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Chitterwick cenó aquella noche con Todhunter y luego discutieron el caso durante dos densas horas, en su mayor parte con calma. Era tal el poder apaciguador de Chitterwick, que ni una sola vez el aneurisma de Todhunter corrió peligro. Pero, desgraciadamente, ni llegaron a una conclusión ni descubrieron ninguna línea de investigación prometedora.
Cuando Chitterwick se marchó, únicamente habían resuelto que la mañana siguiente, que era sábado, la pasarían siguiendo, a la luz del día, el camino seguido por Todhunter la noche fatal... ¡Y guay de los propietarios de los jardines que encontraran a su paso, si se oponían!
Puntualmente a las diez de la mañana, por tanto, el sábado cuatro de diciembre, Chitterwick se presentó en Richmond y la pareja se puso en camino. Sus rostros eran severos y resueltos; hasta el aire querúbico de Chitterwick parecía tratar de adaptarse a rasgos de inflexibilidad. Todhunter andaba por la acera con pasos largos e inseguros y Chitterwick trotaba a su lado, saltando cada pocos pasos como una gran pelota de goma. Si los transeúntes de aquellas tranquilas calles sonrieron o no ante el cuadro que presentaba aquella incongruente pareja, ésta estaba demasiado preocupada para notarlo.
Sólo cambiaron dos frases durante toda la jornada.
—¿No le parece que debería viajar en taxi en vez de andar, Todhunter? —preguntó Chitterwick, un poco sin aliento.
—No —dijo Todhunter, por toda respuesta.
Por fin Todhunter se volvió, sin vacilar, hacia una callejuela lateral y se detuvo ante determinado lugar, junto a una cerca de un metro ochenta.
—Fue más o menos por aquí por donde trepé —dijo.
Chitterwick contempló la cerca con sorpresa.
—¿Usted trepó eso? ¡Válgame Dios!
—Solía ser un buen trepador. Una cerca como ésa no presenta dificultades.
—Sí, pero podía usted haberse matado.
—Deseaba casi que así hubiera sido —confesó Todhunter—. Pero no me maté. Uno no puede fiarse de los médicos.
—¿No irá usted a trepar ahora? —preguntó ansiosamente Chitterwick.
—No. Si puede usted hallar el lugar por donde trepé la otra vez, daremos la vuelta y encontraremos otra entrada al jardín.
Chitterwick pareció dudar.
—Me temo que apenas haya probabilidad de que queden huellas. Hace ya tanto tiempo... —Contempló la cerca en forma vaga y en cierto modo sin esperanzas.
—Me parece recordar que mi pie resbaló cerca del borde —insistió Todhunter—. Puede haber rayado la madera. De todos modos, podríamos examinarla.
—¡Oh, sí! —asintió Chitterwick rápidamente—. La examinaremos, por cierto.
La examinaron.
Después de unos minutos, Todhunter se encontró mirando una débil raspadura de la madera, a unos treinta centímetros de la parte superior del cerco. Chitterwick se le unió.
—Esto encaja en lo que usted recuerda —dijo aunque no muy esperanzado.
—¿Podría haber sido hecha con la punta de un zapato?
—¡Oh, sin duda! —convino Chitterwick examinando la marca más de cerca—. Pero no es necesario que lo haya sido. Quiero decir que no prueba que haya usted trepado por aquí.
—Puede haber señales del otro lado, donde bajé —sugirió Todhunter, que parecía inusitadamente vehemente, ahora que la caza había comenzado en realidad—. Quizá huellas de pies, pues di un salto, ¿comprende?
—¿Después de tanto tiempo? Bueno, es posible, si no hay macizos cultivados del otro lado, pero... —Chitterwick, generalmente tan optimista, daba la impresión de considerar aquella pesquisa poco menos que inútil.
—Veamos si podemos entrar en este jardín sin trepar la cerca —profirió Todhunter.
Siguieron un poco más calle abajo. Un portón en la cerca hacia el extremo del río dio muestras de estar, por suerte, sin cerrojo. El acceso al jardín era sencillo.
Chitterwick había marcado la parte superior del cerco, arriba de la raspadura, y ambos procedieron a examinar la tierra del jardín que quedaba debajo de ella. Un seto de lonicera nítida corría a lo largo de la cerca y en el espacio de unos treinta centímetros o más a partir de sus raíces la tierra estaba dura y, evidentemente, no había sido removida desde hacía algún tiempo. Más allá de esa tierra endurecida había un sendero de arenilla.
Apenas se inclinaron para la tarea, cuando Todhunter emitió una exclamación de júbilo.
—¿Qué es esto? —preguntó señalando con un dedo huesudo una clara depresión de la tierra.
Chitterwick cayó de rodillas.
—No hay duda de que es la señal de un talón.
—¿Hecha por alguien al saltar del cerco?
—Podría ser —dijo Chitterwick cautelosamente.
—¿Qué quiere usted decir con eso de que «podría ser»? Así fue.
—¡Oh, sí!, sin duda —asintió rápidamente Chitterwick—. Por supuesto.
—Y bien, es satisfactorio, ¿no es cierto? ¿Encontramos lo que queríamos encontrar? Si tenemos tanta suerte con los otros setos, podremos probar el paso de alguien a través de estos jardines hasta el de la señorita Norwood, y ya se sabe que Palmer llegó por el portal de delante.
—¡Oh, sin duda! —Chitterwick comenzó a animarse, pero la expresión preocupada no abandonó su rostro.
—Entonces, ¿qué le preocupa?
—Pues, verá usted, el único problema es si la policía aceptará que esas señales hayan sido hechas hace tanto tiempo, incluso aunque pudieran establecer una línea de conexión entre ellas y el jardín de la señorita Norwood. Pueden entender que son... ¡ejem!... marcas casuales y que las hemos elegido arbitrariamente.
—Pero no es así.
—Estoy tratando solamente de sugerir la respuesta de la policía —respondió Chitterwick humildemente.
Todhunter resopló.
—Vamos a ver si encontramos algo del otro lado.
Chitterwick le siguió, no sin una o dos miradas temerosas hacia la casa, cuya quietud estaban invadiendo de aquella manera. Chitterwick sentía todo el horror de los ingleses a cometer una violación de propiedad.
Para abreviar el trabajo de media mañana, diremos en seguida que en todas las vallas se encontró alguna señal del paso de Todhunter tres meses antes, y si no siempre una señal definida, algo que podía interpretarse como tal, una rama quebrada, un tallo curvado o cosas semejantes, pero no huellas de pies.
Mientras se hallaban examinando el último de los setos, contiguo al jardín de la señorita Norwood, los temores de Chitterwick se vieron cumplidos. Una voz habló detrás de ellos, áspera e intensamente, haciendo que Chitterwick saltara casi de dentro de su gabán y poniendo en grave peligro el aneurisma de Todhunter.
—¡Eh! ¿Qué rayos están haciendo aquí?
Un hombre corpulento, con uno de esos rostros redondos, colorados, bien alimentados, les contemplaba con evidente disgusto.
Chitterwick comenzó a murmurar con agitación disculpas incoherentes, pero Todhunter, una vez recuperado el aliento, hizo frente a la situación con firmeza.
—Debo pedir disculpas por esta intromisión poco ceremoniosa, señor, pero es un asunto urgente. Estamos examinando estos jardines en busca de rastros.
—¿Rastros? ¿Qué rastros?
—No habrá escapado a su conocimiento —prosiguió Todhunter en tono de la más alta cortesía— que hace unos pocos meses mataron a una mujer en el jardín vecino del suyo y...
—Así es, y no quiero que maten a nadie en éste —interrumpió el recién llegado severamente—. ¿Son ustedes dos miembros de la policía? Porque, francamente, no lo parecen.
—No, no somos miembros de las fuerzas policiales, pero...
—¡Entonces, fuera!
—Pero —continuó Todhunter suavemente— tampoco somos meros cazadores de noticias sensacionales, como tiene usted derecho a creer. Este caballero es Ambrose Chitterwick, que ha trabajado con Scotland Yard en varias ocasiones importantes. Y mi nombre es Todhunter. Tenemos todos los motivos para creer (en realidad sabemos que es así) que han arrestado a un inocente por el asesinato de la señorita Norwood. Sabemos que el verdadero asesino llegó hasta el jardín de la señorita Norwood a través de éste y de esos otros entre éste y la callejuela. Aunque el proceso está, por así decirlo, técnicamente, detenido, hemos ya descubierto pruebas importantes para hacerlo avanzar. Estábamos examinando su seto para hallar la prueba final de su paso hasta el jardín de la señorita Norwood. Personalmente, me alegro de verle, porque necesitamos un testigo imparcial de los diversos puntos de prueba que hemos descubierto, para el caso de que la policía los impugne luego, ya que estará naturalmente deseosa de probar la acusación contra el hombre a quien ha arrestado. Por consiguiente, le invitamos a usted, señor, en nombre de la justicia a que nos ayude en éste y en otros aspectos.
—¡Santo cielo! —exclamó el hombre robusto, mientras Chitterwick contemplaba con admiración no disimulada a su compañero y colega—. ¿Dice usted que ese tal Palmer es inocente?
—Tengo la mejor de las razones para saber que así es.
—¿Qué razón?
—La de que —repuso Todhunter con sencillez— yo fui quien mató a la señorita Norwood.
El hombre robusto le miró fijamente.
—Usted está loco.
—Eso dice la policía. Pero le aseguro a usted que estoy perfectamente cuerdo. Maté a la señorita Norwood y puedo probarlo hasta convencer a cualquier persona razonable; pero no, según parece, a la policía.
El hombre robusto continuaba mirándole fijamente.
—Pues, usted no me parece un loco —musitó.
—No estoy loco —repitió Todhunter amablemente.
—¡Vean! —El hombre robusto pareció tomar una decisión—. Vean ustedes; vayamos hasta casa. Me gustaría hablar de esto con ustedes.
—Con mucho gusto. ¿Pero podré tener el honor de saber su nombre, señor?
—Puede usted. —El hombre robusto miró apenas a Todhunter—. Mi nombre es Prettiboy. Ernest Prettiboy.
Todhunter se inclinó. El nombre no le decía nada.
Chitterwick, en cambio, había lanzado una ligera exclamación.
—¿No será... sir Ernest Prettiboy?
Le tocó inclinarse al hombre robusto.
—He oído hablar de usted, señor Chitterwick —añadió.
—¡Oh! —exclamó Chitterwick—. ¡Qué suerte! ¡Realmente qué suerte! Todhunter, éste es sir Ernest Prettiboy... Consejero del Rey. Le ruego a usted que le cuente la historia. Esto puede ser muy importante.