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Todhunter compró un revólver con asombrosa facilidad en una armería del Strand. Era un viejo revólver del ejército, arma pesada de calibre 45, y el vendedor le aseguró que estaba sucia de estar en el negocio; nunca había sido usado en la lucha. Le prometió hacerle una buena limpieza durante los dos días siguientes, pues Todhunter no podía llevarse el arma aún. Había formalidades que rellenar para registrarla como era costumbre; y Todhunter no podía entrar en su posesión hasta que se hubiese despachado el Certificado de Armas de Fuego.

Es dudoso si las autoridades, al inventar aquel medio de demorar una compra de tal clase, estaban verdaderamente influidas por la consideración de que es mejor no permitir que un hombre encolerizado entre en un comercio y salga de él, directamente, con un arma letal; pero, lo estuvieran o no, el efecto sobre Todhunter fue saludable. Pues en el momento en que le entregaron el revólver, lo que fue casi una semana después, Todhunter había tenido tiempo para meditar las cosas. Y, de acuerdo con tal proceso, su indignación había disminuido. Asimismo, la noción de que él, Lawrence Butterfield Todhunter, había planeado efectivamente asesinar a sangre fría a un completo extraño, nada más, realmente, que por absoluta oficiosidad, se había vuelto correlativamente más fantástica.

Para decirlo en pocas palabras, Todhunter había resuelto, unos días antes de que le entregaran el revólver, que se apartaría de todo el asunto; y mirando la desagradable arma, una vez que ésta le fue entregada, se consideró dichoso por haber vuelto a sus cabales.

Eso fue el viernes por la mañana.

Exactamente a las seis y cuarto de la tarde siguiente, Effie trajo a la biblioteca el habitual ejemplar de The Evening Mercury, primorosamente doblado sobre una bandeja. El encabezamiento de la primera página atrajo la mirada de Todhunter, incluso antes de haber tomado en sus manos el periódico. El resultado, durante la media hora siguiente, fue algo muy semejante al caos.

—¡Bendito sea Dios! —dijo la señora de Greenhill a Effie, cuando hubieron retirado por fin el agua caliente, las compresas frías, el hielo, la sal volátil, el aguardiente, las gotas, las jofainas, las toallas, el agua de colonia, las botellas de agua hirviendo, las mantas, las plumas quemadas, y todo lo útil e inútil que las dos enloquecidas mujeres lograron juntar frenéticamente ante un amo con el rostro como la tiza y los labios azulados—. ¡Que el cielo nos proteja, me parece que estuvo muy próximo...!

—¡Estaba segura de que se había ido para el otro mundo! —chilló Effie, muy impresionada—. ¡Puf! ¿No estaba espantoso? Totalmente horrendo, y no es broma.

—Effie —dijo la señora de Greenhill, sentándose en una inadecuada silla—, vaya y tráigame una cucharadita de ese aguardiente que hay en la alacena. Lo necesito.

—¿No se dará cuenta? —preguntó Effie, dudando.

—No se enojará conmigo —repuso la señora de Greenhill.

Effie se volvió en la puerta.

—¡Es raro que no nos dejara llamar al doctor al volver en sí! Hubiera pensado que estaría clamando por él en el teléfono apenas pudiera tenerse en pie, ¿no es cierto?

—Sí, hay algo distinto en él —afirmó la señora de Greenhill, abanicándose con un cubreteteras—. Yo misma lo he notado.

—Sí, desde aquel día en que el té llegó tarde y no dijo una palabra. ¿No recuerda usted que se lo hice notar? Y no parece leer tanto como antes. Se sienta durante horas jugando con las puntas de los dedos. Pensando. ¡Puf, entrar allí y verle así me pone la carne de gallina! ¡Y cómo me mira a veces! Palabra que, en ocasiones, pienso que...

—Es suficiente, Effie. Vaya y tráigame ese aguardiente. El señor Todhunter no es el único que se siente raro en este bendito momento.

El señor Todhunter, empero, ya no se sentía raro. Había esperado morir inmediatamente, y ahora, ante un íntimo asombro, se sentía repuesto por completo, con su aneurisma todavía intacto, y estaba leyendo el artículo cuyo encabezamiento le había alarmado.

El dueño de la muerte
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