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Las cosas eran en verdad suficientes para afligirlo. Todhunter siempre había encontrado dificultoso comprender detalles, y los detalles de su propio caso se estaban volviendo tan complicados que a veces desesperaba de poder aclararlos.

Furze, por ejemplo, que a veces formaba parte de esas conferencias (sólo para hacer las cosas más difíciles, según la mísera opinión de Todhunter, ya que Furze gozaba con los detalles, y cuanto más complicados, mejor), había dado, desde luego, instrucciones a sus propios abogados, que también debían entrar en el juego, y sir Ernest actuaba nominalmente según sus instrucciones: resultaba así que Todhunter, en constantes conferencias con el abogado que iba a acusarle, nunca se veía con el propio abogado que iba a defenderle.

Los periódicos no lo encontraban menos. Por lo común se referían a sir Ernest como si éste actuara a favor de Todhunter, como sin duda lo hacía, no oficialmente, aunque oficialmente era exactamente al revés; y Todhunter parecía en cierto modo ser considerado el principal testigo de la acusación y de la defensa combinadas; como sin duda lo era también, de hecho, aunque no en la ficción legal. Los periódicos más sobrios trataban de vez en cuando de aclarar el enigma a sus lectores, con aire de distante disgusto; los menos sobrios, sin importarles los detalles, continuaban abrumando a Todhunter con tan continuo estruendo de publicidad, que hacían que sir Ernest riera por lo bajo, agradecido.

—Tiene que causar efecto sobre el jurado —decía con maligna satisfacción—. Tiene que hacerlo. Van a darse cuenta de que no habrán terminado la partida hasta haberle declarado a usted culpable. Tienen que hacerlo. Ya verá usted.

Entretanto, los preparativos del proceso seguían avanzando metódicamente. Se entrevistó a los testigos que podían apoyar la fantástica historia desde sus principios, los cuales reunió Todhunter en una pequeña cena que había ofrecido a lo que ahora parecía una colección de fantasmas de hacía cien años. Afortunadamente, había consultado a tanta gente y había discutido teóricamente el caso con tanta otra, que no faltaban personas que dijeran que la idea del crimen debía de haber estado muy presente en la mente de Todhunter, en tanto que Chitterwick y Furze podían hablar ambos de intenciones más concretas. Mientras todo marchó así, las cosas no dejaron de ser satisfactorias; y, con la ayuda de tantos testigos y de otros que estaban sin vacilar dispuestos a prestar testimonios como el de que «Todhunter siempre había sido raro, desde niño», podía esperarse que incluso su propia historia mereciera cada vez más crédito en la mente de los miembros del jurado, aunque no fuera más que por la simple repetición.

En cambio, las cabezas se movían negativamente a propósito de las pruebas reales; ya que allí había que admitir, por mera mala suerte, sin duda, pero no por eso menos definitivamente, que las pruebas de la culpabilidad de Todhunter no eran ni de cerca tan fuertes como las de la causa de la policía contra Vincent Palmer.

—¡Ese brazalete! —se lamentaba Fuller, y parecía que iba a golpearse el pecho.

Desde el principio, el brazalete había atraído la atención del joven Fuller. Bajo su dirección se renovaron las pesquisas de Chitterwick y se revisaron otra vez todos los lugares anteriores, pero sólo los anteriores, ya que nadie pudo encontrar otros nuevos. El resultado, como antes, fue completamente negativo, pero sólo Fuller de entre los cuatro se opuso a renunciar a toda esperanza.

—Con ese brazalete, tenemos seguro el juicio —seguía repitiendo—. Sin él, no lo sé.

—Queda la segunda bala —le recordaba alguien.

—La que prueba que Todhunter conocía su existencia, pero nada más. La policía dirá simplemente que oyó dos tiros mientras se hallaba aquella noche en el jardín; que supo que sólo se habían hallado rastros de una bala, y dedujo que la otra debía de estar en alguna parte. Eso es todo.

El dueño de la muerte
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