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De ese modo la última semana de Todhunter en el mundo fue una semana pacífica. Fuera, el movimiento por la suspensión de su condena había perdido ímpetu, y el Gobierno, dándose cuenta de ello, podía hacer una buena exhibición de su férrea decisión.

Dentro, Todhunter expresó el deseo de no recibir más visitas, y dio un último y agradecido adiós a sir Ernest, a Chitterwick y al joven Fuller. Por fin podía tomar las cosas con tranquilidad, y tenía intención de hacerlo.

Lo que pudiera sucederle ahora, ya no importaba. Por lo tanto, aprovechándose del anterior permiso, llegó a levantarse una o dos veces para andar, en bata y pijama, muy lentamente, alrededor del patio de recreo, bajo el sol de abril y del brazo de un guardián. En esas condiciones, por supuesto, no había a la vista ningún otro convicto. Todhunter estaba incomunicado.

Pasó varias horas escribiendo y pudo completar la serie de artículos que había planeado en el banquillo de los acusados sobre un juicio, una sentencia y una celda de condenados, desde el punto de vista de un preso, y sólo lamentó no poder incluir un relato de la ejecución visto desde el mismo ángulo inusitado. Había muchos comentarios interesantes y eficaces que hacer con respecto a la marcha del sistema judicial británico, y Todhunter pensó de veras que había cumplido, y no muy mal, un importante trabajo. Una nota de Ferrers para decirle el interés mundial que causaba la publicación de esos artículos en The London Review le hizo reír de placer.

En cuanto al resto, pasó el tiempo, en su mayor parte, charlando con los guardianes. Le divertía ver que todo lo que les contaba, incluso aunque concerniera remotamente al crimen, tenían que anotarlo, uno u otro, en una libreta; pero en cambio, cuando Fox no estaba presente, Birchman continuaba relatándole interesantes anécdotas sobre los diversos ocupantes anteriores de esa celda. Tanto Todhunter como Birchman lamentaban que su relación tuviera necesariamente que ser tan breve.

Cuando se acercó el momento de la ejecución, Todhunter se emocionó al ver en objeto de cuánta solicitud se había convertido. El alcaide venía y charlaba en la forma más cordial, el capellán estaba pronto para ir en cualquier momento y permanecer todo lo que quisiera, y el médico se hallaba decididamente alegre.

—¿Le causa a usted mucha molestia una ejecución? —preguntó un día Todhunter al alcaide, y recibió una respuesta afirmativa, tan enfática como extraoficial.

—¡Las detesto! Son horribles. Completamente bárbaras, en la mayoría de los casos, aunque a veces están justificadas. Pero es una lúgubre responsabilidad para nosotros los funcionarios. Trastorna a los presos, preocupa al personal..., las odio. Nadie duerme un par de noches antes.

—Por favor —dijo Todhunter, afligido—, no se moleste por mí. Yo mismo solía sufrir de insomnio. Me perturbaría mucho saber que le estoy costando a alguien una noche de sueño.

El dueño de la muerte
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