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Todhunter tuvo que admitir después que, por más defectos que tuviera en otros aspectos, la señorita Norwood sabía disponer una comida. (No se le ocurrió que la señorita Norwood podía no haber intervenido en ello en absoluto, y haber dejado todo en manos de su cocinera, sumamente competente y extremadamente cara.) El inconveniente fue que, como los cocktails que la precedieron, casi prácticamente todo tuvo que ser rechazado por un enfermo concienzudo como Todhunter. Cuando al fin, desalentada, su huéspeda le preguntó qué quería en realidad, Todhunter preguntó modestamente si podían socorrerle con un vaso de leche y una galleta. Tanto huéspeda como invitado no podían menos de pensar que no era aquél un principio demasiado promisorio para una tentativa de esclavización.

Empero, si Todhunter había imaginado en una visión de vivos colores, a una señorita Norwood escasamente vestida, mirándole tiernamente desde una piel de leopardo, se llevó un chasco. Nada pudo exceder el decoro con que se condujeron las cosas después del almuerzo. La señorita Norwood, mientras bebía el café, entretuvo a su invitado con comentarios realmente inteligentes sobre temas de teatro contemporáneo; y Todhunter, lamentando tener que rechazar un café de perfume tan bueno como aquél, le escuchó con placer. Para sorpresa suya, se sintió enteramente a sus anchas. Para mayor sorpresa aún, la señorita Norwood le pareció una persona muy distinta de la idea que se había formado de ella tras su primera visita. No se hizo una sola alusión a sus supuestas riquezas; habían desaparecido todas las pequeñas coqueterías y afectaciones que había volcado sobre él cuando Farroway estaba presente; hubiérase dicho que estaba allí una mujer perfectamente sencilla, encantadora, inteligente, que disfrutaba de su compañía y que quizá estuviera deseando que él disfrutase de la suya. La cautela de Todhunter, que había durado todo el almuerzo, se deslizó, desapareció y se disolvió. Todhunter se ablandó, se distendió, se volvió afable.

«Es encantadora —pensó—. Aquellas personas se equivocaron. No es un demonio, sino la dama más natural y agradable que jamás he conocido. Poco tiempo más, y yo mismo podría enamorarme de ella.»

Se rió por lo bajo.

—¿De qué se ríe usted, señor Todhunter? —inquirió con cortesía su huéspeda.

—Pensaba en que dentro de poco tiempo podría enamorarme de usted —respondió Todhunter.

La dama sonrió.

—No lo haga. ¡Seria tan molesto para mí! Nunca me enamoraría de usted, y no puede usted imaginarse cuán atrozmente molesto es para una mujer que un hombre se enamore de ella cuando ella no puede corresponderle.

—Debe serlo, sin duda —convino Todhunter con seriedad.

La señorita Norwood levantó un brazo y dejó que la manga se deslizara por él. Contempló la fina columna blanca con aire ausente.

—¡Los hombres son tan extraños cuando se enamoran! —reflexionó—. Parecen pensar que el mero acto de estar enamorados les confiere ciertos derechos de propiedad; el derecho de ser celosos, por cierto. Claro que no lo piensan efectivamente, porque, cuando se hallan en este estado, ¡pobrecitos!, no pueden pensar en nada.

—¡Ja, ja! —rió Todhunter—, no, me parece que no pueden. Pues bien, me complace decir que nunca me he hallado en ese estado.

—¿Nunca se ha enamorado usted, señor Todhunter?

—No, nunca.

La señorita Norwood aplaudió. Sus manos eran elegantes.

—¡Pero eso es maravilloso! Creo, realmente, que es usted la persona que he estado buscando... ¡Oh!, ya no sé cuánto tiempo hace. Y había renunciado ya a la esperanza de hallarla. ¡Oh, diga usted que es verdad, señor Todhunter!

—¿Qué es verdad?

—Pues..., que usted y yo podemos ser simple y llanamente amigos, sin molestas complicaciones. ¿Quiere usted que seamos amigos, señor Todhunter?

—Deseo sinceramente poder serlo —repuso Todhunter con algo semejante a fervor.

—¡Excelente! Entonces, ya está arreglado. Y ahora, ¿qué haremos para celebrarlo? Puedo darle a usted un palco para Pétalos caídos, claro está, y lo haré. Pero eso es tan vulgar... ¡Ah, ya sé! Hagamos una promesa a ciegas, ¿quiere usted? Cada cual pedirá al otro un regalo y prometerá concederlo sea lo que fuere. Bueno, esto es lo que yo llamo una cosa realmente emocionante. ¿Aceptará usted, si yo lo hago?

—¿Quiere decir que sin reservas de ninguna clase? —preguntó Todhunter, en cuya mente volvía a surgir la cautela.

—Absolutamente ninguna. ¿Tiene usted el valor necesario? Yo lo tengo. —La señorita Norwood parecía verdaderamente excitada. Se inclinó hacia adelante en su sillón, con sus enormes ojos (que Todhunter recordó avergonzado haber encontrado antes desnudos e indecentes) encendidos por infantil placer—. ¿Lo tiene usted, señor Todhunter? —repitió.

La cautela de Todhunter dio una última brazada hacia la borda, perdió su presa y desapareció bajo el agua.

—Si —dijo, con una sonrisa que en cualquier otro habría juzgado fatua. Realmente, Todhunter estaba comportándose muy alocadamente.

—¡Oh, qué deportivo por su parte! Muy bien, es un contrato. Hemos prometido, recuérdelo usted. Y ahora, pida usted primero.

—No, no —rió Todhunter torpemente—. Las damas primero. Pida usted.

—Muy bien. —La dama cerró los brillantes ojos, puso las puntas de los dedos pintados de rojo, y reflexionó—. Veamos, ¿qué podrá ser? Mi primer amigo verdadero..., ¿qué le pediré?

De súbito, la cautela que Todhunter creía haber ahogado con seguridad sacó la cabeza inesperadamente y se dirigió a él en términos descorteses: «¡Estúpido!, ¿no comprendes que ha estado jugando contigo? Te va a pedir un collar de diamantes o algo así..., y tú, pobre mentecato, te has comprometido a dárselo. ¿Nadie te dijo, acaso, lo que era?»

Horriblemente alarmado, Todhunter se aferró a los brazos del sillón y se preguntó desesperadamente cómo podría salvar la situación.

La dama abrió los ojos y le sonrió.

—Ya he decidido.

Todhunter tragó saliva.

—¿Si? —preguntó temblando.

—Le pido a usted que me dedique su próximo libro con estas palabras: «A mi amiga, Jean Norwood».

—¡Oh! —Todhunter cogió su pañuelo y se enjugó la frente. El alivio, y no la agonía anterior, la habían cubierto de sudor—. Sí, desde luego. Muy complacido, en verdad... es un gran honor.

Todhunter había publicado cierta vez, a su costa, un estudio crítico sobre el trabajo de un periodista desconocido del siglo dieciocho, a quien él había proclamado el igual de Evelyn y de Pepys. Se habían vendido cuarenta y siete ejemplares del libro y el periodista continuaba siendo un desconocido. Todhunter no tenía intención de publicar jamás otro, pero no vio la necesidad de decírselo a la señorita Norwood.

—¡Ahora usted! —La señorita Norwood rió encantada—. Sea lo que sea, se lo concederé, recuérdelo usted. Es bastante valiente, me parece..., para una mujer. Pero siempre me he jactado de poder juzgar un carácter. Veamos, ¿qué es?

Una súbita idea saltó a la mente de Todhunter. Sin detenerse a pensarlo, dijo:

—Mande usted a Farroway otra vez con su mujer, a Yorkshire.

La señorita Norwood le miró fijamente, con ojos que crecían hasta que Todhunter no pudo casi creer que pudieran llegar a ser tan enormes. Luego rió, sencilla y naturalmente.

—Pero, querido amigo, es lo que he estado tratando de hacer durante los últimos seis meses. No puedo explicarle cuánto desearía que lo hubiese hecho. Pero él no quiere irse, simplemente.

—Hará todo cuanto usted le diga —dijo Todhunter con obstinación—. Y usted prometió. Mándelo.

—Lo mandaré. —Ella rió ligeramente—. Le prometo a usted eso, pero no puedo prometerle que se irá.

—Puede usted lograrlo, si hace la prueba. Le pido a usted la seguridad de que él se irá.

Las finas cejas de la señorita Norwood se arquearon por un instante; luego bajaron. Sonrió, con una sonrisa distinta a todas las que Todhunter había visto. Era, en realidad, una sonrisa provocativa, complacida, de sereno triunfo, débilmente burlona, pero Todhunter no se dio cuenta de ello.

—Señor Todhunter —preguntó suavemente la señorita Norwood—, ¿por qué está usted tan deseoso de que Nicolás regrese al Norte? Dígamelo, estamos entre amigos.

—¡Vamos! —protestó Todhunter—. No me diga que no lo comprende usted.

—Quizá sí —murmuró ella, y su sonrisa se volvió algo más intensa.

—Entonces, ¿le obligará usted a marcharse? —inquirió Todhunter con seriedad.

—Se marchará. Se lo prometo a usted —respondió la señorita Norwood, con una seriedad que hacía pareja con la de Todhunter.

—Gracias —dijo éste sencillamente.

Todhunter dirigió una amplia sonrisa de alivio a su huéspeda. Había llegado a la conclusión de que la señorita Norwood era una mujer sumamente calumniada. Era el castigo, suponía, de la grandeza. Celos, sin duda, y todo ese tipo de cosas. Cualquiera que la conociera, podría comprender al punto qué natural tan dulce poseía.

—Pero me parece —observó la mujer calumniada, con una atrayente risilla picara— que desperdició usted su oportunidad, señor Todhunter, ¿no es cierto? Y no es la clase de oportunidad que se da dos veces. Yo estaba por completo en sus manos, ¿sabe usted...?, bueno, quiero decir que podría haberlo estado.

—Pero eso no habría sido justo —replicó Todhunter con picardía.

La señorita Norwood ladeó la encantadora cabeza.

—¿No está todo permitido en la guerra... y en otras cosas?

Todhunter se sintió complacido y se sintió un verdadero tunante. Por primera vez, desde hacía seis semanas, se había olvidado completamente de su aneurisma.

Todhunter siempre pensaba lo mejor de la gente.

El dueño de la muerte
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