5

Por eso Todhunter tomó un autobús, el domingo por la mañana, hacia la dirección, en Maida Vale, que la señora Palmer le había dado. A su debido tiempo, se encontró entrevistando a una joven encantadora, de cabello rubio, ojos azules y cutis de melocotón, pero sin la expresión de falta de carácter que tan a menudo acompaña a esa combinación, como si la Naturaleza, habiendo trabajado muy bien la superficie, no hubiera querido molestarse en profundizar más. A ese respecto, Felicity Farroway era tan parecida a su hermana como ambas eran distintas de su padre. Recibió a Todhunter en un diminuto salón que trataba de ser moderno conteniendo la menor cantidad posible de muebles, pero, era tan pequeño, que parecía abarrotado por el mínimo que requieren las necesidades prácticas. Después de examinar la tarjeta de Todhunter y de haber enviado a algún refugio no especificado a la rechoncha compañera que compartía su piso, la señorita Farroway se instaló con Todhunter en los dos únicos sillones de la sala y se preparó para ser entrevistada.

Todhunter utilizó el mismo comienzo que antes había resultado tan afortunado, pero esta vez le agregó una coletilla inoportuna.

—Señorita Farroway, estoy sumamente preocupado por su padre y estoy seguro de que usted también lo está.

En esta segunda ocasión el resultado de su habilidad hizo sentirse muy incómodo a Todhunter; pues Felicity Farroway, primero le miró fijamente, luego paseó su mirada extraviada por la habitación, después le miró de nuevo y, por último, rompió a llorar.

—¡Oh, válgame Dios! —exclamó Todhunter, muy afligido—, no tenía intención de causarle un trastorno. Realmente, le pido perdón, yo...

—¿Pero no comprende? —sollozó la señorita Farroway—. Soy yo la responsable de todo esto.

Todhunter quedó tan pasmado que ni siquiera advirtió aquella gramática singular.

—¿Usted? —preguntó, con los ojos muy abiertos—. ¿Responsable?

—Sí; yo les presenté.

—¡Ah!, ya comprendo. Cierto, sí. ¡Cuán infortunado! Pero, sin duda...

—¡Sí! —repitió la muchacha enérgicamente—. Yo sabía cómo era ella, y conocía a mi padre. Merecería que me ahogaran por no haber previsto lo que iba a suceder. ¡Que me ahogaran! —Se sonó tristemente la nariz con un trocito de tela de tamaño parecido al de una tarjeta postal pequeña.

—¡Vamos! —protestó Todhunter, sintiéndose completamente culpable—. No creo que necesite usted censurarse. Estoy seguro de que...

—¿Es usted amigo de mi padre?

—Pues... sí... Yo...

—Desde luego, ¿lo sabe usted todo?

—Creo que sí, pero... ¡Ah! —exclamó Todhunter hábilmente—, sí, supongamos, señorita Farroway, que me lo cuenta usted desde su punto de vista.

—No creo que mi punto de vista interese mucho. Son los hechos. Y Dios sabe que son bastante endemoniados. Pues bien, mi padre vino un día a verme al teatro, y Jean entró en el camarín que yo compartía con otra chica. Le presenté a mi padre. Por supuesto, se dedicó a él; usted conoce sus maneras aduladoras. Había leído todos sus libros y pensaba que eran absolutamente maravillosos; su autor favorito; un genio; ¿cuándo querría hacerle el favor de almorzar con ella? Ya sabe usted, el cuento de siempre. Y mi padre, simplemente, se lo tragó. Es muy ingenuo, ¿comprende usted? Cree realmente lo que la gente le dice.

»Luego tuve noticias de mi madre, muy preocupada porque mi padre iba cada vez con mayor frecuencia de Yorkshire a Londres; le parecía que veía demasiado a Jean; ¿sabía yo algo de ello? Bueno, me pareció un poco extraño, porque no había visto a mi padre para nada. Estaba segura de que, de todos modos, no había ido al teatro; por tanto, le dije que lo que él le había dicho, que eran visitas de negocios, posiblemente fuera cierto. Y a la semana siguiente él vino a Londres y nunca regresó a casa... Hace casi un año. Desde entonces no volvió.

—Pero creo entender que no ha abandonado formalmente a su madre, ¿no es eso?

—Formalmente, no; pero en la práctica así es. Yo no puedo entenderlo, simplemente. Jean lo ha engatusado, claro está, pero nunca hubiera creído que mi padre fuera a caer en forma tan rotunda. El resto de nosotros ya no existe para él. Lisa y llanamente.

—Su hermana, la señora Palmer, considera que casi no es responsable de sus actos en ese asunto.

—¡Oh!, ¿conoce usted a Viola? Sí, demencia transitoria, supongo. Pero es bastante duro de soportar, quiero decir, cuando se trata del propio padre.

—En verdad lo es. —Todhunter se preguntó si su interlocutora sabía algo respecto a los últimos acontecimientos. Hizo una tentativa—. Pero tengo entendido que la dama está dando ahora señales de tener otras intenciones.

—¿Quiere usted decir que va a dejarle? Bueno, ¡ojalá sucediera! Me sorprende que no lo haya hecho antes. A estas alturas ya debe de haberle sacado todo el jugo. ¿Quién es la nueva víctima?

—Pues... —se evadió Todhunter, lamentando su precipitación—, realmente, no lo sé...

Todhunter no era buen simulador. A los dos minutos ya le habían sacado la información.

La muchacha estaba realmente atónita. Su pecho subía y bajaba al tiempo que respiraba rápida y ligeramente; sus ojos chispeaban, más de rabia que de llanto.

—¡Señor Todhunter..., hay que hacer algo!

—Estoy de acuerdo —repuso Todhunter con formalidad—. Enteramente de acuerdo.

—Esa mujer debe de haber destrozado docenas de vidas. Ha arruinado mi carrera; supongo que lo habrá usted oído.

—Pues... sí..., yo...

—Yo puedo actuar, ¿comprende? —dijo la muchacha con completa sencillez—. Pero, claro está, una vez que tuvo a mi padre a remolque, tenía que desembarazarse de mí. De todos modos, eso no interesa. El punto principal es que no se puede permitir que destroce la vida de Viola. Sin embargo, Vincent es un pedazo de burro, y creo en verdad que esa mujer podría con el mismo demonio.

—Sí —aprobó Todhunter—. Pero ¿cómo se propone usted detenerla?

—No lo sé. Pero lo haré. Verá usted si lo hago. Señor Todhunter, las cosas son mucho peores de lo que le he dicho hace un momento. Comprenderá que yo no sabía qué sabía usted. Mi madre tendrá que vender la casa y los muebles porque no puede sacarle un penique a mi padre. Y no quiere llevarle ante los tribunales. Le aconsejé que lo hiciera. Pensé que la amenaza podría hacerle volver a sus cabales. Pero ya sabe usted cómo es mi madre.

—No, ¡ejem!..., en realidad, no tengo el placer.

—¡Oh!, pues, es muy rígida y orgullosa y todo lo demás por el estilo. Preferiría morirse de hambre, con toda dignidad, antes que hacer algo tan vulgar como arrastrar a mi padre ante cualquier tribunal, incluso el de divorcios. Y, por supuesto, él se aprovecha. En cierto modo, quiero decir, porque el pobrecito idiota no sabe lo que está haciendo. Traté de que mi madre apelara a él a propósito de Faith, pero ni siquiera hará eso.

—¿Faith? —repitió Todhunter, confundido.

La señorita Farroway pareció sorprendida.

—Sí, Faith. ¡Ah!, ya comprendo, usted no lo sabe. Pues bien, Faith es mi hermana menor. De trece años. Y mi madre me dijo hace un par de meses que nuestra encantadora cocinera se emborrachó un día y le espetó a Faith toda la historia. Para todos nosotros ha sido un golpe, pero imagínese usted lo que debe haber sido para una sensible chiquilla de trece años. Tan avergonzada estaba, que apenas si mi madre pudo hacerla ir al colegio al día siguiente. Y, por supuesto, dice mi madre que se pasa el día pensando en eso y está enfermando por ello. ¡Es infernal, señor Todhunter, infernal! ¡Y todo por la vanidad y la codicia de esa condenada mujer!

Todhunter era lo bastante anticuado como para sentir cierto disgusto al oír juramentos en boca de muchachas bonitas, pero si había una ocasión en que tales estaban justificadas, era ésta.

—¡Válgame Dios! Basta, basta —musitó inoportunamente—. Sí, es indudable. ¡Dios mío!, no, no tenía idea de que las cosas fueran tan graves. Y también su carrera...

—¡Oh, la carrera! —exclamó la joven, impaciente—. Sí, es bastante molesto, pero no tiene demasiada importancia. Lo que es enloquecedor en este aspecto es que, como actriz, podía estar ganando tres veces lo que gano como empleada de tienda, y podría así, haber enviado a mi madre diez veces más de lo que puedo enviarle ahora.

—Sí, así es. Desde luego. ¡Dios mío, empleada de tienda!... Tengo..., ¡ejem!..., tengo entendido que es un trabajo muy agotador —dijo Todhunter vagamente—. En pie detrás de un mostrador...

—¡Oh! —sonriose la muchacha—, no tengo que hacer exactamente eso. Soy una de esas damas jóvenes superiores, de traje negro, que se ocultan lánguidamente en nuestros pequeños talleres de costura; sólo que no les llamamos «talleres de costura», claro está; los llamamos «casas de modas».

Se puso de pie e hizo la imitación de una de esas jóvenes entendiéndose con una gorda matrona de provincias, tan humorísticamente vivida que Todhunter, que nunca en su vida había estado en una casa de modas, tuvo instantáneamente la impresión de que sabía todo lo referente a ellas.

—¡Pero —exclamó—, palabra de honor, es usted tan buena como Ruth Draper! —Para Todhunter, que iba a ver a la señorita Draper cada vez que se hallaba en Londres, era el más exorbitante encomio.

—¡Oh, no! Ruth Draper es única, aunque es usted muy amable al decírmelo.

—De todos modos, es usted capaz de representar realmente —afirmó Todhunter.

—Sí —convino Felicity Farroway, con algo de tristeza—. Puedo representar perfectamente. Y buena falta me hace, a mí... y a mi madre.

—Sí —dijo Todhunter, un poco embarazado—. Y..., ¡ejem!..., esto me recuerda... Debe usted permitir..., como viejo amigo de su padre..., no tengo el placer de conocerla, pero lo consideraría un honor..., ¡ejem!..., sí... —Hundido en la incoherencia, Todhunter sacó la libreta de cheques y la pluma, y, ruborizándose hasta arderle las orejas, llenó un cheque por cincuenta libras.

—¡Oh! —suspiró la chica, cuando Todhunter se lo tendió, rogándole en un murmullo que se lo enviara a su madre—. ¡Oh, mi ángel! ¡Adorable tesoro! ¡Encanto! —Y saltando del sillón, echó sus preciosos brazos en torno al delgado cuello de Todhunter y le besó con extremado fervor.

—¡Eh! ¡Realmente! ¡Válgame Dios! —se rió ahogadamente Todhunter con gran alborozo.

Poco después rehusó con pesar una apremiante invitación para quedarse a almorzar (como dueño de casa conocía los inconvenientes de un huésped inesperado cuando los comercios están cerrados), y se despidió, un tanto complacido consigo mismo y también un tanto perturbado.

El dueño de la muerte
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