16
La mañana en que debía morir, Todhunter se despertó poco después de las siete. Había dormido bien y, al observar sus propias reacciones, le sorprendió darse cuenta de que se sentía perfectamente sereno, exceptuando cierta débil excitación causada por la espera. A esa altura, Todhunter había llegado, de hecho, a la conclusión de que no le importaba morir. En realidad, hasta disfrutaba por anticipado. La idea de un deceso inminente le había acompañado desde hacia tanto, que sería un alivio pasar por los preliminares de la muerte y acabar con ellos. Además, la muerte parecía un magnífico descanso, y Todhunter estaba muy cansado de su poco eficiente cuerpo. (El médico de Todhunter hubiera quedado encantado al saber lo que por fin había acabado por pensar su paciente.)
Atendió con su interés habitual a las últimas ceremonias; pero cuando el capellán, ahora que estaba despierto, se apresuró a ir, Todhunter le rogó sinceramente que se abstuviera del tema de la religión. Estaba listo para morir; estaba en paz con todos los hombres, y consideraba que eso era suficiente.
Preguntó en forma solícita por el verdugo, que, como sabía, había pasado la noche en la cárcel; y expresó el deseo de que hubiera dormido bien. Señaló también que se sentía defraudado porque no le hubieran avisado cuando aquel terrorífico funcionario le lanzó su habitual vistazo la noche anterior, con el propósito de calcular el tamaño de la plataforma necesaria, ya que le habría complacido levantarse y ofrecerle todas las posibilidades para que hiciese un cálculo correcto.
El médico, que visitó la celda poco antes de las ocho, se maravilló íntimamente de que su paciente soportase tan bien la tensión. Apenas pudo creerlo cuando Todhunter le dijo que no sentía tensión alguna.
Por pedido especial suyo, los guardianes encargados de él en el último turno fueron Birchman y Fox. Estaban mucho más nerviosos que el propio Todhunter.
Durante el desayuno, luego de comer tocino y huevos y beber dos tazas de excelente café, Todhunter señaló con alguna sorpresa:
—El condenado comparte un alegre desayuno. Vaya, vaya. Así que realmente se hace... Bien, ¿por qué no? Me divertí mucho.
Luego pidió y obtuvo un cigarrillo que fumó con fruición, el primero desde hacía muchos meses.
—Dicen que se pierde el gusto —le observó a Fox—, es cierto. Este cigarrillo es enormemente agradable.
Poco después de las ocho, llegó el alcaide, muy embarazado.
—¿Va bien, Todhunter?
—Perfectamente, gracias. No Voy a desmayarme por nervios —dijo Todhunter con súbita risa—, si se refiere usted a eso.
—Sabrá que puede beber un vaso de brandy..., jem..., luego, si lo desea.
—Mi médico me prohíbe bebidas espirituosas —se lamentó Todhunter, y otra vez rió—. Podría ser fatal, ¿comprende? Y entonces usted sería el responsable.
El alcaide trató de sonreír, pero no fue un esfuerzo feliz. Hizo un ademán para que los guardianes salieran de la celda.
—Ahora, escúcheme: todos detestamos esto..., bueno, no puedo decir que tanto como usted, pero ya sabe usted lo que sentimos. Y debo limitarme a decirle que debe considerarlo más como una operación que..., que como otra cosa. Es absolutamente indoloro y, una vez que llega el verdugo, es cosa sólo de segundos. Estoy seguro de que va usted a ser valiente, y... ¡oh, maldita sea! Ya sabe usted lo que quiero decir.
—Por cierto que sí —replicó Todhunter seriamente—. Y le estoy sumamente reconocido. Pero, ¡por favor!, no se aflija usted. Yo no estoy preocupado en absoluto.
—Verdaderamente, no creo que lo esté usted —dijo el alcaide con admiración. Vaciló—. Bueno, así son las cosas. Todos deseábamos que lo otro llegara primero, pero no ha llegado. De modo que tenemos que acabar con esto. Ya sabe usted, volveré con los otros, el sheriff y demás, a las nueve.
—Muy bien —dijo Todhunter amistosamente.
Se sentó ante la mesa y se preguntó si habría en realidad algo más que poner en su testamento. Parecía extraño que, si lo había, fuera ya demasiado tarde para alterarlo.
—¡Válgame Dios! —exclamó—. Me siento como si fuera a tomar el tren y llegara a la estación demasiado temprano. ¿Cómo acostumbran a llenar la última media hora, Birchman?
—Pues, señor, a menudo escriben cartas —sugirió el guardián, confuso.
—Es una buena idea —dijo Todhunter—. Escribiré a un amigo mío.
Se sentó y escribió a Furze una breve carta; pero después de haber escrito que no podía explicar lo que sentía porque no sentía nada, fuera de una especie de expectante vacío, no tuvo más que decir. De modo que agradeció nuevamente a Furze todo lo que había hecho, y se encontró con que habían pasado cinco minutos pelados.
—¿Los demás convictos están ahora en sus celdas? —preguntó de pronto.
Birchman movió ligeramente la cabeza.
—No, ya no hacemos eso. Por el contrario, la mayor parte debe de estar en los talleres o algo así.
Todhunter asintió y bostezó. Por primera vez desde hacía cerca de un mes, aquella mañana se había vestido. Eran sus propias ropas, ya que no ahorcan a un hombre con traje de convicto.
—Bien, sería mejor que jugáramos a algo —dijo lánguidamente—. ¡Dios mío!, nunca esperé aburrirme esta mañana, pero así es. Simplemente aburrido. ¡Qué extraño! ¿Pueden ustedes explicárselo?
—Sí —dijo Fox—. Es porque no tiene usted miedo.
Todhunter le miró sorprendido.
—No sabía que fuera usted psicólogo, Fox. Pero creo que ha dado en el clavo. Esta espera es igual a cualquier otra espera, porque no me interesa lo que viene. De hecho, no es peor que esperar en el consultorio del dentista. Me pregunto si a muchos otros les habrá parecido así.
—Me atrevería a decir que no a muchos —dijo Birchman, poniendo los naipes en la mesa—. ¿A qué querría usted jugar?
—Al bridge —respondió Todhunter prestamente—; al fin y al cabo es el único juego. No me importaría en absoluto un rubber final. ¿Llamamos al capellán para formar un cuarteto?
—¿Le pido que venga? —sugirió Fox, aunque dudando un poco. Todhunter se había desembarazado del capellán en seguida del desayuno, temeroso de que se volviera insistente si se le daba ocasión para ello. Todhunter tenía tan arraigado el espíritu de la escuela privada, que no toleraba la insistencia.
—Llámelo —asintió.
Fox se dirigió a la puerta y habló con alguien que debía de estar aguardando fuera.
A los dos minutos el capellán estaba en la celda. Era un buen hombre, y no dijo nada sobre si aprobaba o desaprobaba la manera como Todhunter pasaba sus últimos minutos en el mundo. Cortaron para elegir parejas y Fox repartió cartas.
Todhunter cogió las suyas y rió por lo bajo. Tenía grand slam de espadas.
Consiguió el grand slam.
A las nueve menos dos minutos se oyeron ruido de pasos en el pasillo de cemento.
—Aquí están —dijo el capellán con voz queda.
Miró a Todhunter; luego, súbitamente, se inclinó por sobre la mesa y le aferró una mano.
—Adiós, Todhunter —añadió—. Sé que no le gustan los sentimentalismos, pero querría decirle esto: estoy humildemente contento de haberle conocido. Haya hecho lo que haya hecho, es usted mejor que yo.
—¿Realmente cree usted eso? —dijo Todhunter, atónito y también agradecido.
Cuando la puerta de la celda se abrió se puso en pie. Con placer, y en parte con sorpresa, notó que su corazón no parecía latir más aprisa que de costumbre. Mirose las manos, estaban completamente firmes.
En la celda entró una pequeña procesión: el alcaide, el teniente alcaide, el médico y dos extraños. Uno de los extraños debía de ser el sheriff, el otro...
El otro, un hombre rechoncho, robusto, se separó y se adelantó con un movimiento rápido. Sostenía unas cosas que Todhunter miró con curiosidad.
—Todo acabará en pocos segundos, amigo —dijo el verdugo en tono amable—. Ponga las manos detrás de la espalda.
—Un minuto —dijo Todhunter—. Estoy sumamente interesado. ¿Podría ver esos...?, ¿cómo los llaman? ¿Correas de maniatar?
—Vamos, amigo, no dificulte las cosas —tartamudeó el verdugo—. No tenemos tiempo y...
—Déjeselas ver —interrumpió bruscamente el alcaide.
El verdugo vaciló y Todhunter tuvo oportunidad de contemplar las livianas correas que sostenía...
—Mucho menos incómodas de lo que hubiera creído —comentó. Su mirada curiosa viajó hasta el rostro del verdugo—. Dígame; ¿alguna vez le dio alguien un golpe en la mandíbula cuando iba usted a ejecutar esta tarea?
—¿Qué?, no —dijo el verdugo—. Generalmente...
—Bien —exclamó Todhunter—, aquí va uno que no podrá olvidar. —Y con toda su fuerza lanzó el huesudo puño contra la cara del otro.
El impacto fue espectacular.
Alcanzó al hombre en la nariz y le tiró hacia atrás, sobre el piso. Todhunter cayó sobre él.
Al punto hubo un tremendo alboroto. Los guardias saltaron hacia delante; el verdugo se levantó.
Pero Todhunter no se movió.
El médico cayó de rodillas y le palpó apresuradamente debajo de la chaqueta. Luego miró al alcaide y asintió.
—Ha muerto.
—¡Gracias a Dios! —dijo el alcaide.