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Nada sabía Todhunter de tales acontecimientos. De todos modos, y ya que habían cesado sus ansiedades, estaba demasiado interesado en la rutina que ahora le rodeaba, para interesarse en trivialidades como la opinión pública. Todhunter dudaba de si una persona realmente inteligente (Todhunter era hombre modesto, pero tenía el debido respeto por la inteligencia con que, graciosamente, le habían obsequiado) habría tenido anteriormente la oportunidad de observar de cerca el exacto proceder seguido por un criminal condenado, entre la declaración de culpabilidad y la ejecución, y comprendía su responsabilidad.

Por consiguiente, con atento interés, se dispuso a despedirse de sus amigos en el recinto de acusados y a seguir al guardia que ahora le había prendido. El hecho de dejar para siempre a aquellos amigos, y todo lo que ellos representaban, no le preocupaba. La novedad, para no menciona la exaltación, de hallarse como un preso condenado, hacía que Todhunter estuviera sólo pendiente de su curiosidad.

Se había producido una breve escena de júbilo tras el fin del juicio, en la que sir Ernest y Todhunter se felicitaron mutuamente y Chitterwick, radiante felicitó a ambos; de tal suerte que uno podía haber pensado que Todhunter estaba destinado a una boda y no a un funeral. También el médico aprovechó la oportunidad de cambiar una palabra con el guardia, para avisarle que Todhunter estaba en un estado de salud muy precario y que no se le debía permitir andar de prisa, levantar o arrastrar nada, ni someterle a ningún esfuerzo, en absoluto; de otro modo, el guardia se encontraría con un cadáver en las manos, en vez de un preso vivo; y el guardia, impresionado, prometió pasar esa información al próximo guardián de Todhunter. Todo fue cordialidad sin ceremonias, y los adioses de Todhunter fueron tan indiferentes como los de un visitante de fin de semana.

El guardia, bonachón y amigable, condujo a Todhunter a través de una puerta que llevaba hacia un pasaje inclinado, o rampa, con piso de cemento. Poco más allá había un portón de hierro, que el guardia abrió y cerró luego cuidadosamente tras de sí. Pasado el portón, la rampa conducía a un pasillo de piedra, largo y estrecho. A lo largo del pasillo había multitud de puertas con la parte superior de vidrio, y detrás de cada una de ellas Todhunter pudo ver formas oscuras y rostros que le atisbaban en silencio.

—¿Presos? —inquirió alegremente.

—Así es —asintió el guardia—. Convictos, o aguardando juicio.

—¡Oh! ¿También los encierran ahí antes de ser procesados? Parece un poco duro.

—No hay ningún otro sitio.

—Pues debería haberlo —dijo Todhunter, y tomó mentalmente nota de ello para la serie de artículos que planeaba.

Luego fue conducido a una de las oscuras celditas, y debidamente cerrado con llave. El amistoso guardia manifestó no saber cuánto duraría su estancia en ella.

Todhunter apoyó la nariz contra el vidrio de la puerta y observó a los guardias, a los convictos y a los todavía no procesados, pasar y volver a pasar por la triste galería, acompañados a veces por un abogado de peluca y toga que marchaba a su lado.

—Muy interesante —observó Todhunter para sí—. El crimen no compensa.

A su debido tiempo, fue nuevamente conducido por el pasillo. En un extremo lejano había una especie de oficina en la cual un funcionario de la policía, de cabello gris, hacía misteriosas señales sobre una pizarra con un trozo de tiza. Todhunter preguntó qué hacía, y le informaron que las señales se referían a los diversos Black Marias[14] que aguardaban en el patio, y a sus correspondientes futuros ocupantes.

—¡Ah, los Black Marias! —dijo Todhunter, complacido, a la vez que miraba hacia los brillantes vehículos negros, listos para conducir a los convictos a las distintas cárceles.

Se dio cuenta de que el guardia, con cierto ligero aire de disculpa, hacia sonar algo metálico.

—¡Ah, sí! —exclamó Todhunter—. Esposas. ¿Son necesarias, dadas las circunstancias?

—No sé nada de circunstancias —musitó el guardia—. Es el reglamento.

—No permita Dios que viole nuevamente un reglamento —respondió Todhunter alegremente, y tendió sus muñecas. Miró con interés el resultado—. Vaya, vaya, vaya. De modo que son así... Sumamente interesante.

Luego fue anotado en los registros de la oficina, e invitado a tomar asiento en uno de los vehículos.

Con sorpresa, Todhunter se encontró con que el interior del vehículo se hallaba dividido en celdas minúsculas. Encerrado en una de ellas, apenas tenía espacio para sentarse. Se colocó lo mejor que pudo sobre el pequeño asiento que le señalaron y consideró el asunto un poco bárbaro. Por los ruidos que oía a su alrededor, era claro que las demás celdas estaban igualmente llenas; y, tras una corta espera, el vehículo partió. Todhunter conocía su destino: la famosa cárcel a donde se enviaba invariablemente a los convictos de al zona norte del Támesis. Si la señorita Norwood hubiera vivido en la otra orilla, Todhunter estaría ahora camino de Wandsworth.

—Es una suerte —rumió— que no sufra de claustrofobia. La falta de ventilación es desagradable.

Al fin, el coche se detuvo. Todhunter, aguzando el oído, pudo escuchar cómo se abrían y cerraban grandes portones. El vehículo avanzó un poco más. Luego pudo oír que sus compañeros de viaje descendían.

El dueño de la muerte
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