3
Eran más de las tres cuando se puso en pie para despedirse, y lo hizo de mala gana.
—Ha sido delicioso, señorita Norwood —dijo, estrechando la mano de su huéspeda—. No recuerdo haber disfrutado más de un almuerzo.
—¡Oh, vamos! —sonrió la dama—. Para mis amigos soy «Jean». «Señorita Norwood» suena demasiado serio en la conversación.
—Y mi nombre es Lawrence —se jactó Todhunter, en apariencia ignorante de que le seguían apretando la mano.
Se separaron dándose mutuas seguridades acerca de un nuevo encuentro en un futuro muy cercano.
Sólo cuando bajaba las escaleras, recordó Todhunter el engaño de que su huéspeda había sido víctima. Habían hablado algo de que la señorita Norwood sería quien le haría la próxima visita a Richmond. Esperaría un palacio, y hallaría... pues, no una choza, pero sí una casa victoriana, semiapartada, de aspecto bastante repugnante. No era justo permitirle quedarse bajo la impresión de que él era un hombre rico. No se trataba de que eso implicara diferencia para una naturaleza tan generosa, claro está, pero..., pues, sencillamente, uno no engaña a sus amigos.
Todhunter se volvió y se dirigió de nuevo hacia el ascensor.
Cabe preguntarse si la vida de la señorita Norwood hubiera podido salvarse, de no haber sido Todhunter tan puntilloso. Por ejemplo, si hubiese escrito su información, o incluso si hubiera telefoneado, la señorita Norwood le habría olvidado tranquilamente; de cualquier modo, Nicolás Farroway habría vuelto probablemente al Norte, ya que, habiendo llegado al cabo de sus recursos, era de poca utilidad práctica y, en consecuencia, de escaso provecho para nadie en Londres; y Todhunter habría muerto como debía, cuando le hubiera llegado su hora, a causa de su aneurisma. Pero toda esa combinación tan sencilla fue hecha añicos por la preocupación de Todhunter ante los requerimientos de la amistad.
La puerta del piso de la señorita Norwood estaba entreabierta cuando Todhunter llegó hasta ella. En realidad, la cerradura era defectuosa, y debía haber sido arreglada aquella mañana, pero el cerrajero, al no cumplir la promesa de hacerlo, había fijado un tornillo en el ataúd de la señorita Norwood tan firmemente como si hubiera manejado el destornillador con sus propias manos.
Por consiguiente, Todhunter pudo oír con claridad las observaciones que la señorita Norwood, con voz muy diferente de la que había usado al dirigirse a él, gritaba a través de la puerta abierta de su dormitorio a Marie, la criada, que estaba en el salón.
—¡Marie, por el amor de Dios, tráigame un vaso de brandy, y de prisa! Esto de representar fuera del escenario es más agotador que hacerlo realmente.
—Sí, señora. —La voz de la criada llegó prontamente—. Creo que esta vez hizo un buen trabajo, señora.
—¿Qué diablos quiere usted decir?
—¡Oh, nada, señora! ¡Perdone!
—Alcánceme ese brandy.
—Muy bien, señora.
La mano de Todhunter, levantada ya hacia el timbre, cayó otra vez a su costado. No tenía intención de escuchar, pero allí estaba. Vaciló entre llamar o no hacerlo.
La voz de la señorita Norwood se oyó otra vez.
—¡Ah! ¡Marie!
—¿Sí, señora?
—No estoy en casa para el señor Farroway, ¡gracias a Dios! Por lo menos, no estoy en Richmond. Creo que aquí tendré que estar un poco todavía, pero...
—¿Entonces no dejaremos del todo esta casa, señora?
—Creo que no, Marie, creo que no. —Incluso para los oídos inexpertos de Todhunter, la voz de la señorita Norwood sonaba con cierta indecente complacencia.
—Me pareció que le manejó muy bien y le interesó, señora. Y creo que es un tipo de los que largan la renta sin pedir siquiera un llavín, ¿no es cierto?
—¡Maldita sea, Marie! ¿Con quién se cree usted que está hablando? —La voz de la señorita Norwood tembló repentinamente de rabia—. ¿Todavía no conoce su lugar? Un día de éstos voy a tener que darle una lección. Le pago a usted para que me sirva, no para que chismorree sobre mis asuntos privados.
—Discúlpeme usted, señora, se lo ruego. —La voz de Marie adoptó el tono indolente utilizado para dar una excusa estereotipada.
Todhunter se marchó. Era un hombre de poca experiencia, pero no iba a hacer el tonto con nadie. En aquel momento, además, estaba de tan pésimo humor que apenas le importaba si su aneurisma podría resistir el esfuerzo.