jurado: ¿habéis llegado a un acuerdo con respecto al veredicto?

El presidente del Jurado, hombre alto, de edad madura, de bigote descuidado (Todhunter, sin ningún motivo particular, lo supuso agente de propiedades), respondió con bastante firmeza:

—Sí.

—¿Declaráis que el acusado es culpable del asesinato de Ethel May Binns, o que no es culpable?

El presidente se aclaró la garganta.

—Culpable.

Todhunter se contempló fijamente las manos. Parecían de un color inusitado. Entonces se dio cuenta de que estaba aferrado tan fuertemente a la baranda del recinto de acusados, que había emblanquecido no sólo los nudillos, sino todo el dorso de las manos.

Se distendió. El Jurado lo había declarado culpable. Bueno, muy bien. Desde luego, Todhunter había sabido todo el tiempo que cualquier Jurado sensato, como ése, lo declararía con seguridad culpable. No había en ello la menor sorpresa.

Dirigió una pequeña inclinación al Jurado. El Jurado no devolvió la inclinación.

Se dio cuenta de que ahora el secretario se dirigía a él.

—Lawrence Butterfield Todhunter, ha sido usted declarado culpable de homicidio premeditado; ¿tiene usted algo que decir antes de que el tribunal dicte sentencia contra usted?

Todhunter reprimió un impulso rabioso, primero de reírse y luego de espetar al secretario: «¡No me llame Butterfield!» Se dominó y replicó:

—Nada absolutamente.

Ya más o menos dueño de sí, observó con interés un cuadradito de tela negra que un funcionario colocó sobre la peluca del Juez.

«Así que ése es el birrete negro —pensó Todhunter—; pues bien, cuanto puedo decir es que da al Juez una apariencia muy tonta.»

—Lawrence Butterfield Todhunter —dijo la cascada voz—, es ahora mi deber dictar sentencia contra usted, de acuerdo con el veredicto pronunciado por el Jurado, y así lo haré sin más comentario. ¿Hay algún problema legal, sir Ernest, en cuanto a la sentencia que tengo que dictar? Usted sabe a qué me refiero.

Sir Ernest se incorporó.

—Que yo sepa, señor Juez, no hay ninguno.

—Entonces, Lawrence Butterfield Todhunter, la sentencia de este tribunal es que será usted conducido desde aquí hasta una cárcel, conforme a la ley, y desde allí hasta el lugar de ejecución; que será colgado por el cuello hasta que muera; y que su cuerpo será luego enterrado dentro del recinto de la cárcel en que haya estado usted recluido después de haber sido declarado culpable. Y quiera el Señor apiadarse de su alma.

—Amén —dijo el capellán del sheriff, junto al Juez.

Todhunter, que ya no sentía rencor alguno, se inclinó con respetuosa cortesía ante éste.

—Gracias, señor Juez. ¿Puedo hacer una última petición?

—Temo no poder ahora escucharle.

—Y yo temo —replicó Todhunter, todavía cortés, pero firme— que tiene usted que escucharme, señor Juez. Mi petición es que ahora deben arrestarme.

Todhunter se vio recompensado al percibir que sus palabras habían causado lo que, sin duda, se describiría en los periódicos de la mañana siguiente como «sensación». Entre la solemne rutina del veredicto y de la sentencia, los responsables de ello habían pasado por alto el hecho de que jamás se había arrestado a Todhunter. Ahora, de acuerdo con el veredicto, el arresto era automático.

El Juez cuchicheó con el secretario del tribunal, el secretario cuchicheó con un ujier, el ujier cuchicheó con uno de los cordiales policías, y el policía avanzó hasta el banquillo y tocó a Todhunter en el hombro.

—Lawrence Butterfield Todhunter, le arresto a usted por el asesinato de Ethel May Binns, cometido en la noche del veintiocho de setiembre, y le advierto que cualquier cosa..., es decir..., y... y...

—Y ya era hora —sugirió Todhunter.

El dueño de la muerte
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