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Todhunter estaba actuando con desusada habilidad.
Quería saber algo más sobre la destitución de Ogilvie; y, aunque Ferrers no quería decírselo, Todhunter barruntó que sabía dónde poder recoger un poco de murmuración. Por consiguiente, se encaminó hacia la habitación del asistente del director.
Leslie Wilson era un muchacho sociable, con ideas literarias propias. Ocupaba un cuarto con el redactor musical, pero este último rara vez se hallaba en él. Ante la invitación de Todhunter de ir a tomar una taza de té en el restaurante de los altos del edificio, aceptó con rápida complacencia. El joven Wilson sentía respeto por pocas personas, exceptuando a Ferrers y el editor jefe, pero Todhunter, con sus modales un poco de solterona y su pedante inteligencia, siempre le había hecho impresión; aunque éste, que estaba en camino de sentirse atemorizado ante la competencia y juventud de Wilson, se habría quedado atónito al saberlo.
Tomaron el ascensor, y Todhunter acomodó sus huesos ligeramente encorvados en una sólida silla. Se mostró firme con la camarera en cuanto al asunto del té de China, con tantas cucharadas en la tetera y ni una más. Wilson puso de manifiesto su vehemencia para comer y beber exactamente lo que Todhunter hubiera deseado comer y beber.
Luego, durante ocho minutos, discutieron sobre las páginas del volumen.
Al cabo de ese lapso, Todhunter introdujo el nombre de Ogilvie y fue recompensado al notar una reacción por parte de su compañero.
—¡Es una infernal vergüenza! —dijo calurosamente el joven Wilson.
—Sí, ¿pero cuál fue la causa de que le despidieran tan de improviso? —Todhunter sirvió el té cuidadosamente y empujó el azucarero hacia su invitado. Era temprano y tenían el salón para ellos solos—. Hubiera dicho que era un hombre tan competente...
—Es competente. Uno de los mejores editorialistas que hayamos tenido. Ello no tiene nada que ver con su partida.
—¡Dios mío!, ¿por qué fue, entonces?
—¡Oh!, todo forma parte del mismo juego. Ogilvie fue despedido porque no quiso someterse a Fisher.
—¿Fisher? No creo haber oído antes ese nombre. ¿Quién es?
—Un tipo desagradable —replicó indiscretamente el ayudante del director literario—. Imposible ser más desagradable. Su nombre verdadero es Fischmann. Judío alemán americano, con una mezcla de algo más desagradable todavía. Y está convirtiendo esto en un infierno.
En respuesta a las preguntas de Todhunter, Wilson contó toda la historia. No era nada bonita.
The London Review había pasado recientemente de las manos del afable y tolerante anciano sir John Verney a las de lord Felixbourne, el presidente de la Universal Press Ltd. Lord Felixbourne creía en el vigor y la energía, pero tenía cabeza para comprender que una de las más grandes ventajas de The London Review era su libertad con respecto a la vulgaridad reinante en la prensa inglesa, y aprobaba su antigua política, consistente en mantener un orden entre el pomposo tedio de las mentiras políticas mensuales y aquel tono de vulgar petulancia que es la versión popular, en la prensa, de los noticieros ilustrados americanos. Sin duda, lord Felixbourne comprendió que había sido justamente esa política la que había permitido a The London Review la sorprendentemente amplia circulación que tenía, pues atraía como lectores a muchos cuyos espíritus permanecían todavía honestos, y que estaban hartos del tono demasiado solemne en sus mesas de desayuno de los sábados. Pero para lord Felixbourne no era suficiente. La política debía continuar, pero los hombres que la habían realizado tenían que marcharse... o reformarse. Había un dicho en Fleet Street que afirmaba que un nombramiento en The London Review significaba empleo para toda la vida. Nadie era despedido jamás; pocas veces había reprimendas; se confiaba en el personal.
Esas condiciones del negocio eran las que el nuevo propietario deseaba cambiar. Lord Felixbourne había llegado a la conclusión de que la amenaza de despido instantáneo, ante el primer y mínimo error, hacía marchar a un periodista sobre sus pies. Era un hombre bueno, pero creía sinceramente que un periodista debía estar asentado sobre sus pies y no sobre cualquier otra parte más cómoda de su anatomía.
Con ese fin dirigió un discurso al personal de The London Review cuando asumió la dirección. No pareció ocurrírsele que un semanario serio no es lo mismo que un periódico diario.
El personal de The London Review no se sintió mayormente perturbado. Sabía su trabajo y sabía asimismo que lo hacía tan bien como el personal de cualquier otro periódico semanal... y, según la opinión general, mucho mejor. Los propietarios suelen levantar la voz de vez en cuando; pero la circulación aumentaba firmemente, el periódico tenía en Europa una reputación tan buena como cualquier otra. En Patagonia podría haber un terremoto, pero no en las plácidas oficinas de The London Review.
El personal se equivocaba. Lord Felixbourne era un hombre bondadoso y le hubiera desagradado mucho llevar adelante la purga por sí mismo. Por lo tanto, importó a Isidore Fischmann de los Estados Unidos, con considerables gastos, y le dio amplios poderes para hacerlo en su lugar. Toda la Universal Press Ltd. quedó a su merced. Fischmann mostró la fibra antes de una semana, despidiendo al mismísimo director de The London Review.
El joven Wilson estaba perfectamente sereno. Admitía generosamente que ya era hora de que el viejo Vincent se retirara. Era una reliquia del periodismo Victoriano; era desesperadamente anticuado, era casi un chiste. Pero lo correcto hubiera sido que lord Felixbourne le persuadiese de que renunciara y luego estableciera una suculenta pensión para el anciano, y no haberlo echado poco menos que a puntapiés del empleo por medio de Fischmann, con un cheque en el bolsillo equivalente al salario de un año y ni un penique más. Cuando se le preguntó por qué no había ofrecido siquiera una pensión, Fischmann contestó que el viejo había sido largamente remunerado con exceso durante años y que debía de haber ahorrado tres veces más de lo necesario para mantenerse en la corta vida que le quedara. En realidad, el anciano así lo había hecho. Una suculenta pensión para los directores que se retiraban por razones de edad (y ningún director se había retirado de The London Review por otra razón) formaba parte de las tradiciones del periódico.
El personal estaba trastornado. Pero su desaprobación no era nada comparada con la perturbación que hizo presa de todo el edificio durante los tres meses siguientes; perturbación lindante, en ciertos casos, con el pánico. Ya que los despidos se hicieron tan comunes como las prímulas en Devon. Una tormenta azotaba a Fleet Street, y el personal de la Universal Press Ltd. se dispersaba ante ella, como la ceniza de un pitillo ante un ventilador eléctrico.
Todo el problema, opinaba el joven Wilson, esforzándose todavía por seguir sereno, pero poniéndose rojo por minutos, todo el problema se debía al hecho de que el tal Fischmann no era el hombre adecuado para la tarea. El joven Wilson admitía que sacudir un poco al personal de The London Review habría sido una cosa perfectamente justa; y creía también, al mismo tiempo, que un camino hacia una política algo más decidida no tenía por qué implicar ningún verdadero riesgo de paralización, cosa que había sido el fantasma de la antigua dirección. Pero Fischmann había perdido por completo la cabeza.
Enloquecido por el poder, estaba despidiendo a la gente de todo el edificio, no por problemas de eficiencia o carencia de capacidad, sino simplemente por un mismísimo gasto de independencia con respecto a él. Las cosas habían llegado a un grado tal que el individuo más inútil podía obtener el cargo de director en alguno de los periódicos menores que dependían de la firma, con tal de que estuviese preparado para unirse a la cuadrilla de parásitos de Fischmann. Tarde o temprano el mejor de los hombres tendría que marcharse si mantenía una actitud de independencia. Ni siquiera se requería hostilidad; un mero gesto de desgana al llevarse la mano al sombrero en el pasillo para saludar a Fischmann era casi suficiente para enterarse, en las noticias de las doce, de la destitución del mejor hombre de Fleet Street.
—Pero no puedo creer que algo semejante esté ocurriendo aquí —protestó Todhunter—. Sucede en los periódicos populares, pero nunca en The London Review.
—Pregunte usted a Ferrers, pregunte al propio Ogilvie, pregunte a cualquiera —le respondió Wilson.
—Se lo pregunté a Ferrers —admitió Todhunter— y rehusó decírmelo.
—¡Ah, bueno! —Wilson sonrió más bien con simpatía—. Ferrers cree que es mejor guardarnos esas cosas. Además, Byle estaba allí, ¿no es cierto? Es propenso a exaltarse por cualquier problema de lo que él llama justicia abstracta —dijo tolerante, habiendo estado precisamente muy exaltado él mismo ante aquel asunto de verdadera injusticia práctica.
Un pensamiento análogo se le había ocurrido a Todhunter, mientras se preguntaba vagamente qué justicia podía haber no siendo abstracta; pero, desde luego, la justicia puede ser perfectamente práctica y la injusticia por lo general lo es.
A Todhunter le agradaba Wilson. Uno de sus más grandes placeres de los miércoles por la tarde era detenerse a reír en un rincón, cuando Wilson, carente del talento de su jefe para mandar con suavidad, era arrinconado por un enfurecido Byle, que quería saber por qué sus más selectas publicaciones habían sido tachadas con lápiz azul, o acusaba al personal de marcharse llevándose en los bolsillos los libros que él deseaba especialmente consultar. La escapatoria de Wilson: «¡Oh, vamos, no exagere usted!», le producía un placer sumamente maligno, pues el joven, evidentemente, no había aprendido todavía el necesario arte de engañar convincentemente.
Por esto, Todhunter se sintió inclinado a aceptar lo que Wilson dijo respecto de aquel estado de cosas, y la noticia le afligió. ¡El asunto parecía tan ajeno a todo el espíritu de The London Review! Ya que Todhunter, como todos los con él relacionados, sentía particular orgullo por la dignidad y tradiciones del periódico, y se preciaba de trabajar para él.
—¡Dios mío, Dios mío! —musitó, denotando preocupación en su pequeño rostro huesudo—. ¿Pero sabe lord Felixbourne lo que ocurre?
—Lo sabe..., y sin embargo no hará nada. Le ha dado a ese individuo carta blanca, ¿comprende usted?, y no va a volverse atrás tan fácilmente.
—Pero, aparte la injusticia, si las cosas son realmente tan graves como usted dice, van a producirse sin duda gran cantidad de dificultades reales. No creo que esos hombres vayan a encontrar rápidamente otro trabajo. Y es indudable que algunos de ellos tienen mujeres y familia como Ogilvie.
—¡Ésa es precisamente la parte más condenable! —casi gritó Wilson—. La mitad de ellos no volverán a obtener trabajo; son demasiado viejos. Ogilvie puede hacerlo, porque es excepcionalmente capaz; pero dudo de que quiera hacerlo alguna vez. Le digo a usted que esto es suficiente para hacer llorar a un crío.
Todhunter asintió. Un pensamiento súbito le había golpeado con tanta intensidad que le hizo contener el aliento y recordar su aneurisma; ya que, con la emoción de los diez minutos anteriores, lo había olvidado por completo.
—Fíjese usted —proseguía Wilson—, no digo que ni uno solo de estos hombres mereciera irse; hay uno o dos que no serán echados de menos en absoluto. Pero la otra docena...
—¿Son tantos en realidad? —Todhunter habló un poco ausente. Se estaba preguntando qué diría el joven Wilson si le explicara, sin ambages, que tres o cuatro meses después estaría muerto. Todhunter sentía una absurda ansia de hacer esta confidencia y complacerse con la confusa simpatía de Wilson.
—Son tantos. Y más. Y antes de que este demonio acabe, habrá otra docena. A Armstrong no le importa. Fischmann lo colocó aquí y le lame las botas todas las mañanas, cuando viene a la oficina. ¡Linda cosa para una firma como ésta! ¡Santo Dios, si podríamos ser The Daily Wire!
Todhunter avanzó la cabeza y clavó sus lentes en el rostro del muchacho.
—¿Y qué acontecería si el propio Fischmann fuera despedido?
Wilson rió ásperamente.
—No lo será; nadie más que él puede hacerlo, y desde luego no consigo imaginar una cosa así.
—Bueno, supongamos que padece una enfermedad grave y tiene que renunciar. ¿Nombraría lord Felixbourne a otro..., quizás a alguien peor? —preguntó Todhunter, pensando en Hitler y en que los movimientos tienen que agotarse por sí mismos.
—No podría haber nadie peor —replicó Wilson—. No, pero, seriamente, creo que Felixbourne no lo lamentaría. De todos modos, estoy casi seguro de que no designaría a ningún otro para la misma tarea. Otra vez quedaríamos libres. Y sin Fischmann, Armstrong no duraría mucho. Entonces, con un hombre honesto como Ferrers que dirija The London Review, podríamos hacer una vez más algo por el estilo de antes.
—¿Ferrers?
—¡Oh, sí! Será el próximo director. Hace años que está preparado para ello, y por fin Felixbourne ha tenido el juicio de reconocer en él a un hombre valioso. En realidad, probablemente sea también muy pronto director-administrador-patrón de todo el negocio. Por eso Ferrers no ha sido despedido como los demás, porque puede usted estar seguro de que él no se inclina ante ese cochino. Y éste —añadió cándidamente el joven Wilson— es el único motivo de que yo esté aún aquí, pues la primera semana que llegó le dije tranquilamente a nuestro señor Fischmann lo que pensaba de él; y Ferrers impidió que me despidieran, sabe Dios cómo.
—Y si a Ferrers le nombraran director-administrador —preguntó Todhunter cautelosamente—, ¿haría algo por los hombres que han sido injustamente despedidos?
—¡Desde luego que sí! —exclamó el muchacho con vehemencia—. Ferrers es un tipo muy decente. Lo primero que haría, como director, es traerlos a todos otra vez. Y, lo que es más, Felixbourne le permitiría hacerlo.
—Comprendo —asintió Todhunter pensativamente—. ¡Jem...!, las noticias de despido, ¿se las dan en cualquier momento, o un día especial?
—Los sábados por la mañana. ¿Por qué?
—¡Oh, por nada! —repuso Todhunter.