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Por la mente de Todhunter circulaban singulares pensamientos.
Continuaron circulando durante la semana siguiente, volviéndose cada vez más singulares.
Le había llevado justamente tres días, alargándolos todo lo posible, el asegurarse de que sus asuntos se hallaban en orden; y, naturalmente, así era. Tras aquello, no quedaba otra cosa por hacer que sentarse y aguardar, y no subir nunca corriendo las escaleras. A Todhunter esto le parecía un asunto tan mórbido como aburrido.
Entonces, los extraños pensamientos comenzaron a invadir su mente; pues, tras otros tres días, había resuelto que no podía permanecer ya allí. Tenía que hacer algo. Qué, no lo sabía; pero algo. Y, de ser posible, algo fuera de lo común. No sin sorpresa, Todhunter comenzó a pensar que, en realidad, toda su vida había sido excesivamente vulgar y que si aquella oscura historia debía ser cambiada alguna vez, ahora era el momento. En realidad, Todhunter, el más convencional de los hombres, por primera vez en su vida comenzó a experimentar una extraña y malsana premura por hacer algo espectacular, sólo una vez, antes de desaparecer.
Infortunadamente, las únicas acciones espectaculares ajenas que podía recordar ¡le parecían tan fútiles! ¿No se había arrojado alguien, cierta vez, bajo las patas de los caballos en el Derby, a fin de reivindicar el derecho de voto para las mujeres? ¿No habían arrojado a la gente de la galería pública de la Cámara de los Comunes por mostrarse espectacular en un momento inoportuno? Y, por supuesto, estaba Mosley, el más espectacular, y (¡Santo, Santo Dios!) el más fútil de todos. Aunque, desde luego, también estaba Lawrence de Arabia. Pero no era probable que la suerte de Lawrence surgiera al paso de ningún otro.
Entonces, empezó a reflexionar Todhunter con frecuencia creciente, mientras descansaba en su cómoda biblioteca de Richmond y jugueteaba distraídamente con sus largos dedos, entonces, ¿qué podía hacer un hombre en su situación que fuese suficientemente sobrecogedor como para satisfacer aquella extraña y nueva premura por la afirmación de sí mismo, pero que, al mismo tiempo, no implicara levantar ningún leño pesado, ni correr violentamente escaleras arriba, ni consumir alcohol? Parecía no haber respuesta.
Ni en la vida anterior de Todhunter había nada que sugiriera una respuesta.
Todhunter había vivido siempre lo que se llama una vida protegida. En primer término, le había protegido su madre; luego, una amable disposición que prohibía el alistamiento de los semiinválidos en el ejército británico durante la última guerra europea, evitando así que Todhunter tuviera que cumplir esa función contra sus deseos, aunque (y no podía evitar pensarlo) para bien del ejército inglés. Luego, en el colegio privado en el que se vio impelido a trabajar en cierta época, para evitar sus propios reproches debido a su ociosa inutilidad, le habían protegido los alumnos que, aunque atormentaban furiosamente a los demás maestros, tenían, empero, espíritu harto decente para no percatarse de que atormentar a Todhunter habría equivalido exactamente a poner a un niño de dos años, con guantes de boxeo, frente al campeón del colegio.
A partir de la muerte de su madre, hacía algunos años, Todhunter había sido protegido muy eficientemente por su vieja ama de llaves; y siempre había estado protegido de la única tribulación realmente insoportable de este mundo, por una adecuada renta particular. Por esto, y por más lejos que fuera en sus experiencias previas. Todhunter, simplemente, no tenía nada que le ayudara.
En cuanto a su contacto con el gran mundo, estos se limitaban a unos pocos camaradas, de mediana edad o más viejos, con quienes jugaba al bridge una o dos veces por semana, cuando no había buena música que escuchar a través de sus auriculares; a la Clínica de Niños donde, según los dictados de su conciencia, pasaba todas las semanas media docena de horas repelentes, haciendo un trabajo voluntario relacionado con la piel escrofulosa de la juventud pobre de Richmond; y a sus visitas de los miércoles por la tarde a las oficinas literarias de The London Review.
Pues Todhunter, cuyos gustos era eruditos, tenía una inteligencia crítica profunda, aunque en cierto modo detallista, y contribuía todos los viernes con una columna en las páginas de libros de The London Review sobre algún volumen de investigación biográfica o histórica. Sin duda, aquellas visitas de los miércoles a Fleet Street y la feliz media hora que pasaba en el cuarto del director, hojeando las docenas de libros que aguardaban crítica, o charlando con el propio Ferrers, compensaban las graves máculas de la vida de Todhunter.
Por esto, y en tal coyuntura, Todhunter, siguiendo su invariable costumbre, resolvió consultar la opinión de los demás. Empero, en este caso, la consulta debía ser subrepticia. Para ello invitó a cenar a un grupo de hombres cuidadosamente seleccionados y, después del oporto, introdujo diestramente el tema.
La unanimidad con que sus huéspedes, todos ellos hombres de impecable corrección, se habían decidido por el asesinato como solución para su problema, había resultado una conmoción; y Todhunter no estaba enteramente seguro de que el reverendo Jack Denney, el conocido y popular párroco jugador de cricket, no se hubiera unido a los otros, de haber podido olvidar su condición, tras otra vuelta de la botella, hasta el punto de poder decir lo que pensaba realmente como hombre.
Todhunter se sintió sorprendido; pero también impresionado. El crimen jamás le había pasado por la cabeza. Su mente había imaginado alguna vaga acción de carácter benevolente e indeterminado: lo único claro era que debía resultar beneficiosa para sus congéneres. Pero ahora que se ponía a considerarlo, el crimen se adaptaba admirablemente a aquel especial proyecto. La eliminación de alguna amenaza humana contra la paz o la felicidad como cualquier otra, ¿y qué otra podría ser más espectacular?
Si así era, ¿habían estado sus consejeros en lo cierto al recomendarle mantenerse apartado del crimen político?
Todhunter podía tener la costumbre de consultar a otras personas antes de tomar una resolución, pero ello no significaba que la decisión subsecuente fuera a coincidir con el consejo recibido. Muy a menudo afirmaba exactamente en el sentido contrario, aunque esto, claro está, no hacía que el consejo fuera menos provechoso. Empero, respecto a aquel asunto tan importante, Todhunter se encontró incapaz de decidir por sí mismo.
Había excelentes argumentos teóricos; su situación era ideal para un crimen altruista. Sin duda en los momentos de mayor embeleso, por ejemplo, por las noches, al beber muy lentamente el único vaso de oporto que, desafiando a su médico, continuaba permitiéndose, Todhunter podía verse dedicado a una gran causa, como el hombre que podía alterar la historia, el cruel servidor de la humanidad. Era sumamente interesante y un gran aliento para un hombre a quien sólo le quedaban unos meses de vida. Pero, en la práctica... pues... el asesinato es un asunto desagradable. Y cuando Todhunter recordara lo desagradable que era, volvería a imaginar una vez más otro tipo de coup con el cual pudiera beneficiar a sus congéneres en forma especialmente extraordinaria y no sería capaz de hallar ninguna.
Así, poco a poco, Todhunter acabó por aceptar la idea del crimen. Le llevó dos o tres semanas y sus pensamientos dieron numerosas vueltas antes de quedarse inmóviles. Pero una vez así, así quedaron. Sería crimen.
O, más bien, asesinato político. Porque también en ese punto Todhunter había tomado prácticamente una resolución. Al fin y al cabo, si se puede hallar el candidato adecuado, el asesinato político como beneficio para la humanidad es casi insuperable; y, por cierto, no había carencia de candidatos apropiados. Así se trataba de eliminar a Hitler, o de hacer saltar a Mussolini, o aun de prepararse para asesinar a Stalin, el progreso de la humanidad recibiría igual impulso hacia adelante.
Llegado así al estado de considerarse un arma consagrada, en manos de la humanidad, Todhunter resolvió tomar nuevo consejo. Era fundamental que no se desperdiciara; el tiro debía ser dirigido exacta y firmemente hacia el objetivo más merecedor de él. Por ello, era menester consultar al mejor consejero en la materia. Y, considerando el problema desde todos sus aspectos, Todhunter no pudo imaginar mejor opinión que la de A. W. Furze. Por consiguiente, llamó por teléfono a Chitterwick, quien mantenía cierta relación con Furze y, con suma habilidad, dispuso la presentación de tal caballero.
Tres días después la presentación se materializó en una invitación para almorzar con Furze en su club. Todhunter aceptó agradecido.