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Todhunter había captado la visión de un mundo ajeno: un mundo de lujo y elegancia, de aromas maravillosos, una exquisita mujer, sillones increíblemente blandos y amplios, cocktails, flores artificiales y servicio de comedia musical. A Todhunter, con su perspectiva de Richmond, no le había atraído aquel mundo, pero sí le había decididamente alarmado. Paseó la mirada por su propia sala-biblioteca. Comparada con la de la señorita Norwood, era deslucida, descolorida y horrenda, pero, para Todhunter, era suficiente.
Se alegraba de haber tenido la visión de un mundo del que a menudo había oído hablar, pero en el que nunca había creído totalmente; sin embargo, tenía bastante con aquella visión.
En cuanto a Jean Norwood, Todhunter la había identificado con gran satisfacción suya. Comenzó por la teoría de que debía de ser actriz; prosiguió sus investigaciones en los anuncios de teatro del Times; y allí estaba, sin la menor duda, Jean Norwood, al parecer, la estrella de Pétalos caídos en el Sovereign Theatre. Todhunter, que tenía como regla que todos los periódicos debían conservarse durante tres meses antes de disponer de ellos, envió a Effie a buscar la pila de Sunday Times y logró hallar el anuncio de la obra. Allí se enteró, leyendo entre líneas, de que el estilo particular de la señorita Norwood era de alta intelectualidad popular, que ella era su propia actriz-empresario, y que Pétalos caídos tendría, probablemente, congestionados los suburbios durante meses por las multitudes que se dirigían al West End para verla.
—¡Bien, bien! —exclamó Todhunter.
Suele acontecer que un nombre, nunca oído hasta entonces, surja inesperadamente dos o tres veces inmediatamente después de conocido por primera vez, o que una persona nunca vista hasta entonces, vuelva a ser encontrada, otra vez, poco después de la primera presentación. Puede suceder que uno esté más alerta para reconocer, o puede ser simple coincidencia. En todo caso, ambos fenómenos le ocurrieron a Todhunter en los cuatro días siguientes a su encuentro con Farroway.
La primera persona que mencionó el nombre de Jean Norwood fue una joven, prima lejana suya, que vino a tomar el té con Todhunter el sábado de aquel fin de semana. Todhunter no era, en modo alguno, reacio a la compañía de los jóvenes, especialmente de las jóvenes, siempre que se sintiera enteramente a salvo y cómodo con ellas. Le complacía escuchar su charla sencilla, y reírse de ellas con grandes pretensiones de desilusión sardónica; aunque, a decir verdad, las jóvenes resultaban, probablemente, mucho más desilusionadas que el propio Todhunter. Por consiguiente, tenía por costumbre sacar a la luz oscuras relaciones de familia y trabar conocimiento con ellas. Generalmente, los muchachos le pedían dinero prestado, que Todhunter daba al punto, pues tenía fuertes sentimientos familiares; las muchachas iban a Richmond, le servían el té, le contaban los chismes de familia..., muchos de ellos relativos a gente de la que nunca habían oído hablar, y la mayor parte de ellos relativos a gente que nunca había conocido, pero no por ello menos interesantes para él.
No bien la joven prima hubo puesto el pie aquel sábado por la tarde en el cuidado jardinillo de Todhunter, soltó sus noticias.
—¡Qué emocionante, Lawrence! ¿A que no sabes a quién encontré en una fiesta la semana pasada?
—Realmente, Ethel, no me lo imagino. —Personalmente, Todhunter pensaba que Ethel Markham era una muchacha suburbana bastante superficial y alocada. Era secretaria de una casa de diseñadores de vestidos de Oxford Street, y Todhunter nunca pudo comprender por qué le pagaban tanto dinero como ella decía.
—Pensé que iba a ser una reunión horriblemente fastidiosa. Pero no lo fue. Jean Norwood vino después del teatro. Y, aunque no quieras creerlo, parece que esta personita le cayó en gracia. ¿Qué piensas de eso?
—¡Venenosa mujer! —exclamó Todhunter.
—No lo es; es encantadora. Realmente deliciosa. Una de las mujeres más deliciosas que he conocido.
—¿De veras? Creí que era venenosa. —Todhunter rió entre dientes, con picardía.
Su prima le miró.
—¿Qué sabes tú de ella?
—¡Oh! —dijo Todhunter con suma indiferencia—, anteayer estuve con ella tomando un cocktail en su casa. Hay lazos rosados sobre el piano —agregó con disgusto.
—¡Vamos! Jean Norwood no tiene mentalidad de lazos rosados.
—Bueno, puede que fueran bordados chinos, pero es igualmente horrible. Y su doncella, Marie, ¿sabes?, parece salida de una comedia musical.
—¡Lawrence! ¡Me estás tomando el pelo, condenado! Nunca en tu vida has estado en el piso de Jean.
—Te aseguro que he estado, querida. Y más aún, tengo una invitación para almorzar allí el martes de la semana próxima, que, por cierto, no tengo intenciones de aceptar. Y te agradeceré —agregó Todhunter severamente— que dejes de referirte a la señorita Norwood por su nombre de pila, a menos que estéis ya en íntimas relaciones. Es una extravagante costumbre del más repugnante tipo de juventud suburbana, y de los aún más repugnantemente vulgares periódicos; y no estoy dispuesto a oírselo a ningún pariente mío.
—Siempre he dicho que deberías haber nacido hace cien años, Lawrence —respondió la muchacha, sin rencor—. Y además, mujer. En realidad, debías haber sido una tía solterona. Puedo imaginarte perfectamente con el pelo recogido en un rodete, y un corsé horriblemente emballenado.
—¡Bah! —dijo Todhunter, disgustado.
La otra persona que mencionó a la señorita Norwood fue un vecino, hombre robusto, parecido a una morsa, que, de vez en cuando, escapaba a su gruñona mujer para beberse el whisky de Todhunter, y sentarse en silenciosa compañía con el sobrante par de auriculares calzado en la cabeza.
Todhunter sentía pasión por Bach, y hubiera faltado a cualquier cita o actividad para sentarse junto a la radio cuando Bach estaba en onda. Pero, por alguna razón incomprensible para sus amigos, y quizás también para el propio Todhunter, no quería tener un altavoz ni nada, excepto un anticuado receptor de galena.
Este hombre, tras un ininterrumpido silencio de treinta y ocho minutos, sacó a luz la noticia de que él y su mujer habían ido la semana anterior a ver a Jean Norwood al Sovereign. Todhunter, con sensibilidad de escritor, notó que la pareja no había ido a ver Pétalos caídos, sino a Jean Norwood. Probablemente, ni siquiera se habían enterado del nombre de la obra. Y sin duda no tenían idea de quién la había escrito y dado con ello su oportunidad a la señorita Norwood.
Tras siete minutos más de silencio, el visitante continuó, señalando que conocía a un hombre que sabía de Jean Norwood. Un tipo llamado Battersby. Este sujeto decía que era una mujer deliciosa, lo mismo fuera del escenario que en él; capaz de hacer cualquier cosa por cualquiera; preocupada siempre por las actrices jóvenes y ayudándolas; en fin, un corazón de oro.
—De oro —musitó Todhunter—. Sí. Se da por sentado que voy a almorzar con ella el martes próximo —añadió.
Su visitante se quitó la pipa de la boca y le miró fijamente.
—¡Santo Dios! —exclamó reverente.
Todhunter no se sintió descontento. Empero, estaba perplejo.
Conocía a dos personas que tenían la impresión de que la señorita Norwood era una dama dulce y encantadora, en tanto que él estaba convencido de que era mala persona. Como hombre justo, consideró el problema. ¿Habría tenido, quizás, prejuicios? ¿Habría permitido que el sentimiento de inferioridad que el lujoso piso debía haber producido en él inclinara su juicio en detrimento de su dueña? Pero, no. Su sentimiento no había sido de inferioridad. Se había sentido impresionado, tal vez contra su voluntad, pero no había variado su opinión de que el 267 de Lower Putney Road. Richmond, era un lugar infinitamente mejor para vivir, y no había sido, además, una opinión desafiante, sino sincera.
No, otra vez no. La mujer se había mostrado claramente hostil, fría y grosera. Luego vino Farroway y le dijo, casi crudamente, que él, Todhunter, era hombre rico; e instantáneamente la actitud de ella cambió. No era muy agradable. Era más que evidente que sentía adoración por el dinero. Una persona antipática se había vuelto de pronto simpática al enterarse de que era rica; un aburrido se volvería interesante, un nulo podría volverse...
Bueno, podría volverse su amante, pensó con desasosiego. Todhunter sabía muy poco acerca de esas cosas, y lo que de ellas sospechaba, no le gustaba. Ya que Farroway, aunque escritor de éxito popular, era, como hombre, indudablemente nulo. Sin embargo, allí estaba, aparentemente instalado en aquel exquisito piso, en carácter de... ¿qué? La aburría soberanamente, pero ella le toleraba. Casi con ironía, había repetido su nombre cariñosamente. Todhunter, ligeramente disgustado, no podía tener dudas de que se «entendían». Farroway tenía que haber sido un hombre rico; realmente, tenía que haberlo sido. No obstante, ahora estaba casi rogando vender a Todhunter antigüedades caras, y ganar con ello una buena comisión; ya que si ése no había sido el motivo de sus insinuaciones, ¿cuál otro podría ser?
Aquí hay algo muy extraño, pensó Todhunter, recordando a la esposa en el Norte de Inglaterra y las casi olvidadas hijas. Realmente, muy extraño.
Y entonces se produjo la tercera de esas coincidencias que tan a menudo suceden y que nos hacen preguntarnos si son realmente absolutas coincidencias o si todo forma parte de un gran plan, incluyendo nuestras insignificantes personas.
Un anciano primo de Todhunter (por parte de su madre) tenía la costumbre de hacer lo que le correspondía en bien de la solidaridad familiar, enviando a Todhunter todos los años una entrada de favor para la exposición anual de la Real Sociedad de Horticultura, en Chelsea. Todhunter, que en sus épocas más activas había disfrutado sobremanera arrancando grandes manojos de hierbajos y de plantas envejecidas de su jardín, para quemarlas en una fogata, y que siempre había estado dispuesto a coger pico y pala y arrancar con inmenso placer las raíces más fuertes del laurel del jardín de algún primo lejano, en la época en que los laureles iban a quedar pasados de moda..., no entendía absolutamente nada de horticultura, exceptuando las orquídeas silvestres, de las cuales, por alguna razón aislada, era capaz de nombrar e identificar veintisiete variedades (y en verdad lo había hecho una vez, estando con una prima de edad madura en Cornwall, ante la semiincredulidad y el inmenso respeto de la anciana). Pero tenía un sentimiento general de benevolencia para con todas las flores y una sensación de satisfacción y de reposo en su presencia; por ello, iba todos los años puntualmente a Chelsea. Ni siquiera ese año permitió que su aneurisma le privara de aquel tierno placer, pero lo consideró como un paseo, andando con prudencia y sentándose cuando hallaba una silla vacía, lo cual no sucedía muy a menudo.
En el espacio triangular formado por los jardines de rocas, los jardines regulares y el guardarropa para damas (Todhunter no pudo menos de preguntarse culpablemente si estaría tan al fresco como el de los hombres, y, si no, cómo arreglaban las cosas, y por qué «guardarropa», al fin y al cabo), y, detrás del más grande rododendro de maceta que había visto jamás, fue donde Todhunter divisó una mujer. Su rostro le pareció en cierto modo familiar. Coqueteaba con un hombre, que estaba seguro de haber visto antes. La mujer era delgada y muy elegante, y llevaba con mucha gracia su piel de zorro blanco; el hombre era joven e indecentemente guapo. Que estaban flirteando, era evidente, ya que la mano enguantada de la dama descansaba en la de su compañero, y hasta el joven trató de besarla, mientras Todhunter los contemplaba preguntándose dónde los había visto antes, si es que así era. Más aún, la manera cómo ella lo rechazó, demostró, incluso a Todhunter, que lo que consideraba inapropiado era la oportunidad, pero no la pretensión.
«Realmente —pensó Todhunter exasperado—, creo que mi memoria no es tan buena como antes. Estoy seguro de haber visto a esos dos en alguna parte.»
—¡Pero..., mira! —señaló complacida una vivaz voz femenina detrás de él—. Aquélla es Jean Norwood, sin duda. Sí, es ella. ¿No es deliciosa?
Todhunter resistió el fuerte impulso de girarse en redondo y replicar. «No, señora, no es deliciosa, ya que eso implica que es amable, y, hablando claramente, es una maldita perra. Y, lo que es más, voy a almorzar con ella el martes próximo, sólo para comprender cuál es su sucio juego, y por qué está flirteando así, públicamente, con el apuesto yerno de su estúpido y viejo amante.»