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Los sábados por la mañana, el enorme edificio ocupado por la Universal Press Ltd. es un centro de actividad. Un par de meses antes, tal actividad no habría sido desagradable. Animados por el pensamiento del próximo descanso, los ayudantes de los directores de los ilustres semanarios en que se especializaba la Universal Press Ltd. se habrían detenido para charlar con las secretarias que se encontraban en su camino; los redactores de arte habrían hecho un alto para contar una anécdota a los cronistas de cine; incluso los directores habrían balanceado sus paraguas con aire más alegre, ya que los directores de la Universal Press Ltd. no son hombres altaneros.
Pero en aquella particular mañana del sábado, como en las últimas cinco, no hubo tan agradables intermedios. Los ayudantes de dirección pasaban velozmente junto a las secretarias, con ceño preocupado, como si aspiraran tan sólo a llegar a sus escritorios; los redactores de arte y los cronistas de cine mostraban expresiones tendentes a convencer de que el trabajo y los intereses de la firma constituían la única preocupación de sus mentes; y los directores andaban lentamente y con desgana. Había, sin duda, un zumbido de actividad en la conejera de oficinas, pero su tono estaba agudizado ahora por el miedo. En uno o dos de los cubículos donde se desarrollaba el trabajo más importante, el tono resultaba casi destemplado, a causa de algo muy semejante al histerismo.
Muy pronto se esparcieron los rumores.
En el tercer piso, el joven Bennett, ayudante de dirección de The Peepshow, acababa de instalarse ante su mesa, consciente en exceso de haber llegado diez minutos tarde, cuando se abrió la puerta, y la alta figura de Owen Staithes, el redactor artístico, entró en la habitación.
—¡Oh!, respecto de esos moldes para la página central, Benney... —comenzó en voz alta, y luego, cuando la puerta se hubo cerrado tras él, cambió bruscamente a un tono más bajo—. ¿No te ha tocado?
—Todavía no. ¿Le tocó a alguien?
—Que yo sepa, no. Aún es un poco temprano.
—Por lo general las manda alrededor de las once.
—Sí. —Staithes jugueteó con las monedas de su bolsillo. Parecía preocupado—. ¡Malditos sean estos sábados por la mañana! ¡Me entra un pánico terrible! —Staithes era casado y tenía un hijito.
—¡Oh, tú estás a salvo!
—¿Sí? ¿Y qué hay del pobre Gregory, la semana pasada? Yo creo que quiere desembarazarse de todos los redactores de arte.
—Pero tú estás haciendo el trabajo de Gregory. No podría dejar The Housewife ni The Peepshow sin redactor de arte.
—Sabe Dios lo que podría hacer. —Staithes golpeó distraídamente con el pie en la pata de la mesa de Bennett—. ¿Viste ya a Mac?
—No. Verás; llegué diez minutos tarde.
—¡Demonios! ¿Te encontraste con él?
—No. Pero tuve que pasar ante su puerta y estoy convencido de que puede ver perfectamente a través de ella. En cualquier momento espero el disparo.
—No seas asno. ¡Oh, hola, Joven Butts!
El Joven Butts, así llamado para diferenciarlo de su tío, el director de Film Farncy, se deslizó dentro con sonrisa confusa.
—¡Hola, muchachos! ¿Es cierto que le tocó a Fletcher?
—¿Fletcher? Seguramente que no. —Staithes pareció sorprendido—. ¿Qué sería del Sunday Messenger sin Fletcher?
—Lo mismo podías haber preguntado el mes pasado qué sería sin Purefoy, o qué sería de The Film Trader sin Fitch. ¡Qué diablos! Fitch fundó aquello y lo dirigió durante veinte años con resultado satisfactorio, pero ello no le salvó.
—Es el mismo demonio —musitó Staithes.
Se sintió un golpe en la puerta y entró una muchacha, lápiz y libreta en mano. Era una chica guapa, pero los hombres la miraban como si fuera Medusa en persona.
—Señor Bennet, el señor Fisher quiere verle a usted inmediatamente en su despacho.
Bennett se puso torpemente de pie.
—¿A... a mí? —tartamudeó.
—Sí. —Una expresión de simpatía cruzó por la cara de la joven—. Quizá no debiera decírselo, pero el señor Southey acaba de decirle al señor Fisher que le vio a usted llegar esta mañana con un cuarto de hora de retraso.
—¡Oh, maldito sea! —gruñó el mozo—. Por fin estalló. Muy bien, gracias, señorita Merriman —agregó con un dejo de gentileza—. Diga usted a esa rata que tenga lista la copa de veneno, que iré a tomármela.
La chica salió y los otros se miraron.
—¡Dios mío! —estalló Staithes—. En otro tiempo Southey solía ser un sujeto decente. Es un poco duro ver a individuos honrados convertirse en tipos despreciables, correvediles y aduladores, sólo porque temen perder sus puestos.
—Tienes razón, Owen —dijo el joven Bennett—. Y, lo que es peor, así voy a decírselo. Hasta luego, muchachos. Esperad aquí al condenado.
Bennett estuvo fuera de la habitación sólo cinco minutos. Mientras tanto, Staithes y el Joven Butts no cambiaron más de tres frases.
—Southey es casado, ¿sabes? —dijo este último.
—También yo lo soy —replicó Staithes—. Pero que Dios me confunda si me rebajo hasta ese nivel.
—Entonces, prepárate —respondió simplemente el Joven Butts.
Bennett, al regresar, mostró un aire ligeramente perplejo.
—No —dijo, respondiendo a la muda pregunta de los otros—, no, no me han despedido. Dijo que si se hubiera tratado de cualquier otro, me habría despedido, pero que pensó (¿qué demonios pudo pensar?) que yo era realmente un buen sujeto, o alguna estupidez así. Y me invitó a almorzar.
—¿A almorzar?
—Sí, creo que está loco.
Los otros dos cambiaron una larga mirada.
—¿Entonces no le dijiste lo que pensabas de él?
—Dadas las circunstancias, no —respondió Bennett.
Otra vez se sintió un golpe en la puerta.
—¿Señor Staithes? —dijo el botones—. No pude encontrarle en su despacho, señor. Lo siento, señor —agregó confuso—. Todos lo sentimos.
Staithes cogió el sobre, dándole una ojeada.
—Gracias, Jimmy. Bueno, Benney, creo que voy a decírselo yo. No servirá de nada, pero no hará mal a nadie. También puedo darle una bofetada.
Se marchó.
—No hace dos o tres minutos le dije que iba a tocarle —dijo el Joven Butts.
—¿Y cómo diablos —preguntó Bennett violentamente— cree Fisher que vamos a hacer marchar The Peepshow sin redactor de arte? Eso es lo que me gustaría saber.
—Pregúntaselo durante el almuerzo —sugirió el Joven Butts, saliendo de la oficina con indolencia.
Cuando Bennett se hubo sentado de nuevo ante el escritorio, Todhunter se enderezó en la silla en la que había estado sentado parcialmente oculto tras un anaquel de periódicos.
—Perdone usted —dijo cortésmente—, mi nombre es Todhunter. Wilson, de The London Review, me pidió que le hiciera saber si podía usted almorzar hoy con él.
Bennett volvió hacia él sus ojos ligeramente vidriosos.
—¿Hoy? No, hoy no puedo.
—Se lo diré —prometió Todhunter, y desapareció por el pasillo. No se preguntó en aquel momento por qué los ojos de Bennett parecían tan singularmente vidriosos, pero le sorprendía que el joven no hubiera inquirido cuánto tiempo hacía que se hallaba allí y qué había oído.
En la escalera de piedra que conducía a la calle, Todhunter movió la cabeza varias veces negativamente. Su resolución podía no estar completamente tomada, pero había llegado al punto de preguntarse dónde podría comprar un revólver y qué formalidades tendría que cumplir para ello.
Alguien que subía las escaleras chocó con él. Vagamente Todhunter se dio cuenta de que era el Joven Butts.
—Lo siento —dijo éste.
—Sí —repuso Todhunter distraídamente—. Jem... ¿Puede usted decirme dónde puedo comprar un revólver?
—¿Un qué?
—No importa —murmuró confuso Todhunter.