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A la mañana siguiente le tocó el turno a Chitterwick.
Fue interrogado extensamente por sir Ernest, y pudo dar importantes testimonios, desde la ocasión en que Todhunter le había consultado (aunque en aquel momento Chitterwick no se había dado cuenta) con relación a alguna persona concreta a quien pudiera matar, hasta el último descubrimiento, el paradero del brazalete desaparecido. Su modestia y timidez causaron excelente impresión sobre los interesados; y, dirigido inteligentemente por sir Ernest, el efecto que, sin saberlo, causó, fue el de que si una persona tan encantadora como el señor Chitterwick pensaba que la cosa era así, así, probablemente debía ser.
Después de Chitterwick, se produjo la situación del tercer día, cuando el gran sir Ernest Prettiboy en persona subió a la tarima de los testigos para crear un precedente en los anales del foro inglés, y permitió que le interrogara su propio abogado adjunto. Con tremenda solemnidad, sir Ernest corroboró los hallazgos en los jardines, que ya había descrito Chitterwick, y se las arregló para la opinión de que era completamente imposible que Todhunter los hubiera simulado, o ni siquiera que hubiera sabido dónde buscarlos, si no lo había hecho él mismo. Luego, sir Ernest abandonó de prisa la tarima, antes de que el juez o cualquier otra persona que se interpusiera pudiera recordar al Jurado que ya nadie, ni siquiera la policía, discutía la presencia de Todhunter en el jardín de la señorita Norwood, a cierta hora de la noche del crimen, pero que, sin embargo, esto no probaban de ningún modo que hubiera sido su dedo el que apretó el gatillo.
La tranquila solemnidad de sir Ernest valía por una tonelada de insulsos testimonios.
Vinieron luego los oficiales de policía que habían servido de instrumento para recobrar el brazalete hurtado, de acuerdo con los informes suministrados por Todhunter. Y naturalmente, sir Ernest aprovechó la oportunidad para insistir ante el Jurado sobre la importancia de su testimonio. La tarde pasó con declaraciones de los médicos, con el resultado de que la hora en que debió producirse el deceso de la señorita Norwood parecía indicar que Todhunter más bien que Palmer, había sido probablemente el causante del mismo; y esto fue seguido por otras declaraciones, incluidas la del médico de Todhunter, la de la señora de Greenhill y la de Effie, y las de varios amigos de Todhunter, para probar que era quizá la persona más cuerda que circulaban por Londres el año anterior.
El Juez pareció un poco obstinado, ante todos aquellos testimonios y observó a sir Ernest que nadie había dudado de la cordura del acusado y que, como ya el abogado del acusado se había ocupado de ese punto, no había necesidad de insistir tanto sobre él.
—Señor Juez —replicó sir Ernest—, con mi mayor respeto, considero que la cuestión de la cordura del acusado, sobre el cual mi ilustre colega y yo estamos enteramente de acuerdo, puede llegar a ser planteada en otro momento, y por eso considero mi deber demostrar que era totalmente responsable de sus actos.
—Muy bien —dijo el Juez con resignación.