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Todhunter era ahora el hombre más popular de Londres. No era necesario que la policía custodiara su casa, si alguna vez había pensado hacerlo. Estaba custodiada, desde el momento en que bajó del taxi entre los vítores de una segunda muchedumbre, hasta el momento en que volvió a tomar otro, a la mañana siguiente, entre los aplausos de una tercera muchedumbre, por un ejército de reporteros. A intervalos, alguno de ellos abría una brecha para probar nuevas artimañas con el fin de obtener una entrevista, lo que siempre resultaba infructuoso; pero la mayoría, permanecían merodeando alrededor de la casa, prontos para registrar la menor actividad de Todhunter, de Chitterwick (que había pasado a residir en la casa), de las primas, cocinera ó doncella de Todhunter, y hasta del médico y la enfermera que sir Ernest había instalado, pese a las indignadas protestas de Todhunter, para velar por su preciosa vida.

Inmediatamente después de su llegada, estos dos se hicieron cargo de Todhunter y le condujeron, entre vehementes protestas, a la cama; pero se permitió que Chitterwick, después de una agradable cena con el médico y las dos ancianas primas en la que figuró con éxito una botella del estimado Château-Lafite 1921 de Todhunter, pasara la noche comentando con él los acontecimientos del día y los proyectos del siguiente.

Todhunter quiso saber también qué había dicho el médico sobre sus perspectivas de sobrevivir al juicio, y Chitterwick pudo informarle de que eran buenas.

—Dijo que, con tal que evite usted el más ligero esfuerzo o alteración indebidos, no hay motivo para que no pueda vivir otro par de meses —expresó un poco asombrado de que Todhunter y él pudieran tratar ese asunto de su próxima muerte con tanta calma como si se tratara de una mera visita al teatro, en vez de una visita al otro mundo.

—¡Ja! —exclamó Todhunter con satisfacción.

Tras ello, la noche transcurrió sin acontecimientos, excepto que, a eso de las once y media. Todhunter insistió en que se avisara a su procurador a fin de agregar un codicilo al testamento, para dejar a la enfermera (por quien sentía una antipatía violenta y enteramente irracional) la suma de cinco libras a fin de que se comprara una colección completa de las obras de Charles Dickens, puesto que no había sido capaz de captar una gruñona alusión a la señora Gamp, cosa que Todhunter consideraba personalmente bastante reveladora.

Benson estaba totalmente resignado. Ya tenía más de cien codicilos el testamento de Todhunter, y había sido reformado completamente siete veces durante los últimos cinco meses.

El dueño de la muerte
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