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Hay que admitir que, durante esos días, Todhunter se estaba divirtiendo mucho.

Se sentía sincera y desinteresadamente preocupado por la situación de Farroway, y el pensamiento de aquella desdichada señora de Yorkshire le apenaba; pero, no obstante, el papel que estaba representando le producía mucho placer. En primer lugar, le hacía sentirse importante. Todhunter no recordaba haberse sentido importante jamás, y la sensación no era desagradable en modo alguno. Toda esa gente —Viola Palmer, y la encantadora Felicity Farroway, incluso, hasta cierto punto, el sombrío Budd— habían vuelto sus miradas hacia Todhunter, como si éste pudiera realmente hacer algo. Todhunter sabía que, leve y quizás inconscientemente, él había alentado esa esperanza. El saber eso le hizo sentirse levemente culpable, pero de ninguna manera turbó su placer.

Porque, pensó, si realmente fuera a hacer algo, sin duda volvería todo del revés, y lo dejaría mucho peor que antes. ¡Cuán agradable, sin embargo, era saborear la situación, hasta ser recompensado con la fama y, empero, no causar daño a nadie!

Tales reflexiones hacían que Todhunter se sintiera extremadamente distante y superior, y eran capaces incluso de dejarle con la secreta convicción de que, de haberlo querido, podría haber hecho algo muy provechoso. Pero, por supuesto, no quería. Todo estaba resuelto hacía tiempo. Era mucho mejor mantenerse fuera de aquellos absurdos embrollos. Un alejamiento filosófico, combinado con un interés simpatizante: tal era la única actitud correcta para un hombre en su situación.

Por ello fue que, con la apariencia de un profesor de entomología que estudiase un hormigueo, y sin ninguna intención de convertirse él mismo en hormiga y cargarse de grandes huevos para llevarlos alocadamente de un lado a otro sin propósito aparente, se presentó Todhunter un martes en el piso de Norwood-cum-Farroway. No gozaba exactamente por anticipado del encuentro, ya que la señorita Jean Norwood era persona que le hacía sentir como si se le erizara la piel de la espalda, de arriba abajo, pero se anticipaba cierta suma de sardónica diversión en la observación de sus esfuerzos para esclavizarle. Todhunter estaba convencido de que iba a haber una tentativa para esclavizarle. La técnica, aparentemente, era la misma que ya había sido utilizada en el caso Farroway. Si iba o no a simular convertirse en esclavo. Todhunter no lo sabía de cierto, aunque suponía que el papel le iba a resultar un poco difícil de representar; todo dependía de hasta qué punto se le erizara la piel. Pero Todhunter estaba dispuesto a engañar vilmente a la dama y a mantener la ficción de su gran riqueza. Pensó que, por lo menos, se merecía eso.

Por lo tanto, malignamente, llegó al almuerzo con su peor apariencia (lo que era mucho decir), con el mismo traje deformado ante el que la señorita Norwood había arrugado la nariz la vez anterior, llevando un sombrero tan gastado y viejo que hasta un verdadero profesor habría advertido que había algo falso en él, y con la misma idéntica mancha de huevo (que en forma inexplicable aún no habían limpiado) decorando su chaleco. Excentricidades de rico, según Todhunter, y rió maliciosamente para sí mientras oprimía el botón del timbre y se preparaba para representar su papel tal como lo había imaginado.

El dueño de la muerte
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