3

—Parece una historia extraordinaria —dijo sir Ernest Prettiboy, Consejero del Rey y se frotó los espesos rizos negros que cubrían su amplia cabeza.

—Es una historia extraordinaria —asintió Todhunter.

—Pero yo la creo —profirió sir Ernest. Su tono le hacía comprender a uno que, con eso, la historia se había vuelto verdadera.

Todhunter le agradeció cortésmente.

—Pero, ¿qué aconseja usted, sir Ernest? —gritó Chitterwick ansiosamente—. Sé que esto es sumamente irregular. Debería haber un procurador presente. Una consulta.

Sir Ernest hizo un ademán, despreciando la objeción.

—Debemos considerar qué es lo mejor que se puede hacer —dijo con gravedad.

—Sí, sí —convino Chitterwick, reconocido—. Es lo que yo habría propuesto.

Sir Ernest miró a Todhunter y sonrió. No era de ninguna manera un hombre pomposo, aunque de vez en cuando los modales de la sala del tribunal le invadían involuntariamente.

—Amigo, está usted en un dilema del demonio.

—Sí —confesó Todhunter—. Parece absurdo que tenga tanta dificultad para convencer a las autoridades de que maté a esa mujer.

—Bueno, debe usted ponerse en su situación. En primer lugar, he sabido que no menos de ocho personas distintas han confesado ya con respecto a este crimen. No puede sorprenderle a usted que las autoridades estén volviéndose un poco escépticas.

—¿Ocho? —repitió Chitterwick—. ¡Vaya! ¡Ah, comprendo! Es un caso muy característico, cosa que atrae indudablemente a los que padecen de esos extraños caprichos.

—Exactamente. En segundo lugar, su historia no tiene en verdad más base que la de ellos. No pudo usted presentar una sola prueba para fundamentarla. Me parece una lástima que haya ido a Scotland Yard tan impetuosamente, sin antes pedir consejo apropiado. Cualquier procurador con experiencia criminal podía haber previsto el resultado.

—Sí, ahora lo comprendo. Creo que pensé hacerlo así, aunque en estos momentos mi memoria está tan mal que no puedo afirmarlo de cierto; pero, de todos modos, mi propio procurador, según descubrí a partir de entonces, no sirve para nada.

—Puedo ponerle a usted en contacto con un hombre excelente. Y puedo decirle esto: es una inmensa suerte que se hayan ustedes encontrado conmigo durante su latrocinio de esta mañana, porque yo sé algo sobre este caso. Por vivir puerta con puerta con esa mujer, he tenido a la policía diariamente ante mis umbrales durante un par de meses. Y, por supuesto, no se molestaron en ocultarme ningún secreto. Por eso, puedo decirles; no tienen la menor duda de que apresaron al verdadero culpable.

—¡Pero es ridículo! Yo...

—No es en modo alguno ridículo, desde su punto de vista. La prueba circunstancial contra ese muchacho Palmer es casi todo lo fuerte que una prueba circunstancial puede ser, y eso significa que es de hierro forjado. (No de hierro fundido; eso es frágil.)

—Pero su procurador parecía lleno de esperanza —intervino Chitterwick.

—Sí, hay escapatoria. Pero se tiene el móvil, se tiene la oportunidad, y los medios... A propósito, repítame eso de los revólveres.

—Sí —asintió Chitterwick—. Ese asunto de los revólveres me parece un poco confuso.

—No hubo cambio —murmuró Todhunter avergonzado, y otra vez explicó su confusión.

Chitterwick se unió, dando otra explicación de los errores de Todhunter al tirar la bala fatal.

—Esa ausencia de la bala, ¿no dejará una brecha en la cadena de pruebas? —preguntó Todhunter—. Sin ella no pueden probar realmente que el revólver de Palmer fue el que la mató.

—Verdad es que hay esa pequeña brecha. Pero no vale nada comparada con la prueba que nos hubiera dado la bala de que el revólver de Palmer no disparó el tiro. —Sir Ernest tomó otro trago del jarro de cerveza que había tenido asido durante toda la entrevista. También Chitterwick tenía un jarro. Todhunter sostenía un vaso de limonada.

Sir Ernest se reclinó en su sillón. Los tres se hallaban sentados en el estudio del Consejero del Rey y los macizos volúmenes jurídicos de los estantes, alrededor de ellos, parecían mirar con mala cara aquella heterodoxa conferencia.

—Bien; creo entender su caso. De todas suertes, no hay imposibilidad, aunque me parece que la policía, por no tratarse de psicólogos profesionales, encontrará sus motivos difíciles de tragar.

—Precisamente por eso les dije que había cometido el crimen por celos —dijo Todhunter.

—Sí. Pero me parece —sir Ernest hizo un guiño— que deben de haber tenido más dificultad todavía para tragarse eso. Es realmente una lástima que no haya usted pedido consejo. Sin embargo, como le decía, creo su historia, y veremos qué puede hacerse.

—¿Va usted a ayudarnos? —preguntó Chitterwick con calor.

—No podría conciliar con mi conciencia profesional el permanecer apartado contemplando cómo se lleva a cabo lo que yo considero ser una injusticia. Además —dijo sir Ernest con súbita sonrisa—, va a ser sumamente interesante e instructivo. Ahora, déjenme ver si tengo algún conocimiento particular que pueda ayudar.

»Sí... ¿Sabían ustedes que hay testigos de que había un bote amarrado al fondo del jardín de la señorita Norwood, precisamente a la hora del disparo de aquella noche? La policía no ha podido descubrir al ocupante.

Chitterwick asintió.

—Se pidió por la radio que la persona o personas se presentaran.

—¿Sí? ¡Ah, sí!, creo que fue así. Bien; sea como sea, no se han presentado. Eso me parece un tanto extraño.

—Puede haber razones —aventuró Chitterwick.

Sir Ernest pestañeó.

—¡Oh, sí! Y supongo que las hubo. Pero lo verdaderamente interesante es que un testigo jura que el bote estaba vacío, cuando él pasó a su lado en un esquife.

—¡Oh! —Chitterwick pareció perplejo—. ¿Pero tiene ello algo que ver en el caso?

—Posiblemente, no. Sólo que..., supongamos que hubiera habido alguien más aquella noche en el jardín. Sería un testigo de valor incalculable, ¿no le parece?

—Comprendo. Sí, sin duda. ¿Cree usted que la persona o personas hayan desembarcado?

—De otro modo, ¿cómo podría estar el bote vacío?

—Sí, desde luego —convino Chitterwick, como disgustado ante su propia imbecilidad—. Pero, ¿cómo podremos descubrirlas nosotros, si la policía ha fracasado?

—Eso —confesó sir Ernest— es más fuerte que yo. ¿No hay nada —añadió dirigiéndose a Todhunter— que le permita suponer que alguien más pudiera estar en el jardín mientras se hallaba usted allí?

—Nada —repuso Todhunter firmemente—. Estaba muy oscuro. Además, yo me hallaba en estado de suma agitación.

—Sí, claro. Bueno, por el momento, debemos dejar de lado ese punto. Me dicen ustedes que han hallado algunas pruebas, incluso después de tanto tiempo, de que alguien se abrió paso desde la callecita, a través de estos jardines. Me parece preferible salir y comprobarlo.

No sin orgullo, Todhunter y Chitterwick condujeron a su nuevo aliado calle abajo y le mostraron la marca del cerco por donde Todhunter había trepado; y desde allí, abriéndose paso a través de los otros jardines sin más trabajo que antes, las huellas de pies, las ramitas rotas y todo el resto en los diversos setos. Esta vez, sin embargo, no permanecieron en el terreno de sir Ernest, sino que penetraron en el propio jardín de la señorita Norwood. Sir Ernest pudo informarles que la casa no estaba todavía alquilada; la policía había acabado con ella y tenían todo el lugar a su disposición.

—Supongo que será mejor examinar la escena del crimen —dijo sir Ernest—, aunque sabe Dios qué podemos esperar sacar de ello.

Todhunter miró a su alrededor con curiosidad. Era la primera vez que veía el lugar a la luz del día y se sorprendió de cuán corta era la distancia desde el seto hasta el granero transformado, que tan interminable y tortuosa le había parecido aquella noche.

Se detuvieron afuera, sobre el césped a orillas del río y observaron la estructura, con su fachada grisácea y gastada, y su aspecto, aunque genuino, con algo de falsa antigüedad.

—No es tan grande como creí —murmuró Todhunter—. Aquella noche parecía enorme.

—Las cosas siempre parecen más grandes por la noche —sugirió Chitterwick.

Siguieron contemplándolo.

—Bien —dijo sir Ernest—, no parece que estemos adelantando mucho. ¿A alguien se le ocurre algo? Muy bien. Reconstruyamos el crimen. Veo que hay aquí todavía uno o dos sillones de hamaca. Todhunter, ¿dónde estaba ella sentada, exactamente?

Según indicaciones de Todhunter, y por lo que éste podía recordar, la escena quedó reconstruida. Sir Ernest Prettiboy, que parecía estar divirtiéndose mucho, hizo que Todhunter repitiera los movimientos del crimen.

—Creo que me aproximé en esta dirección —dijo Todhunter con algo de repugnancia, ya que aquella representación le parecía horrible—. Me acerqué a corta distancia y...

—¿Sin que ella le viera? —interrumpió sir Ernest.

—No dio señales de haberme visto —replicó Todhunter secamente.

—Sí. ¿Y luego?

—Luego disparé.

—¿Y ella...?

—Pareció..., no, ése no fue el primer tiro. Fue... ¡Santo cielo! —Todhunter se dio una palmada en la frente—. ¡Creo que voy a enloquecer!

—¡Tch! ¡Tch! —cloqueó Chitterwick angustiado.

Pero sir Ernest había captado más rápidamente.

—¿Qué ocurrió? —gritó, casi bailando de excitación—. ¡Piense, hombre! ¿El primer tiro? Entonces, usted disparó...

—Sí —dijo Todhunter como deslumbrado—, disparé dos veces... y no lo he recordado hasta este instante.

El dueño de la muerte
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